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martes, 28 de abril de 2020

Los fantasmas del sombrerero

Por cómo comienza Los fantasmas del sombrerero (Le fantomes du chapelier, 1982), de Claude Chabrol, adaptación de la novela de Georges Simenon, entre reflejos (miradas de una ventana a otra, como dos realidades divergentes más que vecinas) pareciera que se cruzara al otro lado del espejo. Aunque Alicia no es sino un emigrante armenio, un sastre que vive con su esposa e hijos, Kachoudas (Charles Aznavour), quien tiene la costumbre todas las noches de seguir a Leon (formidable Michel Serrault), el sombrerero que vive enfrente, como si éste fuera el conejo blanco y Kachoudas más bien su sombra (aunque aparentemente la razón es que le da miedo ir solo por las solitarias calles a esas horas), hasta el café en el que, mientras Kachoudas permanece sentado aparte, Leon se une a las fuerzas vivas del pueblo (el médico, el dueño del periódico, el comisario…), para jugar a las cartas y comentar las últimas nuevas, que en ese momento son los intrigantes crímenes, por estrangulamiento, que se han realizado sobre varias mujeres maduras, y las especulaciones del por qué el asesino envía unos anónimos con letras recortadas de periódicos. Pero Leon no es precisamente el conejo blanco ( no corre con prisas mientras mira el reloj, sino que realiza unos intrigantes pasos de baile, mientras es seguido por Kachoudas, como si fuera la danzarina protagonista en un escenario); quizás esté más cerca del sombrerero loco, ya que su mente está un tanto trastocada, y él es más bien quien habita en las sombras. Kachoudas advertirá el primer indicio al descubrir en la pernera de su pantalón una letra recortada, pero después será testigo del nuevo crimen de Leon en una calle en sombras. Leon actúa en su escenario, el de las sombras, para su único espectador, Kachoudas, que sabe no dirá nada, porque su vida es más bien deshilachada, por precaria, ya que es un emigrante, desde hace nueve años, en un escenario ajeno, en el que no se relaciona con nadie; vive en las sombras de los márgenes, inadvertido, sobreviviendo, por eso no le denunciará, porque necesita seguir en su invisibilidad.
Las sombras tampoco son lo que parecen, como la que Kachoudas ve en la ventana de Leon, y cree que es la de la esposa de Leon, pero no es sino la de un maniquí (lo que conecta con el universo Hitchcockiano, a través de Psicosis. La esposa de Leon ya está muerta desde hace dos meses, pero León actúa como si estuviera viva cara a los demás, realizando unas escenificaciones con sus empleados, o con las visitas, llevándola comida, que él come, mientras dialoga con el maniquí, o más bien consigo mismo. La vida de Leon es una sucesión de representaciones, de reflejos, los que quiere proyectar hacia el exterior. De hecho, la primera evocación de su esposa la refleja a través del espejo. Vive atrapado en ese espejo que comenzó a resquebrajarse cuando la mató. De hecho, los crímenes no responden a un trauma, no responden al patrón del ortodoxo asesino en serie, tienen su razón estratégica , ya que son un desesperado esfuerzo por conseguir que los reflejos permanezcan, que nadie advierta que su esposa está muerta. Está matando a las siete amigas que tenían previsto visitarla.
Si al maniquí en diversas ocasiones se le desprende la cabeza, la mente de Leon está dominada por los socavones, deslizándose ya en un entre, entre escenificaciones, evocaciones y realidad, que se confunde. De un plano a otro pasamos del maniquí al rostro de su esposa muerta, incluso en un mismo movimiento de cámara. Leon pierde a su espectador, cuando este enferma, y esa ausencia acrecienta su propia indefensión, porque aquel juego, sentir que le seguía cada vez que salía a la calle, le insuflaba la vida de la que carecía hasta entonces, cual resurrección (una escenificación con un espectador que le hacía sentir protagonista, singular). Pero su ausencia (la desaparición del testigo) le hace enfrentarse a la intemperie que rehuía, a la desolación ya no sólo de la acción que tuvo que realizar, el estrangulamiento de su esposa, que suponía un punto y final en su vida, sino al socavón de la inmovilidad de vida que le llevó a asesinar a su esposa inválida, ese cansancio, que ya le atenazaba, de vivir entre reflejos (un modo de vida que se trama sobre ellos) que ya no podían ocultar la frustración de una vida que se quedó en vano escaparate, entre rituales e inercias, vida de maniquí, sombrero sin cuerpo, y que ya había abierto incluso el socavón más profundo, el de los sueños no realizados, impedidos, aquella sensación de alzar el vuelo en un columpio, con cuya encarnación, la mujer que realmente amó desde niño, yace postrado cuando vuelve del otro lado del espejo con la mirada ya extraviada y el cadáver de su sueño a su lado.

