Translate

sábado, 31 de octubre de 2020

Mi análisis de Harry el sucio en Solaris. Textos de cine.

 En Solaris. Textos de cine se publica mi reflexión sobre Harry el sucio (1971), de Don Siegel, y la condición icónica de Clint Eastwood, como parte de un número centrado en lo que se considera como cine que, por una razón (controversia) u otra, hoy no se podría rodar (o levantaría más ampollas de las que levantó en su momento). Harry el sucio ya fue controvertida cuando se estrenó, y determinó una imagen de la que Eastwood no logró desprenderse cual sombra adherida o superpuesta (y sobre la que él mismo ha reflexionado en varias de sus obras). Sin duda, también somos la imagen que los otros se hacen de nosotros.

viernes, 30 de octubre de 2020

La flor (Periférica & Errata naturae), de Mary Karr

El effie’s es otro elemento, no menos extraño que las profundidades oceánicas, y con unas leyes iguales de incomprensibles. (…) En casa, en la soledad de tu cuarto, garabatearás varios cuadernos con un sinsentido jeroglífico, con la esperanza de hallar esa verdad precisa e inefable. El Effie’s es un sórdido y siniestro local que protagoniza uno de los diversos pasajes con los que Mary Karr enfoca, como un trayecto y unas coordenadas, su propia adolescencia, en La flor (Periférica & Errata naturae). Pero, a la vez que señalada como una experiencia que representa un umbral en su propia proceso de definición, como quien comienza a entreverse en la línea de puntos que devuelve una aun escurridiza pero ya no tan imprecisa imagen en el espejo, puede condensar su relación con la realidad y consigo misma durante ese periodo, entre los 12 y los 17 en los que comenzaba a perfilarse (florecer) esa mujer que no dejará de moldearse ni afinarse. De hecho, Mary Kerr contrasta la evocación con anticipaciones de lo que será de muchos de los que compartieron aquel periodo de tiempo, e incluso de sí misma, como si el desajuste siempre se mantuviera en su relación con la realidad, pero de un modo cada vez más fructífera, como si por lo menos hubiera cimentado una mirada propia que se afirma en una singularidad que sabe que es el núcleo, aún movedizo como las mareas, que a veces pueden ser marejadas, en es ese complejo yo que está constituido de tan diversos y múltiples materiales que puede resultar complicado discernir lo natural de lo impuesto, lo propio de lo adherido (el desajuste, en ese sentido, es interrogante en constante proceso). En Los Angeles las drogas operan su magia transformadora hasta que la ciudad se alza como epicentro geográfico del dolor, una ciudad que se te revela  tan saqueada y arruinada como Troya. Cuando ya tengas bien cumplidos los cuarenta, cada vez que debas volar hasta allí por trabajo y observes el asfalto del aeropuerto desplegándose a partir del óvalo reluciente de tu ventanilla, te sentirás en el lado equivocado de una pista psíquica.

De hecho, la narración se inicia con una despedida, con un viaje, la marcha de ese pueblo de Texas, Leechfield, hacia Los Ángeles, o la amplitud y posibilidad de otros lugares, otras formas de poder ser y relacionarse. Leechfield, ese lugar donde nada ocurre, donde la vida parece que se estira sobre la repetición como un bucle que asemeja a un abismo. Ese lugar de rutinas, tan familiar que parece una tela de araña que te envuelve como una adherencia pegadiza. La casa me sumía en una especie de nebuloso tiempo abisal. El aire acondicionado zumbaba. La nevera arrancaba y se apagaba. Vivía en un estado de espera permanente, aunque no sé qué esperaba. No parecía que nada en absoluto se avecinara desde parte alguna. En el principio, la falta de acontecimiento. En el principio, el desajuste, ese vislumbre de que tus padres, o alguno de ellos, y tú no tenéis nada que ver: Lo cierto es que, por el motivo que sea, os habéis convertido en extraños el uno para el otro. Él desembarcó en Normandia, conduce  una camioneta, alterna  en el bar de la Legión americana o en el de los veteranos con otros trabajadores en ropa de faena. Tú abarcas la resbaladiza superficie del surf y la psicodelia. El ambiente entre vosotros se ha enturbiado. Eres un simple espantapájaros en su lente telescópica, y él otro en la tuya. Un tú, que es parte de un nosotros, que parece un ser de otra dimensión. También Mary Karr alude a quien era con esa edad con un tú, porque era otra, en proceso de formación. Era ella misma y era otra. Como a veces se superpone el yo que se es ahora cuando se evoca quien se fue.  Cualquier fábula que haya podido narrar sobre quién era yo entonces se diluye cuando leo letras sueltas escritas sobre mí. Tendemos a revestir de sabiduría adulta el yo en blanco que la infancia ofrece en realidad. ¿Se refleja cómo nos sentíamos o nos evocamos a través del filtro que somos ahora?

Hay otro en un principio que se revela como un umbral que transfigura nuestra relación con la realidad y los otros. No damos los mismos pasos, la atmósfera parece otra, las esquinas y las líneas de la realidad se reconfiguran en otro tipo de simetría. Ese primer amor. Nuestros rasgos ni siquiera se han definido del todo cuando somos niños. De modo que en cierto sentido aún no existimos. Por lo tanto nos burlamos de nosotros mismos por amar con tanta facilidad, estrangulando de paso a nuestros primeros objetos de amor. (…) Antes de que tamaño hechizo nos embruje, solo existen los rostros de los padres, los de otros parientes. Los de la gente que nos viene dada;  que son nosotros, en cierta medida. Los primeros seres amados son otra cosa. Y, al inventarlos, nos inventamos a nosotros mismos. Una perplejidad que irá, lentamente, con el tiempo, tomando forma en pensamientos y palabras. Esa capacidad de ocultar con la impasibilidad todo el torrente de emociones que se siente (o quizás sea un mero espacio hueco). El semblante del amado o de la amada parece una superficie serena, como el rostro de una estatua, pero aun así nos puede sofocar como si sus ojos fueran los de la Gorgona, pero ¿es su mirada o la nuestra que colisiona con esa superficie que parece impertérrita, como si nada pudiera afectarla y todo tuviera bajo control?  ¿Era Chejov o Tolstoi el que se quejaba de las personalidades con hondura que uno puede fabricar tras <<el retal de un rostro>>? Y por supuesto, los contrastes entre lo imaginado y lo soñado y la experiencia real, cuando los cuerpos ocupan ya el primer plano, apartando a las fantasías que ocupaban el periodo de las anticipaciones y expectativas. Es verdad, esperabas que el acto físico crease una mágica complicidad emocional (Sin embargo, durante mucho tiempo, el sexo será un mero sustitutivo de la cercanía que ansías; casi un usurpador).

