El viaje de un confín del mundo a otro ha sido silencioso e imperceptible. Mi viaje no ha significado para nadie (…) En la línea prevista para indicar la ocupación, solía escribir <<voluntaria>>; luego, con el tiempo, empecé a poner la verdad: <<Ver a Coenraad>>. Es extremadamente difícil dejar en blanco ese espacio cuyo objetivo es albergar la confesión de una existencia gris. Vestido negro y collar de perlas (Muñeca infinita), de la escritora polaca Helen Weinzweig (1915-2010), es una singular novela paradójica. Es una novela con trama, pero sin trama. La trama es el sueño. La trama es el acontecimiento que se persigue con la imaginación. Shirley es a la vez Lola Montez, aquella mujer que, en el siglo XVIII, triunfó como bailarina española aunque fuera irlandesa, y fue calificada como mujer fatal por sus diversos amoríos, cuando simplemente no actuaba de acuerdo a los corsés establecidos, o las concepciones enquistadas, sobre la conducta femenina. Era un espíritu y un cuerpo libre que no se amoldaba a un código de circulación social. De alguna manera, eso simboliza ese vestido negro y collar de perlas. Shirley viaja por diversos países y en cada uno de ellos busca reconocer al hombre del ama, Coenraad, quien siempre se presentará bajo un disfraz. A veces recorro medio mundo para descifrar un mensaje que me ordena partir al día siguiente hacia otro destino lejano. La realidad es una pantalla a descifrar. La realidad parece una materia escurridiza, como lo es el propio Coenraad, alguien que se resiste a convertirse en una figura estable, un horizonte definido. Como si el tiempo y el espacio para él fueran una trampa. No puede ser previsible, sino un truco de magia que no se sabe cuándo surgirá del sombrero de la realidad. Va en contra del amor romántico conferirle los atributos del matrimonio. Cuando estamos juntos no hay medias tendidas ni gotean las camisas; no hierve el agua ni se unta el pan con mantequilla
A medida que progresa Vestido negro y collar de perlas se va entreviendo la compleja constitución de una novela en la que las capas, de subtexto y texto, metáfora y acontecimiento, se conjugan y funden. Es un viaje que quizá transcurra en una mente. Una mente que reflexiona sobre las diferentes sombras del amor. En la narración cobra relevancia una hermosa película, Los niños del paraíso (1945), de Marcel Carné, un cineasta no suficientemente apreciado, mientras se sobredimensinaba a otros como Jean Renoir o Jean Vigo. El amor romántico es un sueño, quizá la ficción en la que nos desplazamos también lo sea. El sueño de la espera. La dictadura de la espera. Shirley siente que no ha significado nada para nadie, pero sobre todo siente que se le ha escurrido la vida en las orillas de los contornos (de la existencia gris). Amores que se desperdiciaron por intromisiones ajenas y adversidades trágicas fueron reemplazados por la fotocopia de una mera imagen, ya que los rasgos de quien se convirtió en marido eran casi una réplica de quien amó en el pasado. Pero, de todas maneras, ¿Si las circunstancias no hubieran sido adversas hubiera fructificado aquel amor? ¿La sublimación no imposta con los relatos de érase una vez y continuará y comieron felices perdices los recovecos y las fisuras de lo real? Me desperté con pensamientos vagos y felices. Que yo existía. Que Coenraad existía. Que todo era necesario. Tal certeza se evaporó cuando me disponía a marcharme de la habitación. Shirley comienza a entrever que la necesidad del sueño puede convertirse en una trampa que oculta la percepción de otra trampa, la de la rutina de una relación que se convirtió en un hueco movedizo.
¿Acaso soy una niña que siempre anda confundiendo las esperanzas con la realidad?, se pregunta en cierto momento Shirley que, en sus viajes, es esa mujer que quisiera ser, Lola Montez. Viajes que son suspensión, erótica de la suspensión, pues las expectativas son semillero de posibilidades. Sea una real posibilidad o un mero sueño. Especula si ese o aquel hombre encajaría con ella. Me probaba una posible pareja del mismo modo que especulaba con un vestido caro en un escaparate. Shirley abre los ojos, porque la apertura de la mirada es el inicio sustancial del viaje. Es la imaginación que no solo sueña sino que explora la realidad, sobre la que se interroga. Se pregunta sobre lo que no revelan los semblantes de los hombres alrededor. Máscaras o paredes de granito en las que resulta complicado penetrar. Se pregunta sobre lo que piensan o sienten jóvenes a su alrededor, qué sentirán en cada circunstancia. No son solo pantallas en las que proyectar sueños, sino también, a su vez, proyectores, mentes que quizá también sueñan, mentes que perciben de un modo u otro. Mentes que son cuerpos que decepcionan, y abandonan, o no se corresponden, simplemente, con la expectativa creada. ¿No abandonó Teseo a Ariadna tras que esta le ayudara con su hilo a internarse en el laberinto, para matar al minotauro, con la seguridad de volveria a salir? Shirley sueño con el hilo de su imaginación, pero la Lola que sueña ser no encuentra sino figuras que abandonan el escenario, o simplemente las que gesta su imaginación. Por eso, su logro, su victoria, es desprenderse de su principal lastre. Entonces sentí que brotaba en mí algo semejante a una resolución: una resolución contra la espera
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