domingo, 26 de abril de 2020

Nostalgia

Qué exiguas resultan las palabras cuando se intenta abordar la inmensidad expresiva de Nostalgia (1983), de Andrei Tarkovski. Cómo trazar un mínimo eco de la experiencia de lo sublime. Porque Nostalgia, con guión del cineasta ruso y Tonino Guerra, y deslumbrante dirección de fotografía de Giuseppe Lanci, es pura experiencia transfiguradora. Experiencia de lo sagrado o de lo sublime, y desde la nostalgia, desde la falta emocional, la mirada que ha perdido el paso. Dota de cuerpo fílmico, y hace duración en el tiempo, de lo que representaban la constelación Solaris o la Zona en Stalker (1979), el espacio de lo posible, donde el ser humano se eleve por encima de las límitaciones vanas en las que restringe sus vidas, sin aspiraciones ni inquietudes sublimes o sagradas (transcendentales). Por ello, el concepto de nostalgia transciende la noción de añoranza concreta de lo que se tuvo y ya no se tiene, en el caso del protagonista, el escritor Andrei (Oleg Yankovsky), exiliado de viaje en Italia con una traductora, Eugenia (Domiziana Giordano), la añoranza de su familia en Rusia. Sino que alcanza una dimensión abstracta, y más amplia, la sensación de incompletitud, de sentirse extraño, exiliado de la realidad creada por el ser humano, cual fantasma errante que clama doliente por la pérdida de raíz, extraviado en una realidad, sociedad, sin sentido ni guía, inmovilizado en la apatía y la resignación por un mundo mediocre, falto, sin fe, que es lo mismo que decir sin impulso de acción, como esas figuras que parecen tan pétreas como las construcciones (antiguas, el origen olvidado) que les rodean, testigos mudos, indiferentes, de las palabras de Dominico (Erland Josephson), en la plaza de Roma, sobre la necesidad de recuperar ese impulso de acción, ese elevado anhelo de transformación, de búsqueda de armonía constructiva con la vida. Porque uno más uno no tiene por qué implicar dos, separación, división, sino unidad, reconocimiento, empatía.
Tarkovski hace cuerpo narrativo, modulación musical y sensitiva, de esa nostalgia, de ese estado anímico, cual trance en el que nos sumergimos como si fueran las aguas de la emoción; agua que es presencia recurrente simbólica en su cine, incluso sonora, como es manifiesto en el primer tramo (como ausencia que invocar en presencia). Nostalgia comienza con un árbol, como lo hará la posterior Sacrificio. La falta de raíz, la sensación de deriva y desorientación. Andrei es una figura extraviada en la niebla, como evidencia la misma primera secuencia: el coche en el que viaja con Eugenia irrumpe, en un plano general (como en la distancia sobre la realidad se siente; figura mínima, en la intemperie), y atrapado en un estéril círculo vital (el coche sale del encuadre para volver a entrar en ese tramo semicircular de la carretera). Visitan una iglesia en la Toscana, que hace sentir esa sensación de alejamiento de lo sagrado, en la cuál lo excepcional hace aparición : la mujer que abre las ropas de una figura religiosa de la que 'brota' una bandada de gorriones. Pero Andrei no ha querido entrar. Aunque hubiera declarado que quería ver la Madonna del parto. Muchas secuencias después, revelará que se parece a su esposa. No quiso ver la imagen que le recuerda una ausencia, una separación, no quiso sentir el dolor de la añoranza. Prefirió guarecerse en su niebla interior. La bruma seguirá presente en el espacio capital de las termas, donde hace acto de aparición Domenico, junto su perro, el hombre que mantuvo encerrados en casa a su familia temiendo el fin del mundo, para mantenerlos a salvo. Un hombre que se preocupó más de sí mismo que del mundo alrededor, guiándose por el uno más uno es igual a dos. Es el reflejo de ese extravío de Andrei. ¿Si te preocupas ante todo de tu propio extravío intímo, de tu yo, cómo habitas la realidad, cómo te relacionas y conectas?¿O cuál es la realidad que habitas que se parece más bien a un círculo con tu rostro?