El tiempo se puede sentir, a medida que crecemos, que pasa muy rápidamente, pero los días pueden sentirse que avanzan muy lentamente, como si fuera una espesura gomosa, especialmente en la adolescencia, cuando el cuerpo se agita aún más convulsamente, como si la velocidad fuera la opuesta, y ese desajuste creara una sensación de cortocircuito. Sientes que nada ocurre, sientes que todos los días son los mismos, que no hay acontecimiento que distinga unos de otros, y que tú eres meramente una pieza más de un engranaje ya predeterminado. Un vago agotamiento ha corrido una cortina sobre todo lo que ves (…) tiene la sensación de que cada movimiento ha sido urdido de antemano y solo das tumbos como una pieza de ajedrez. (…) No existen largos episodios de esa temporada aciaga. No hay conspiraciones perdidas, ni dramas enrevesados. Solo breves fragmentos de memoria, escenas eliminadas, instantes capturados donde tu débil interpretación se vuelve plana. Hay un periodo en el que, simplemente, decides abotagarte en esa inacción, como si nada valiera la pena, como si la sublevación fuera tu negativa a ser lo que se supone que tienes que ser, como una protesta que aboga por salirse de un escenario que no satisface. No hay una trama ni un papel que resulte sugerente. Sientes que el engranaje chirría. Forjáis una amistad basada casi por completo en la indolencia, una pasión monástica por la inactividad. Es un periodo en el que te buscas, en el que intentas sintonizar entre lo que tú deseas y lo que un entorno demanda, en el que te ajustas a formas de comportarte y actuar que son parte del repertorio al que todos parecen plegarse. Pero tu desajuste duele, como si el esfuerzo por no desentonar con esa ficción establecida, por no ser alguien que se sale de la casilla del debe de modo ostentoso, y por ello, pueda ser purgado o anatemizado, te estuviera consumiendo. Básicamente, esperas fabricarte una actitud o una identidad nueva, un método para maniobrar por los pasillos que derive en palizas psicosociales menos rotundas que las recibidas en secundaria (…) Cada día, después de clase, exangüe tras la tensión de tan variadas y falsas actuaciones, te tiras en el suelo a saborear el bálsamo de las reposiciones de comedias de situación de los años cincuenta. Incluso, coqueteas con la idea del suicidio, como la imagen poética, sublimada, de tu desajuste vital, una idea que remarca tu distinción frente a un anodino entorno.

Y buscas otros incentivos que te hagan sentir algo, o te aturdan de un modo que no te hagan demasiado consciente, o sensible, a la falta de estímulo de tu entorno. Si existía un lugar en los setenta del que huir, ese era Leechfield, con su demoledora monotonía (…) aquel primer año de instituto sería el último de virginidad farmacológica. Por eso, ese pasaje, Effie’s, como si Alicia cruzara a través del espejo en un antro de figuras deformes, desquiciadas y deshilachadas (como lo que ya se ha roto o no ha logrado tejerse), como si se mostrara la real catadura de la ficción de imágenes promocionales tras la que se escondía la realidad hasta entonces, se torna en esa experiencia que adquiere la condición de umbral en su vida, como la heroína que se introduce en la cueva del dragón, que no es sino la sombra su propio desajuste, esa sombra que induce, como un canto de sirenas, a naufragar en el aturdimiento y la negación, una forma de borrarse en vez de perfilarse aunque el proceso duela. Es como si te envolviera una capa sustanciosa, una recompensa por haber escapado de la guarida del dragón. Con respecto a la validez de la idea, un yo inmutable siempre firme, llegas a la mitad a lo sumo. Pero la mitad  ya es un buen trecho, más de lo que muchos conseguirán en toda su vida. Tardarás décadas en dar vida a ese Tú Misma. Pero seguirás moldeándolo. Seguramente, lo que hace todo el mundo, hasta que el cuerpo aguante.

jueves, 29 de octubre de 2020

Veredicto final

                         

El comienzo de Veredicto final (The verdict, 1982), es toda una lección de cómo saber definir la circunstancia vital de un personaje, con rasgos sintéticos y elocuentes. Ya el primer plano nos muestra a Frank Galvin (Paul Newman) jugando al pinball, lo que nos transmite la soledad del personaje, y la inacción en la que se desenvuelve su vida, encasquillado en un bucle, como Sisifo con la roca. Le vemos asistir a funerales, dejando su tarjeta de abogado (lo que indica a qué debe rebajarse para encontrar clientes), hasta que en uno de ellos, el hijo del fallecido, indignado, le expulsa de malas maneras. Cuenta en el bar sus batallitas del pasado, pero su expresión tras concluir el relato, expresión de extravío, evidencia cómo es alguien que ya no tiene casi presente. Su vida es un plano general (como el de la secuencia) en la que solo se siente distancia (incluso de sí mismo).  Y bebe, bebe mucho, para ahogar o narcotizar tanto su soledad como su frustración, expresado en un contundente y largo plano fijo, sostenido en la gran interpretación de Paul Newman (ninguna tan brillante como esta, ya lejos su tendencia al histrionismo en los inicios de su carrera), casi conteniendo los temblores a la hora de llevarse el vaso a su boca, temblores que delatan que está en un tris de explotar. Y así es, llega a su despacho, y comienza a destrozarlo todo, rabioso y dolorido, como quien ha llegado a su límite de resistencia, hiriéndose incluso accidentalmente (en un plano en ligero contrapicado, que resalta su indefensión y el peso que siente y le supera). Y así le encuentra su amigo Mickey (Jack Warden), sentado en el suelo, como si ya se hubiera abandonado a sí mismo. Y le plantea un caso. Su rescate.

