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domingo, 10 de agosto de 2014

Amigos apasionados

Proximidad y distancias. Cuerpos y reflejos. En 'Amigos apasionados' (Passionate friends, 1949), de David Lean, Mary (Ann Todd) no quiere entregarse al amor, porque prefiere pertenecer a sí misma. Ella misma dice al hombre que ama, Steven (Trevor Howard), que tampoco él entendería sus razones si ella las supiera. Sí las sabe. Pertenecer a sí misma, es mantener el control, mantener las distancias. Por eso optará por casarse con el banquero Howard Justin, quien más adelante, en la narración, y en el tiempo, nueve años después, le condensará a Steven lo que es el amor romántico, lo que él rechaza, 'proximidad, pertenencia, satisfacción y prioridad sobre todas las cosas'. O sea, cálculo, de nuevo, distancias. En las distancias, además no te sientes vulnerable, expuesta. Pero Mary no podrá evitar sentirse atraída por lo que ha mantenido en la distancia de los reflejos, el cuerpo de Steven. Cada nuevo reencuentro abre aún más la brecha que quiso mantener protegida. Porque no se puede amar sin querer sentir, sin necesitar tocar, agarrar, palpar, dejarse fluir con los elementos. Mary prefirió soñar, amar en la distancia, a resguardo. En la raíz era el reflejo, en la raíz del tiempo, en el tiempo en que se conocieron. Esa evocación, tras reencontrarse de nuevo nueve años después en un espacio de representación, un teatro en el que se celebra la entrada de año nuevo (aunque ellos de algún modo siguen anclados en aquel tiempo pretérito que nunca desplegaron, como una vía que quedó clausurada o en obras), tendrá una transición desde su rostro, en la oscuridad, al reflejo en el agua de Steven, nueve años atrás, cuando una vez más él preguntó si le amaría para síempre. Un tiempo pasado, sus primeros pasos amorosos en los que vibra el fulgor de la luz alrededor de ellos y en ellos, en sus gestos y miradas. Y sí, ella le amará para siempre, pero desde la distancia, o con intermitentes aproximaciones, siempre frustradas, interrumpidas.
La narración de esta excelsa cumbre del melodrama romántico, basada en una novela de HG Welles, adaptada por David Lean y Stanley Haynes, y guionizada por Eric Ambler, se desarrolla o despliega narrativamente a través de lo que piensan o sienten los personajes. Un recurso usual también en el cine de otro británico, Alfred Hitchcock (con quien Rains acababa de trabajar, también en la misma posición del triángulo amoroso, en 'Encadenados', 1946,y Todd en 'El proceso Paradine', 1947, otras dos clarividentes exploraciones del sentimiento amoroso, de sus bloqueos, proyecciones y ofuscaciones: o cómo hay personajes que no saben mirar o discernir: respectivamente, los personajes de Cary Grant y Gregory Peck). En muchas escenas no importa lo que personajes dicen sino lo que miran, o lo que vibra en sus miradas, pendientes de alguien presente o de un pensamiento que ha quedado prendido en su mente, o quizá de una evocación. Especulan, meditan, procesan. La planificación, como en Hitchcock, se constituye sobre la relación entre mirada y objeto o figura, sobre los procesos mentales, o sobre la musicalidad de la ausencia, sobre la mirada y un fuera de campo que se quiere dotar de cuerpo. En la escena del reencuentro en la fiesta de año nuevo la secuencia se orquesta a través de las miradas de los diversos personajes desde la distancia, buscándose, dirimiendo en su mente lo que sienten o quieren (Mary y Steven), ellos mismos o los otros (Justin tanteando los gestos de Mary y Steven, auscultando la fisura abierta en su vida acorazada).
Las siguientes secuencias se modulan musicalmente a través de un elíptico montaje secuencial de las miradas de los personajes, separados en la distancia, en distintos espacios y momentos, pero aproximándose (como una emoción que se va perfilando e invoca la necesidad de la actuación, de convertir el pensamiento en acción, de dotar al sueño o reflejo de cuerpo), hasta el momento en el que él se decidirá a llamarla. Se recuperará una relación interrumpida que hace tambalear las distancias que ha establecido Mary con la vida, hasta el momento en el que interviene el marido. Estás últimas secuencias se modulan a través de las miradas, o pensamientos y elucubraciones del marido, cuando deduce que la amistad ha cruzado el limite que embarca hacia una consolidación romántica, proximidad, pertenencia y satisfacción. Pero su injerencia será eficaz, ya que conoce bien a Mary, y sabe cuáles son sus prioridades. El tiempo no deja de enredarse en el presente cuando aparece de nuevo Steven en la vida de Mary, como una transfiguración que le recuerda su propio cuerpo, embelesada en una vida envasada en la comodidad material y la sustancia mullida de los sueños. Los sueños son reflejos, y en la distancia pueden ser gratificantes, una promesa de elevaciones, pero que suscitan vértigos en la proximidad. En la narración, en particular en los primeros compases, se llegan a entremezclar tres tiempos (como capas o niveles que retroceden en el tiempo para definir la raíz).
E incluso, en los últimos pasajes, uno imaginario (al fin y al cabo lo que siempre parece prevalecer en ella), ese en el que Mary,significativamente en un teleférico, se enfrenta de nuevo a las elevaciones que ha negado, en el segundo reencuentro con Steven, ya este casado y con dos hijos, e imagina, en ese flashforward, que él no lo está, y que le declara su amor, aunque años atrás, por dos veces, fuera ella la que negara cualquier posibilidad de realizar su amor. En la cumbre, en el techo del mundo, se enfrenta de nuevo a lo posible, a esa gota de agua minúscula llamada amor que se desliza entre la firmeza de los dedos. Pero hay una meteorología en su interior que la supera, los miedos que abren abismos, la tormenta que oscurece la luz, como en ese instante en el tras que Steven se enfrente a Justin, y antes de que ella reaparezca, la luz se modifica radicalmente en el despacho, no como si una nube ocultara el sol, sino como si una tormenta se cerniera inapelable. Y lo será, en una nueva negación de Mary. Por eso, tras el segundo reencuentro, tras la nueva posibilidad que se abre para que materialice su amor, para que fluya, a Mary le superará de nuevo la atracción del abismo, ese que se encarna en las vías de las profundidades de la línea de metro, hacia las que está a punto de saltar, porque se siente impedida para alcanzar las elevaciones, caída de la que le salvará quien le mantiene en las meras superficies, su marido, el hombre con el que estableció un contrato de confortables distancias en las que podría sentir la falaz ilusión de que se pertenecía a sí misma mientras negaba la vida.

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