En la narración se combina el color del presente con las imágenes en blanco y negro de su familia en Rusia, recuerdos o sueños, la materia fundida de unos y otros, casi como contracciones nerviosas, encarnación transfigurada de una añoranza, figuras en un espacio natural en el que se materializan, como un impulso, como ese travelling sobre figuras corriendo en el campo, tras el perro, o inmovilizadas (la inmovilidad alcanza al pasado, un pasado que no puede hacerse presente), tras las cuáles, en la bruma, entrevisto tras la casa al fondo del encuadre, se aprecia cómo se alza el sol. Es inmovilidad pero también residencia, la serena residencia de lo que es frente a una realidad que Andrei siente que no es (cuyo emblema es el espacio de la terma). El diseño sonoro evidencia esa escisión o desencuentro. No se corresponden, dialogan imagen y sonido de acuerdo a lo que falta, a lo que interfiere. Es un espacio de ensueño que se entremezcla en el presente: ¿Cómo describir, o hacer partícipe, de esa secuencia en la que la cámara encuadra en la oscuridad a Andrei yacente en la cama del hotel, flanqueado por la luz que entra por la ventana de la izquierda y por la puerta del baño a la derecha, y tras dilatar el plano, entrevemos en la penumbra cómo aparece una figura por la puerta del baño, el perro, que se sienta junto a la cama, al otro lado, bajo la ventana?. Un perro que acompaña a Domenico, un perro de las imágenes de esos recuerdos y sueños. Sueño, recuerdo y presente en un temblor interior. En la siguiente secuencia, en la que domina el sonido del agua la banda sonora, una de esas secuencias que hacen carne de lo sublime, los rostros de Eugenia y de su esposa, se abrazan; la cabellera de Eugenia cae sobre el rostro de Andrei en la cama; la cámara prosigue su movimiento para encuadrar su mano que aprieta, en un gesto de desesperación, las sábana.
Esa incertidumbre por la difusa frontera entre lo real y mental, porque son uno y lo mismo, fundidas, se extiende a la relación especular con Domenico: Domenico parece encarnar esa protesta que yace amortiguada, entumecida, en Andrei; en una de esas secuencias oníricas, Andrei pasea por las deshabitadas calles, en las que palpita un desorden como reflejan los objetos diseminados por el suelo, y se encuentra ante un espejo, de un armario: en el reflejo en el espejo aparece el doliente rostro de Domenico, pero el del pasado, cuando salió de su largo encierro con su familia. Tras el sacrificio público, ardiendo, de Domenico en la plaza (que adelanta el que el mismo actor encarnará en Sacrificio, 1986), acaece una de las secuencias probablemente más asombrosas que ha dado el cine: Durante ocho minutos y medio somos testigos, o más bien ya participes, del gesto, inducido por Domenico, de Andrei, el gesto de apertura, cruzar al otro lado, consciencia de lo otro, portar la luz como seña de desplazamiento hacia lo otro, en el espacio del no ser, el espacio que representa nuestra realidad, como si así la pudiera alumbrar: cruza la terma, sin agua, de un extremo a otro, con una vela encendida en la mano, sin que ésta se apague (para lo que necesitará tres intentos). Un acto sacrificial que entrega la propia vida a los otros, para que la vida sea de nuevo alumbrada en una realidad sin raíz ni dirección ni movimiento. El tiempo esculpido, conquistado, o hecho carne. El gesto que es logro, apuesta por lo posible, como la forja de la campana en Andrei Rubliov (1966) o el gesto de regar un árbol cada día como el niño de Sacrificio, el aún creer que se pueden superar las limitaciones y hacer posible la Zona o Solaris. El hogar en el tiempo, la calidez y la entrega, reflejados en una sublime imagen final, la imagen de residencia: Andrei, ya en otro tiempo, un tiempo que es el del mito, el mito fundacional, sentado junto a su perro, con el hogar, ese que evocaba y soñaba, tras ambos, rodeados de una arquitectura de un tiempo pasado, que ahora, la imagen conjunta, se convierte en encarnación de lo posible.