Un caso que le hará recuperar la dignidad y la autoestima, enfrentándose a los intereses públicos y privados, desde la institución eclesiástica hasta la judicial, en la que los caníbales bufetes de abogados o los autoritarios jueces cuales señores feudales constatan cómo su actuación poco tiene que ver con la aplicación de la Justicia, pasando por la médica, a través de las cuales, en ocasiones en comandita, se favorece los intereses de los privilegiados. Un paisaje de corrupción, de falta de escrúpulos y almas en venta, en el que Frank lidiará por recuperar un asomo de dignidad, encarnado en esa mujer ya irreversiblemente en coma por un probable error médico (por la irresponsabilidad de unos prestigiosos cirujanos); un coma en correspondencia con el de una sociedad cuyas instituciones representativas han perdido toda noción de integridad, como si ya fuera esta un lustroso cadáver; un coma en correspondencia con el vital al que parecía abocarse Frank.

La secuencia que refleja su toma de conciencia, que le hará rechazar el trato económico, de daños y perjuicios, con la Diócesis, para olvidar el asunto, es una de las más bellas que ha rodado Lumet: Frank va a hacer unas fotografías de la mujer en coma. A medida que las fotografías, hechas con una polaroid, van desvelándose, apareciendo ante nuestros ojos, lo mismo está ocurriendo con/en la mirada de Frank. Con prodigiosa sencillez, con un afinado uso de ese recurso expresivo tan poco trabajado hoy en día, que es la duración de los planos, nos vamos sumergiendo en lo que se está dirimiendo en la mente de Frank, a través de su mirada, y de lo que supone para él esas imágenes de las polaroids. ¿Cómo va a velar, olvidar, una injusticia? Frank resucitará de su particular coma vital cual ave fénix con su perseverante propósito de no dejarse amilanar por las artimañas que imposibilitan sus diversas opciones, el soborno de testigos para que desistan, la invalidación de pruebas por el mismo juez, la utilización de una espía para estar al tanto de la preparación de su defensa, como es el caso de Laura (Charlotte Rampling), de la que él se enamora, aunque suponga asumir, como conclusión, la decepción (aunque Laura también le corresponda, no logra encajar más que su traición el hecho de que se haya rebajado aún más que Frank en su intento de resucitar su carrera como abogada, ya que se había vendido para realizar una ignominiosa tarea) y su inevitable soledad, pero ya fortalecida. Es lo que puede conllevar, al fin y al cabo, la épica de la honestidad.

El trayecto para logar materializar el proyecto pasó por varios puertos, o diversidad de directores y guionistas implicados. David Brown y Richard D Zanuck compraron los derechos de la novela de Barry Read. Eligieron como director a Arthur Hiller, quien abandonó el proyecto porque no le convencía el guion de David Mamet. Zanuck y Brown contrataron a Jay Presson Allen para que escribiera otra versión del guion, y ofrecieron el papel protagonista a Robert Redford, a quien no convenció el guion de Allen, por lo que propuso como director y guionista James Bridges,  pero tampoco le satisfizo sus nuevas versiones del guion. Redford no parecía sentirse cómodo con el hecho de interpretar a un alcohólico. Contactó, sin informar a los productores, con Sidney Pollack, por lo que Zanuck y Brown decidieron prescindir de Redford. Contrataron, entonces, a Sidney Lumet, quien propuso de entrada a Paul Newman (fue el actor quien sugirió que su personaje usara colirio para hidratar sus ojos castigados por el exceso de consumo de alcohol). Lumet contrastó todas las versiones escritas y se decantó por la primera, por la de Mamet. Le gustó su enfoque descarnado. Lumet reconocíó cuánto admiraba la capacidad de David Mamet para convertir una, según él, mala novela en un magnifico guion. Si hubiera leído la novela primero hubiera pensado que era imposible convertirla en guion. El guion concluía sin que se supiera la resolución del juicio, cuál era el veredicto. Lumet planteó que si lo hubiera, aunque el hecho de que supusiera la victoria contra los poderosos (y la recuperación de Frank) no lima la aspereza de la conclusión, añadida por Lumet: Laura, en su dormitorio, con una botella de alcohol en su regazo, llama por teléfono a Frank, quien, mientras toma café, no responde (aunque dude, bien reflejado en un corte de plano intermedio, de plano medio distante a plano medio cercano). Una recurre, como él antes, a la boya del alcohol para contrarrestar su desesperación, mientras que él ya no necesita de esa muleta. La roca de Sisifo se puede superar.

Sidney Lumet realizó con Veredicto final una de sus más densas y poderosas obras, a la altura de La ofensa (1972), Llamada para el muerto (1966), Distrito 34: corrupción total (1990), Tarde de perros (1975), El príncipe de la ciudad (1981), La colina (1965), Daniel (1983), El prestamista (1964) o Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007). Los colores gélidos, pero a la vez tenuemente vívidos, como una respiración que quiere recuperar el aliento, de la excepcional dirección de fotografía de Andrezj Bartkowiak, hacen cuerpo del clima emocional del propio protagonista. Un ejemplo más de cómo Lumet sabía trabajar eso llamado puesta en escena, a través de la cuál extraer la emoción o la reflexión, sin caer en el énfasis: el uso de los travellings, en plano general, que recogen dos conversaciones, la del obispo Brophy (Edward Binns) con el abogado de la diócesis, y luego la de Galvin con el médico dispuesto a declarar. Ambas sucesiones de travellings recogen la bajada, por largas escaleras, y salida de ambas instituciones, la eclesiástica y la sanitaria, hasta que uno de ellos sube a un coche (en cada caso la cámara encuadra desde el lado opuesto); figuras empequeñecidas por la inclemente institución, y que además asocia a ambos representantes, dado que posteriormente los abogados untarán al médico para que no declare, y sí desaparezca del escenario. La primera intervención de Frank en el juicio está recogida por un movimiento de cámara que se aleja de él, mientras que la última se realiza mediante un movimiento a la inversa, de aproximación. Un círculo se cierra, que ya no será un bucle. Eso se llama sutilidad. 