sábado, 25 de abril de 2020

Para rondar castillos (Editorial Shangrila), coordinado por José Luis Marquez, en el que colaboro con La arquitectura del mal: la infección siniestra

Una gran satisfacción haber colaborado en este singular proyecto colectivo, Para rondar castillos (Shangrila), coordinado por José Luis Márquez, con una edición exquisitamente diseñada. Mi texto comparte su peculiar confluencia con esta circunstancia que vivimos. Se titula La arquitectura del mal: la infección siniestra. Y su último apartado concluye con la infección de la realidad misma. En mi texto confluyen obras como Alien, de Ridley Scott, En la boca del miedo, de John Carpenter, Barton Fink, de los Hermanos Coen, Julietta o la llave de los sueños, de Marcel Carné, Dracula, de Terence Fisher, El laberinto, de William Cameron Menzies, Psicosis, de Alfred Hitchcock, La casa encantada, de Robert Wise, Múltiple, de M Night Shyalaman, La caída de la casa Usher, de Jean Epstein, Danza macabra, de Antonio Margheretti, Origen, de Christopher Nolan o La leyenda de la mansión del infierno, entre otras. Otros textos están centrados en la obra de Roman Polanski, Andrei Tarkovski, Suspense y A las nueve de la noche, de Jack Clayton, sobre la figura de Macbeth en Kafka, Lynch o Kubrick o sobre Jean Eustache. Hay textos que adoptan la forma de relato o que juegan con el diálogo entre las imágenes y los textos (que a su vez son juegos de diálogo entre distintos textos). Sin duda, singular planteamiento.

viernes, 24 de abril de 2020

Agente especial

En las primeras secuencias de la magistral Agente especial (The big combo, 1955), de Joseph Lewis, con guión de Philip Yordan, Susan (Jean Wallace) huye por los angostos y sombríos pasillos de un pabellón donde se celebra un combate de boxeo. Parece una rata corriendo por un laberinto, perseguida por Fante (Lee Van Cleef) y Mingo (Earl Holliman), los dos sicarios de Brown (Richard Conte), el hombre que ha convertido su vida, tras cuatro años de relación, en una trampa de la que no logra huir y que absorbe su energía vital (al punto de que intentará suicidarse). Esos pasillos y corredores están dominados por una abrumadora oscuridad, esa en la que ella está cautiva. En la secuencia final será ella quien le acorrale a él con el haz de luz del faro móvil del coche, del que Brown intentará escapar infructuosamente, como, a la vez, del hombre que no logra ubicar por la niebla, aquel que le ha estado persiguiendo implacable, en el cuadrilatero del escenario de la realidad, durante largo tiempo, el teniente Diamond (Cornel Wilde), por las actividades criminales de su organización o corporación. Brown le ha calificado en cierto momento como una maquina, tal es su perseverancia que no conoce el desánimo. Brown elimina a cualquiera que pueda testificar contra él, convirtiendo la narración en un reguero de cadáveres, pero Diamond persiste, como Orfeo cuando penetra en el mundo de los sueños para rescatar a Euridice (Susan, de la que está enamorado Diamond); Diamond es como una espesa niebla sin rostro que se cierne implacable (de la que surge su voz en la secuencia final), como la voz de la conciencia que fustiga a cualquiera para que se implique y testimonie contra Brown. Diamond está siempre en tensión, poseído por una crispación permanente (hasta las retinas de sus ojos parecen apretadas), que convierte su persecución casi en una obsesión, para que la luz rasgue por fin la oscuridad, y su amada encuentre la salida de la pesadilla, del laberinto que es sumidero de corrupción y perfidia.
Esa febrilidad está en constante suspenso en la narración, lo que la dota de una condición casi feérica, fantástica, a través de unas persistentes sombras que dominan buena parte de los encuadres, como si los empaparan de turbiedad, como si la realidad hubiera sido sustraída por la oscuridad; es una realidad suspendida en un estado febril (el nombre de Alicia, que Susan dice en estado seminconsciente, se convierte en el enigma a resolver, en la clave que, como si se cruzara y superara el mundo del sueño que es pesadilla, logrará esclarecer el caso). Las composiciones visuales, definidas por las espesuras oscuras que, como manchas, amenazan con propagarse como infección, crean una de las orfebrerías estilísticas más elaboradas que ha dado el flim noir (fabuloso el trabajo de John Alton en la dirección de fotografía, a la altura de sus colaboraciones con Anthony Mann). Abundan los planos de larga duración, en los que, en ocasiones, los personajes que conversan no se miran; sus miradas se dirigen hacia un espacio indefinido, más allá de cámara, con el otro personaje en segundo término, a su espalda, lo que abunda en una sensación de desencuentro, de tensión irresuelta, como la misma exasperada dilatación de los encuadres. No deja de ser significativo que los primeros planos que quiebran esa tónica sean de quien electrifica la narración con su obstinada persecución, Diamond (como la extraordinaria música jazzística de David Raksin que parece brotar del sistema nervioso de Diamond).