 

martes, 27 de octubre de 2020

Domingo negro

                     

En cierta secuencia de Domingo negro (Black Sunday, 1977), de John Frankenheimer, Kavakov (esplendido Robert Shaw), agente israelita del Mossad, convaleciente en el hospital tras resultar herido por una explosión, comparte su cansancio vital, cómo ya se siente sin fuerza ni ánimos: en treinta años que lleva realizando su labor de ejecutor el mundo es el mismo, como las mismas guerras, los mismos amigos y enemigos y las mismas víctimas. Nada ha variado. Su esfuerzo ha sido fútil. ¿Para qué propósito proseguir si todo propósito resulta vano? La maquinaria del que apodan El último recurso, el que sobrepasa las reglas para solucionar un conflicto, se resiente de haber visto demasiadas veces cómo predomina, como una realidad que se encasquilla en un bucle, el reverso en su tarea, y que le ha afectado por otra parte demasiado de cerca, como la pérdida de su esposa y dos de sus tres hijos. Además, reconoce que ya le cuesta matar. Lo que en su trabajo supone cometer un error que pudiera ser fatal, como aquel en el que incurre en las primeras secuencias, cuando asaltan la casa en la que se encontraban los componentes del grupo operativo o terrorista palestino Domingo negro, y no acaba con la vida de Dahlia (Marthe Keller) cuando la sorprende, desnuda, desvalida, en la ducha. Y ahora Dahlia se encuentra en Estados Unidos con el propósito de preparar un atentado a gran escala. Es su objetivo, es su error que rectificar, y por añadidura, como le señala un agente egipcio, es su creación, su monstruo (ya que a Dahlia le nutre el resentimiento por la pérdida de sus seres queridos a manos del Mossad). Es además el primer momento en el que vemos los rasgos humanos de Kavakov, hasta entonces sólo un agente cumpliendo su función cual eficiente engranaje que parece imperturbable. Pocos minutos después de su confesión a corazón abierto, su compañero, Moshevsky (Steven Keats), será asesinado cuando intente evitar que Dahlia, vestida de enfermera, le asesine a él. No hay manera de eludir el bucle. A partir de entonces Kavakov volverá a ser el último recurso, una maquinaria que tiene bastante de espectro, no lejano del personaje que encarnaba Burt Lancaster en otra magnífica obra de Frankenheimer, El tren (1964).

 

Pero Dahlia no es el único monstruo creado (la respuesta a una opresión). El cómplice de Dahlia, Lander (Bruce Dern), es un exsoldado norteamericano, ampliamente condecorado en la guerra de Vietnam (lo que se podría calificar como héroe) que padeció seis años de reclusión en un campo de concentración vietnamita (y uno de ellos en una estrecha caja de bambú de dos metros de largo y de ancho). Un hombre resentido porque al regresar al (supuesto) hogar se encontró con que era alguien ignorado por las instituciones, marginado, un recuerdo incómodo, a lo que se añadió el abandono de su esposa. Ahora es piloto de un dirigible que sobrevuela un estadio para grabar imágenes de los partidos. Una pieza periférica del engranaje de la sociedad que le ha ignorado. Su propósito es lanzar más de 200000 dardos sobre los que representan el consejo de guerra de la indiferencia hacia su sufrimiento. Una de las secuencias más memorables de Domingo negro es aquella en la que realiza una prueba de la máquina de los dardos en un retirado almacén en el desierto. Ante la pared de metal horadada por los 200000 dardos  (como horadado también quedó el guardián del almacén) exclama extasiado que asemeja a un firmamento. Además, su personaje es la figura que horada cualquier noción de ejemplaridad en cualquier facción representada en la película, sea palestina, israelí, estadounidense, y hasta egipcia, y abunda en la condición fronteriza, casi nihilista de la obra que señala de frente un horror del que todos son responsables (y víctimas).


Domingo negro es, además, un ejemplo modélico del admirable talento de Frankenheimer para, con milimétrica precisión, y un dinamismo exultante, orquestar tensas y crispadas secuencias de acción, horadadas por detalles descarnados (como él mismo volvió a demostrar con la persecución inicial de Tiro mortal, 1989, en la que el protagonista acaba vomitando sobre el delincuente persigue cuando le atrapa, o especialmente con Ronin, 1998). En su cine, la violencia duele, hace sangrar; los transeuntes que mueren en el fuego cruzado se sienten como cuerpos que pierden la vida. Aparte de las citadas secuencias del asalto inicial o la del hospital (con la excelente elipsis de la muerte de Moshevsky: entra en el ascensor con Dahlia; cuando se abren las puertas en el otro piso, ella sale y él yace en el suelo, muerto), brillan sobremanera la percutante persecución por las calles de Florida de Fasil, dirigente de Domingo negro o la tenebrosa secuencia en la que Kavakov interroga al comerciante que ha traído los explosivos en un barco poniendo el cañón de la pistola en su boca. Y, particularmente, la soberana lección de tensión narrativa (en progresión y constante vilo) que son los 45 minutos finales que transcurren en el estadio (y sus aledaños), alternando la acción del partido (y las reacciones en las gradas), con las maniobras de Lander y Dahlia para hacerse con el dominio del dirigible, (superar primero la contrariedad de que Lander no fuera el piloto asignado, y desembarazarse después de los estorbos), y los intentos de Kavakov para impedir que culmine con éxito su propósito (el momento culminante: el nuevo cruce de miradas de Kavakov y Dahlia, y la distinta reacción del primero). Apoyado en la excepcional banda sonora de John Williams, Frankenheimer imprime una sensación de desesperada urgencia que no decae un instante. La última imagen muestra a Kavakov suspendido en el aire, como probablemente su vida seguirá suspendida entre su condición de eficiente último recurso y su creciente cansancio vital. Se suele incluir Domingo negro entre las películas de catástrofes que predominaron en esa década (catástrofe que se cierne sobre los presentes en el estadio), pero no era corriente en ese tipo de obra su complejo y matizado retrato de personajes (bien desarrollados e interrelacionados los tres protagonistas) ni su cortante y concisa narrativa (como lo es el pasaje mismo en el que el dirigible provoca el pánico entre los asistentes al partido). De ambas cualidades quizás tomó buena nota Steven Spielberg para la también excelente, y sombría, Munich (2003)