La película es un continuo alarde o festín de inventiva visual: Mingo y Fante tiran abajo una puerta, y disparan al interior: un brazo de mujer cae exánime en la oscuridad y la cámara panoramiza hacia la ventana, en la que brilla el letrero de Burlesque, el local en el que trabaja la chica asesinada, la chica a la que recurría como amante Diamond cuando la pesadumbre le domina, un letrero de neón para alumbrar artificialmente la oscuridad de su frustración sentimental; Dreyer (John Hoyt) cruza un umbral, y cierra al puerta tras él: oímos los disparos que le abaten; Susan sube el ascensor con un policía, Sam (Jay Adler): cuando se abren la puerta del ascensor se escuchan unos disparos, y Sam cae: el autor ha sido Brown, que entra en el encuadre. No sólo estos desbordamientos de ingenio están relacionados con momentos violentos, sino con otros que se podía calificar como tensados por una violencia menos manifiesta: la conversación entre Brown y Susan, tras que esta haya vuelto del hospital, que refleja el dominio que ejerce él sobre ella: Brown desciende acariciando el cuerpo de Susan, y la cámara se queda encuadrando el rostro de ella, arrobado. O aquella en la que Diamond conversa con la primera esposa de Brown, Alicia (Helen Walker), junto a unas lilas en las que ella quita gusanos, y en la que él suelta una de sus frases concienciadoras que son como fustazos: “Los gusanos se alimentan de las plantas que usted cuida, pero su marido se alimenta de las personas a las que engaña y roba”.
Pero, sin duda, destacan tres secuencias en las que es fundamental el uso del sonido (o diseño sonoro). En la primera, la utilización de la música diegética, la intensidad de la música que se interpreta al piano en el concierto, que parece acompasar los correspondientes fustazos concienciadores a los que somete con sus frases Diamond a Susan, ambos en el palco del teatro, que dota a la secuencia de una combinación de extrañamiento y lirismo hirviente que la convierte en una de las secuencias más singulares y extraordinarias que ha dado el film noir. Las otras dos no se quedan a la zaga, y en ambas cobra papel fundamental un aparato de sordera, el que usa McClure (Brian Donleavy), el segundo de Brown. En la primera, Brown lo usa para torturar a Diamond utilizando sonidos a elevado volumen, como gritos o un solo de batería (admirable el detalle de los gestos de sufrimiento ‘empático’ de McClure), y sobre todo una de la secuencias más asombrosas que ha dado el cine, aquella en la que antes de ‘ejecutarle’ Brown le quita el aparato a McClure para que no escuche el sonido de las ametralladoras que dispararán Fante y Mingo; el contraplano, espectral, es de ambos disparando sin que oigamos nada (el sonido se recupera gradualmente con los pasos de quien ha dado la orden, Brown).
El mismo desarrollo narrativo convierte al escenario, el entorno, en un ambiente espectral, en el que se fueran arrasando los contornos, como si ya no hubiera fondo, y los personajes quedaran suspendidos en un paisaje alucinado de desbocada y desquiciada violencia ( a medida que Brown va eliminando a casi todos los que le rodean): pareciera que no hubiera pared en el sótano en el que ha explosionado la bomba que ha matado a Fante y malherido a Mingo, y que no existiera la realidad, más allá de las brumas que rodean el hangar donde tiene lugar el desenlace, antes citado, y ante el que Diamond y Susan, en el plano final, son sombras perfiladas contra la bruma, sombras que ya pudieran volver a cruzar el espejo, hacia la luz.

miércoles, 22 de abril de 2020

Seven from now

En la nocturna primera secuencia, un hombre irrumpe en el plano, de espaldas a la cámara, Stride (Randolph Scott), y se acerca a dos hombres a cubierto de la lluvia. Más adelante, dos hombres irrumpirán del mismo modo en el encuadre, Mater (Lee Marvin) y su compañero Clete, desde una rocosa elevación, mientras contemplan abajo en el desfiladero a Stride, quien ahora acompaña la caravana de un matrimonio, Annie (Gail Russell) y John (Walter Reed), a los que ha ayudado a sacar la caravana del barro. Es una admirable forma precisa de insinuar la amenaza. Esa primera secuencia culminará con un tiroteo entre Stride y los dos hombres, eliptizado (como aún incierto es el motivo de ese enfrentamiento). Master dejará manifiesta su amenaza cuando se una a Stride y el matrimonio, a la par que explica, a éstos, qué es lo que persigue Stride: Éste persigue a los siete hombres que atracaron la Compañía de correos donde trabajaba su esposa, que murió en el tiroteo. Master persigue el dinero que robaron. Aunque colabore en la búsqueda (e incluso salve la vida a Stride cuando dispare sobre uno de esos siete hombres que quiere matar por la espalda a Stride) ya deja claro que la colaboración se convertirá en enfrentamiento si Stride dificulta su objetivo prioritario, el dinero.
Seven from now (1956) es el magnífico primer western de los siete que rodó Budd Boetticher con Randolph Scott de protagonista. En este caso, producida por Barjac, la pequeña productora de John Wayne, quien en principio iba a interpretar el personaje de Scott, pero prefirió centrase en Centauros del desierto (1956), de John Ford. Aún así, se decidió a producirla cuando supo que Robert Mitchum había mostrado interés en ese personaje. Contrató a Gail Russell, con la que había compartido protagonismo en El ángel y el pistolero (Angel and the badman, 1947), de James Edward Grant, y La venganza del bergantín (Wake of the red witch, 1948), de Edward Ludwig, ya que llevaba cinco años sin trabajar en el cine por su pánico a la escena y el alcoholismo en el que había buscado refugio. Burt Kennedy escribió el excelente guión, en colaboración con Henry Vass. Kennedy escribiría otros tres más de los westerns de Boetticher-Scott, tan esplendidos como éste, Ride lonesome (1959), Comanche station (1960) y Los cautivos (The Tall T, 1957), todos un prodigio de condensación, inventiva y capacidad sintética de perfilar personajes y trama, con un complejo y sutil substrato simbólico.
Hay otra competitividad que surgirá en el trayecto, la atracción que ambos sentirán por Annie. Sutilmente, se va describiendo, cómo se gesta la atracción entre Stride y Annie, a través de miradas y gestos, desde el primer momento que se ven (Stride interrumpe levemente su paso cuando John la presenta como su esposa). Por añadidura, ese presente, esa relación, está emborronado con el pasado. Porque en la venganza que busca Stride está contenido un sentimiento de culpa: Stride perdió su puesto de sheriff seis meses atrás, y aun costándole encontrar trabajo rechazó el puesto de ayudante que le ofrecían por una cuestión de orgullo (como si se rebajara), lo que propició que su mujer aceptara ese trabajo en las oficinas de la Compañía: De algún modo, siente que su obcecado orgullo propició la muerte de su esposa. Es un pasado en el que está empantanado. No deja de ser significativo que encuentre a Annie y John cuando su carromato está atrapado en un lodazal. Es un falso movimiento el de Stride, porque su guía es la mera venganza, como si no hubiera escapado de ese pasado por el que se siente culpable. Por eso, impide toda materialización de lo que siente por Annie (en su primera despedida, él hace un gesto hacia el caballo pero ella interpreta que es para besarla, por lo que responde con ese impulso, pero él sólo iba a coger la brida). Y, por otra parte, como si portara su culpa, significativo también es que en el carromato se traslada oculto el dinero del robo (que John aceptó transportar sin saber qué era, por su necesidad de ganar dinero para su viaje hacia California).
La competitividad de Master a la que me refería, con respecto a Annie, destaca especialmente una magnífica secuencia, aquella en el interior del carromato, en una noche lluviosa, en la que Master, ante los otros tres, cuenta una historia del pasado sobre una esposa que se fue con otro hombre que conoció. Una secuencia orquestada a través de las miradas de las cuatro, enrareciéndose de progresiva tensión. Con respecto a la búsqueda de esos siete hombres hay otro detalle de lo más sugerente: Stride no sabe cómo reconocerles. A retener el comentario de Master, detenido dos veces por Stride en el pasado: Sólo reconoces un rostro cuando es el que ha cerrado la puerta de la celda. Los diversos enfrentamientos finales tendrán lugar en un singular escenario rocoso, que asemeja a la arena de un circo romano o coso taurino (es conocida la afición taurina de Boetticher), en el que entre rocas, lidiarán la codicia, el afán de justicia y la redención de una culpa. En el último duelo, Stride se apoya en su fusil, ya que cojea por una herida en su pierna, como si ya la cojera interior, tras morir los siete hombres que buscara, se manifestara ya externa. Si Stride, en el plano inicial, irrumpe desde el fuera de campo, y la ejecución de los dos hombres, el intercambio de disparos, se realiza en fuera de campo, ya que la cámara encuadra a los caballos, asustados, por los disparos, Boetticher, en el enfrentamiento final también recurre al fuera de campo de modo ingenioso. Master y Stride se enfrentan. No se ve a Stride desenfundar. La cámara encuadra a Master que mira perplejo a Stride y a sus manos extendidas, porque no ha podido siquiera desenfundar. ‎