 

 



lunes, 26 de octubre de 2020

Mengele Zoo (Capitán Swing y Nórdica libros), de Gert Nygardshaug

                         

Los libros de Historia le habían contado sobre el sufrimiento humano  y la brutalidad del ser humano, sobre el deseo por el poder y sus obscenidades, sobre la necesidad y la miseria, pero aún no había encontrado el verdadero libro de historia, aquel que contara sobre la brutal destrucción de la naturaleza, sobre la soberbia del hombre ante las plantas y los animales, el libro de historia que pusiera al ser humano en el lugar que le corresponde: la mayor alimaña del planeta. Sustancialmente, esa es la razón del título elegido para esta primera obra de una trilogía, Mengele Zoo (Capitán Swing y Nórdica libros), del escritor noruego Gert Nygårdshaug (1946). Somos la mayor alimaña del planeta. Hemos configurado un mundo a imagen y semejanza del doctor Josef Mengele, quien durante la segunda guerra mundial realizaba crueles y aberrantes experimentos con animales y humanos. Mengele Zoo es un visceral cuestionamiento de nuestra inconsecuencia e inconsciencia. Fue publicada hace treinta años, y su publicación ahora en castellano no hace sino dejar en evidencia que hemos alentado el crecimiento de nuestro tumor, como un virus que se expande inclemente y voraz. Las sociedades con sus ciudades, coches, asfalto y petróleo son un cuerpo sin cabeza, un amenazante tumor canceroso que crece sin control. Este es el relato de la gestación de una conciencia combativa. Mino, su protagonista, cuando es un niño en una apartada aldea de una selva tropical, se fascina con las mariposas, con su deslumbrante y sorprendente belleza, a la que vez que se sobrecoge con la crueldad que despliegan los soldados que imponen su cruel capricho, y los gringos que arrasan la selva para la extracción de petróleo o caucho. Había otros muchos países con armeros, soldateros, carabinero y gringos voraces que trabajaban para una u otra compañía. Asediaban a la gente pobre, mataban animales inocentes y destruían los grandes bosques. Y así seguirían y seguirían hasta que en el mundo solo hubiera gringos y coches. Entonces todo el planeta apestaría.

Este es el relato de una odisea. Mino cruza fronteras, océanos, conoce poblados diversos y ciudades, viaja durante un tiempo con un mago que, gracias a una sustancia con la que se embadurna el cuerpo, se presenta como un cuerpo en llamas, es recluido en prisión,  y torturado, por haber matado al oficial armero que ejercía la crueldad con sus vecinos, estudia los rostros de la diversidad de personas con las que se cruza,  y constata que predomina en sus semblantes la indiferencia, y sino el odio y brutalidad, el miedo, la angustia y la tristeza, y en algún puntual caso la alegría. Ya había llegado a una conclusión: la mayoría de los habitantes de esta ciudad, eran superfluos, no hacían nada especialmente provechoso. Eran armeros sin uniforme ni pistolas. Es algo que también constata cuando viaja a Estados Unidos porque quiere ver en primer plano cómo es la gente común y corriente que permite que el sistema sea lo que sea. Más allá de las decisiones que toman empresarios y gobernantes, o el Banco Mundial, el ciudadano medio es cómplice de un sistema que arrasa con su entorno y otras especies en un constante ejercicio de exterminio y desertización. Mientras seguimos mirando al ombligo de nuestra particular parcela de vida, se sigue extrayendo el aliento del entorno que habitamos, no como si fuera un conjunto del que formáramos parte, sino como si fuera nuestro suministro de recursos. No solo el actual sistema debía ser derribado y aniquilado para siempre, la imagen del ser humano también debía ser destruida. Mino conformará, como un cuerpo en llamas de indignación, el Grupo Mariposa, un pequeño grupo de activistas (que otros llaman terroristas) que se dedicarán a atentar y matar a los que con sus decisiones destruyen entornos naturales, indiferentes a las vidas que afectan, y destruyen, sean humanas o de otras especies, como si fuera una máquina que borra sin preocuparse del hecho de que nada crecerá a su paso. Exigen la condonación de las deudas de los países que deben plegarse a la explotación de su entorno natural por parte de empresas extranjeras para meramente sobrevivir como sociedad (esa prisión de horizonte en la que nos encarcelan para seguir permitiendo las acciones destructoras y explotadoras), la liberación de los entornos naturales y las compensaciones económicas para los afectados por esa virulenta actividad depredadora económica. Había entendido que difícilmente surgirían nuevas guerras de grandes dimensiones en el mundo, ahora era el turno de otra guerra, la del terror sistemático contra quienes tenían el poder de destruir, causar peste y oprimir. Aquellos que nunca habían entendido los importantes desplazamientos de las hormigas, la comunicación entre las hojas, los magistrales sentidos de los animales y la necesidad de reproducción del todo.

Mino durante su infancia conoce de primera mano la crueldad del ser humano en cualquier escala, qué fácilmente infligimos daños sin remordimientos ni arrepentimientos, o qué fácilmente aceptamos con indiferencia las aberraciones que se infligen a otros,  o a la naturaleza, porque nos basta con que nuestra particular parcela de vida aparente estabilidad (e inmunidad). Seguimos teniendo hijos porque se desea satisfacer la propia ilusión, pero no se dispone de visión de conjunto sobre la creciente superpoblación y el hecho de que eso suponga un incremento de explotación y destrucción de reservas naturales. No hay visión de conjunto, solo del propio ombligo (de la propia apetencia). ¿Cuántos millones podía alimentar el planeta sin que esto afectara al equilibrio ecológico a largo plazo? Del mismo modo, hoy en día, con la irrupción del Covid-19 en nuestra vida, están los desean que todo vuelva a ser como antes, que acabe pronto esta molesta interrupción de la cinta corredera (con el soma del suministro incesante y la satisfacción de nuestros caprichos y el enganche a la extensiones tecnológicas de las que somos ya extensiones) y el sistema siga con su engranaje, y están los que consideramos que el virus es la reacción de un naturaleza que se revuelve para no ser aniquilada del todo. Es un equivalente de este Grupo Mariposa que protagoniza esta excelente novela. Nos intenta concienciar, despertar, con contundencia, pero nos puede la comodidad de guiarnos por el capricho y la apetencia. Es más cómodo no pensar en las consecuencias de nuestros actos, no sentirnos responsables ni esbirros de ningún sistema. La alimaña solo se preocupa de sí misma.

domingo, 25 de octubre de 2020

Mishima

                         

"Pronto descubrí que la vida consta de dos elementos contradictorios: uno eran las palabras, que pueden cambiar el mundo. El otro era el propio mundo, que no tiene nada que ver con las palabras." De acuerdo a esas palabras, a esa visión, de Yukio Mishima, Paul Schrader estructura su admirable Mishima (Mishima: a life in four chapters, 1985) a través de diferenciadas visualizaciones del presente (reflejo del difícil equilibrio entre la serenidad y la convulsión), del recuerdo y de la imaginación. El presente, con tenues colores ( como si se anunciara que la vida se va a apagar); la planificación, la sucesión de encuadres de espacios del hogar de Mishima (Ken Ogata) la mañana del 25 de noviembre de 1970, el último despertar de su vida, evoca la armonía serena, la completitud que emana del cine de Ozu (espacios, objetos, cuerpos, pétalos de un mismo racimo de vida); en cambio, un encuadre agitado, convulso, es el que refleja la pérdida de centro en el trance final, cuando, junto a cuatro acólitos de su ejército personal, toma como rehén a un general, y suelta una soflama ante las tropas, con la que cuestiona el materialismo que domina a la sociedad japonesa, en detrimento de sus tradiciones, y les incita a que se levanten para proclamar de nuevo la soberanía del emperador, recibiendo como respuesta la burla y el desprecio. El mundo no tiene que ver con sus palabras, no responde, el encuadre desespera, se desequilibra, no hay armonía, sino escisión. Su muerte, el seppuku, también se tiznará de temblores que enturbian la glorificación, o la condición sublime con la que quiere dotar al Gesto que es culmen (los temblores de la indecisión de quien debe rematarle y matarse a sí mismo; el retrozoom que disloca las perspectivas, con los músculos de su cuello tensándose en el momento de abrirse el vientre, como si lo orgánico borrara a la idea o dejara en evidencia que no es como la poetización del gesto en la obra literaria, en la conclusión de Caballos desbocados, que luego se visualiza con un bello crepúsculo de colores dorados: la muerte no es poética sino convulsión).


El recuerdo, el espacio de las evocaciones de su propio pasado, se representan en blanco y negro, un mundo sin color que no pareció corresponder a los anhelos de Mishima, aunque a la vez tampoco él mismo respondiera a lo que anhelaba ser, preso también de indecisiones y contradicciones (anhelaba servir en la guerra, y morir como un héroe pero opta por exagerar los síntomas de su enfermedad para parecer tuberculoso, y no ser dado como válido). El espacio de la imaginación, en cambio, desborda de color, como si desplegara una arrolladora exuberancia (excepcional dirección de fotografía de John Bailey, una de las más inspiradas y elaboradas de las últimas décadas). Tres son las obras que acompañan cada uno de los tres primeros capítulos, cada evocación de un tiempo de su vida. En el primero, Belleza, El templo del pabellón dorado, priman los colores verde y dorado. En el segundo, Arte, La casa de Kyoko, el rosa y el gris, y en el tercero, Acción, Caballos desbocados, predominan el negro y el naranja.

Los (fascinantes, prodigiosos) decorados, obra de Eiko Ishioka, en ocasiones rodeados de una honda negrura, evidencian su condición artificial. Logran dar cuerpo espacial a lo sublime, y son comentarios o reflejo de un estado o una circunstancia emocional (o idea). Los objetos distorsionados, oblicuos, como salpicaduras en la negrura dominante, del espacio que representa la habitación del prostíbulo donde pierde la virginidad, en El templo del pabellón dorado; reflejan su desajuste emocional (su tartamudeo vital que se siente incapaz de estar a la altura de la belleza a la que aspira). Su realidad es asimétrica. A veces los espacios se modifican, para ser rasgados, como un escenario que se desea eliminar y reemplazar, como en Caballos desbocados, en la habitación del gobernante se transparenta la pared, el fondo, con otro escenario que irrumpe, como el protagonista, fanático nacionalista, que rasga con su cuchillo la tela del decorado que ya no es pared, para irrumpir en la habitación y matar al gobernante que quiere derrocar (reemplazar con el escenario de realidad que desearía fuera predominante). A veces, se retiran, para ser sustituidos por otros, como si se hubiera producido un desmoronamiento vital, como cuando el protagonista de La casa de Kyoko es golpeado en el bar, tras intentar defender, infructuosamente, a la dueña (también amante), después de que haya alardeado ante ella de los músculos que ha cultivado en el gimnasio. La tarea del héroe culmina en lo patético, en el fracaso.