lunes, 20 de abril de 2020

La aventura

Una mujer desaparece en una pedregosa isla, cuando realiza una excursión en un yate con unos amigos. Esa desaparición, esa incógnita, se extiende sobre los demás personajes, sobre el espacio, como si dejara en evidencia que realmente los primeros también son desaparecidos en su vida, islas pedregosas que no logran conectar con las otras islas, y el espacio no es sino el signo de una interrogación que asienta el extrañamiento, una intemperie donde los personajes son figuras deambulantes como corchos sobre el agua. La principal virtud de La aventura (L’avventura, 1960), de Michelangelo Antonioni, es que se narra a través de los intersticios o fisuras del relato, como los gestos y miradas lo son de las palabras. Las interrogantes de éstas se diluyen en la suspensión. Anna (Lea Massari), antes de desaparecer, no dejaba de interpelar a Sandro (Gabriele Ferzetti) sobre sus sentimientos, como si las palabras pudieran establecer un certificado que conjurara la permanente inestabilidad de la incertidumbre. Claudia (Monica Vitti), su mejor amiga, también interpelará del mismo modo a Sandro, cuando ambos inicien su relación. ¿Pero ésta qué o cómo es, como qué o cómo era la precedente? ¿Una aventura como se suele denominar a lo transita sobre la superficie de las aguas del sentimiento, una relación en la que no hay real implicación? Pero, más allá de lo que los personajes interpelan, ¿saben unos y otros lo que realmente sienten y quieren y, aún más, cómo amar, o son meras islas que se quedan ancladas en el signo de la interrogación?
El tiempo también se hace espacio para crear otra fisura, la de que es una intemperie, una incapacidad de habitarse, o de habitar esa escurridiza figura abstracta que es el sentimiento, que define a la criatura humana desde tiempos pretéritos, angostada en sus interrogaciones, como revela esa ánfora, de una ciudad sumergida, que descubren en la isla donde ha desaparecido Anna (y la cual se quiebra cuando se cae de la mano de uno de los amigos), o esas iglesias y edificios de siglos atrás que recorren Claudia y Sandro en una búsqueda que no es búsqueda, porque aunque busquen a Anna no desean encontrarla, e incluso realmente no saben lo que buscan, sobre todo Sandro, que se desplaza pero parece movido por impulsos que son resortes, como las mujeres pueden tener distintos rostros, pero ser la misma, otros espacios en los que transita sin saber por qué y cómo los transita. Es un espacio vacío o indefinido. Claudia mira hacia aguas turbulentas, o hacia la distancia del mar o de los campos, desde ventanas, pero cuando posa su mano sobre la cabeza del hombre que ama, o cree amar, no difiere en cuanto a turbulencia o vacío lo que la mente de esa hombre contiene.
En el paisaje que les rodea, los espejos de los otros son figuras movedizas que les reflejan en su arbitrariedad o inconsistencia, atrapados en los teatros del cortejo o en los desiertos de las relaciones que ya son reproches, como, respectivamente, la pareja en el tren o la del farmacéutico y su esposa. Claudia y Sandro juegan con las cuerdas de unas campanas en lo alto de una iglesia, y desde otra les responden. Pero preguntas y respuestas en este espacio de sentimientos y figuras deambulantes parecen extraviadas en un dialogo definido por la ausencia y la desaparición, por lo equívoco de los signos, por la incógnita de lo que puede ser o no, como Anna cuando grita que hay un tiburón en las aguas, pero no lo hay, sino que es una mera acción para llamar la atención de Sandro, aquella otra isla a la que no logra acceder porque no logra entenderle o enfocarle con precisión (¿qué siente realmente, o su inagotable inseguridad?).
Los personajes parecen cautivos de su deseo, ciego y voraz, como queda manifiesto en las turbamultas de hombres agitados por la presencia de la actriz en uno de los pueblos, o acechantes, como sedientos depredadores lujuriosos, los que contemplan a Claudia como un ser deseable fuera de lo ordinario ( alguno comenta que debe ser extranjera). Dos circunstancias, por su desmesura, que inoculan de extrañación, la primera, y ya enrarecimiento, la segunda, como si fueran la transposición abstracta del deseo masculino, o de la duda e inseguridad de las protagonistas femeninas, primero Anna y luego Claudia, con respecto a un deseo masculino que sienten avasallador, o abrumador, pero que no logran perfilar con el atributo de la entrega emocional que anhelan, como si sólo lo sintieran como un deseo indiscriminado hacia cualquier otra mujer, otra isla, no exclusivamente ellas como depositarias de un amor entregado y reverencial (que se busca ratificar, de modo recurrente, cual ritual, con la demanda de las palabras que declaren ese amor único hacia ellas). Más allá de esa agitación informe del deseo, el otro es un extraño, e, incluso, quizás lo es uno mismo (o una misma). Islas pedregosas en las que el otro nunca 'aparece', nunca se le logra vislumbrar, porque quizás tampoco se le sabe ver.