Al protagonista de El templo del pabellón dorado, la belleza le superaba, inalcanzable para su tartamudez vital, como si nunca pudiera lograra ser parte de ella, disfrutarla, encogido espectador cuyo gesto se paraliza ante la contemplación de lo admirado, divinizado/idealizado; ese imponente retrozoom que distorsiona, confunde, perspectivas, cuando intenta tocar el pecho de la chica., en primer plano, con el pabellón al fondo(que se puede equiparar con el retrozoom sobre su rostro cuando Mishima se suicida); por eso el templo/la representación de lo ideal, debe ser arrasado, incendiado, para no sentir las propias carencias y limitaciones; como él mismo, Mishima (con la recreación del martirologio de San Sebastián), buscaba el castigo, infligirse daño, por no ser como quisiera ser, por no rimar en belleza con lo que anhelaba (el ideal); la sublimación en el dolor. Mishima se confronta con otra derrota anunciada: el cuerpo se degrada lentamente, el vigor del mismo, por mucho que se cuide, degenera, como  por mucho que el arte despliegue su cuerpo expresivo, como una pluma de resplandeciente trazo y aguda frase, la realidad siempre tumbará su ímpetu con su grisura, con su violencia, con su degradación, física, moral.

El último capítulo se titula La armonía de la pluma y la espada. Si el mundo no respondía, si las palabras no lograban transformar el mundo, ni hacer del ideal cuerpo, como este sería derrotado por el tiempo, se hacía necesario unir ambos, hacer de la acción obra de arte, la culminación de una actitud de vida, plegar el mundo a una voluntad. Aunque, como última derrota, se encontrará con el escarnio como respuesta, y su gesto quedará deslucido por lo grotesco, por el sudor del miedo que descascarilla las glorias, por la suciedad de lo real que interfiere en lo sublime.

Paul Schrader quería haber utilizado como referente el libro Colores prohibidos, pero su viuda se negó porque se centra en el matrimonio de un homosexual con una mujer, por lo que Schrader optó por utilizar una de las cuatro partes que conforman La casa de Kyoko. La película aún no se ha estrenado en Japón por la incomodidad que suscita la figura de Mishima, sus ideas políticas, y por la película en sí misma (cuando se proyectó en un festival estalló una bomba que hizo desistir de la idea de estrenarla: solo se ha emitido en televisión, aunque sin la escena del bar gay; tampoco se ha editado en ningún formato, por lo que se debe recurrir a importar ediciones de otro país). Entre sus obras, Mishima es aquella de la que Schrader se sentía más orgulloso, la que consideraba su principal logro, donde había conseguido afinar su pluma. Quizás sí, aunque en filmografía abunde logros equiparables como Blue collar (1977), Hardcore (1979), American gigolo (1980),  Patty Hearts (1988) y, en especial,  El placer de los extraños (1990), Posibilidad de escape (1992), Aflicción (1997) y El reverendo (2017).

sábado, 24 de octubre de 2020

Bésame, tonto

                          
En principio, Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964), iba a suponer la cuarta colaboración de Billy Wilder y Jack Lemmon, pero compromisos del actor lo impidieron. Wilder recurrió a Peter Sellers, quien después de seis semanas de rodaje sufrió trece infartos nada menos. La ciudad de los prodigios. Recién casado con la actriz sueca Britt Ekland diez días después de conocerla, pocas semanas después se tomó unos cuantos estimulantes sexuales para conseguir el orgasmo definitivo. Lo que no consiguió fue el infarto definitivo. En tres horas tuvo ocho, y en los siguientes días cinco más, pero ninguno fue fatal. Si Wilder quería proseguir el rodaje con Sellersdebía esperar seis meses, a lo que no estaba dispuesto, por lo que recurrió a Ray Walston, que había interpretado a a unos de los ejecutivos que usaban el apartamento de C.C Baxter (Jack Lemmon), en El apartamento (The apartment, 1960). Pero a diferencia de esta Bésame tonto, no fue bien recibida ni por público ni por crítica, calificada como demasiado vulgar. Aunque más bien diría descarnada. Carece del amortiguador filtro (de la carga de profundidad implícita) que sabía aportar de entrada la inocua apariencia de Jack Lemmon en las previas El apartamento e Irma la Dulce (Irma la douce, 1963), con las cuáles comparte remarcables vínculos como la prostitución, sea por la utilización instrumental de la mujer o por el uso de cualquier medio para conseguir el ascenso laboral o el éxito, la posesividad (los celos) y la enajenación del personaje masculino. Orville (Ray Walston) es un cruce entre el arribista CC Baxter y el celoso Nestor, ambos encarnados por Jack Lemmon en, respectivamente, El apartamento e Irma, la dulce. La ofuscada enajenación de Orville, por sus obsesivos celos, marca como fuego la narración. Es la radiante presencia de Felicia Farr, como su esposa Zelda (curiosamente la actriz era la esposa realmente de Jack Lemmon), en la que no pareciera que hubiera doblez alguna, la que hace más dolorosamente manifiesta la enajenación de su marido, pero a la vez no deja de evidenciar, como reflejo, lo que él había sido (aquel hombre sensible que compuso una canción para ella) o lo que podría ser si no le cegara su codicia y su inseguridad (que se transmutaba en celos).

Bésame, tonto es una nueva adaptación de la obra teatral L’a ora della fantasia, de Anna Bonazzi, que ya había sido llevada a la pantalla por Mario Camerini en 1952, Mujer por una noche (Moglie per una notte), cuya acción dramática acontece, como en la obra adaptada, en el siglo XIX. El cantante, Dean Martin, era un conde, D’Origo (Gino Cervi, la prostituta de un bar de carretera (Kim Novak) una cortesana, Geraldine (Nadie Gray). El músico, Enrico (Armando Francioli) también anhelaba el éxito, y el conde aprovecha que el conde se ha quedado prendado de la cortesana pero no sabe quién es, por lo que se le ocurre que Enrico la haga por su esposa, y así no tenga que usar como mercancía de intercambio a su real esposa, Ottavia (Gina Lollobrigida). En Bésame tonto, el cantante no se ha quedado prendado de la prostituta previamente. Simplemente, no los presentan como un cínico depredador que carece de cualquier escrúpulo, para quien la mujer solo se distingue por sus atributos físicos (es deseable o no). Dino ha seducido a casi todas las starlettes de su espectáculo en Las Vegas, a las que deja sin decir palabra (no se acuerda ni de sus nombres; como para los ejecutivos de 'El apartamento' sólo cubrían el turno de despersonalizada amante).

Orville tiene espacio propio y esposa (mujer propia). Pero aspira al reconocimiento y prestigio artístico. Imparte clases particulares de piano, pero compone música para canciones (que podrían cantar figuras como Eddie Fisher, Frank Sinatra o Barbra Streisand), con la colaboración del gasolinero, Barney (Cliff Osmond), como letrista. Vive en un anónimo pueblo de provincias (llamado irónicamente Climax) pero aspira a la ciudad de los prodigios, representada en la artificiosa Las Vegas. No hay climax en su vida (a no ser que se considera orgásmico su estado permanente de celos). Su carácter egocéntrico y vanidoso se refleja en las efigies de grandes músicos clásicos que decoran sus jerseys, en particular Beethoven, por socarrón contraste, ya que el músico, o su obra, es epítome de la tempestuosidad emocional. Orville vive una ficción sin saberlo, la del pelele dominado por las tempestuosas emociones de los celos y la codicia del éxito. Necesita sentirse el principal y exclusivo protagonista de la función (del escenario) del mundo y del matrimonio. Orville es un redomado y asfixiante celoso, pero se olvida de que es su aniversario de bodas (a diferencia de ella). Le preocupan y obsesionan más sus obcecadas y obtusas sospechas de una posible infidelidad de Zelda que de desplegar las correspondientes muestras de afecto a esta (demanda pero no se entrega). Zelda es la chica más bonita del pueblo: ha conseguido a la más codiciada, pero ahora le corroe el inseguro celo de la posesión. El apelativo cariñoso que utiliza Orville con Zelda es el de Costillita. La considera su costillita. El azar les posibilita una oportunidad a Orville y Barney. El famoso cantante Dino (Dean Martin) quien, precisamente, viene de Las Vegas, tiene que realizar un desvío de la vía principal (como la protagonista de Psicosis, 1960, de Alfred Hitchcock), por problemas de embotellamiento (es alguien ya acostumbrado a conseguir lo que quiere, y cuando lo quiere, o sea, rápido), por lo que recurre a un polvoriento camino secundario y recala en Climax para repostar (es un pueblo fuera de la circulación; en la periferia, como Orville es alguien periférico que necesita sentirse el centro).

Barney y Orville necesitan que escuche sus canciones (como posible imprevisto pasaje al éxito), por lo que deberán tramar algunas escenificaciones para que permanezca en el pueblo el tiempo suficiente. El primer paso es neutralizar la posibilidad de su marcha (lo que consigue Barney saboteando el motor de su coche). Le procuran alojamiento por una noche en el hogar de Orville (y así de paso este tocar al piano alguna de sus composiciones).  Pero necesitan el incentivo o anzuelo del sexo femenino (para él el sexo es como el aire; es lo primero por lo que pregunta a Barney y Orville: dónde puede mojar). Orville se debatirá entre su codicia y su temperamento celoso. Y no sólo porque tema la descarada persecución de Dino a Zelda (paradoja: quien puede facilitar su acceso a la ciudad de los prodigios es la mayor amenaza que quepa imaginar en su hogar) sino porque ésta resulta que es una encendida admiradora del cantante (fue presidenta de un club de fans con 16 años). Inseguro como es él, su transferencia es la de pensar que la voluntad de ella se plegará fácilmente a quien admira. Lo que podría haber sido una prueba de la confianza y generosidad de su amor se convertirá en lección moral para su inmadurez. La retorcida maquinación de Barney, con el pusilánime beneplácito de Orville, es la de tentarle a Dino con su esposa (a la que aún no ha visto, sino sólo entrevisto: su torneada figura en la ducha, el maniquí: la mujer es una idea/ un cuerpo, sin rostro para Dino), sin que ésta sea la tentación de cuerpo presente. Como dice Barney, para triunfar hay que ser un caradura. Esto es, Orville, prostituirá a su esposa en un sentido simbólico, ya que la suplantará (tras provocar una pelea para que abandone esa noche el hogar) por una prostituta, Polly (Kim Novak) que representará el papel de su esposa.
  
La indignidad es doble ya que no sólo hará creer a Dino que le concede los favores de su esposa, y que le cede su hogar como espacio de placer exclusivo (es decir, magrearla delante de sus mismas y permisivas narices), sino que, como Nestor en Irma la dulce, es un hombre exacerbada y policialmente celoso de la mujer que ama (aunque su Yo te amo es más bien Yo soy tu amo), como ha quedado dicho, tendente a pensar lo peor. Desconfía del fuera de campo (ausencia de su esposa) y lo rellena con ficciones de infidelidades (con el lechero, el dentista e incluso con su alumno de 14 años), ya que es un espacio que no controla. Si CC Baxter asumía resignado, cual subordinado, que su amada disfrutaba de su hogar pero con otro hombre; si Nestor no asumía el alquiler de Irma a cualquier hombre, Orville alquila a alguien que se hace pasar por su esposa, aunque para Dino lo sea, para conseguir lo que tanto codicia y anhela. Es la instrumentalización extrema de la mujer, de lo que se ama y de lo propio (lo que singulariza a uno mismo). La culminante representación de la propia prostitución por la consecución de un lugar en la ciudad de los prodigios: dinero, reconocimiento, notoriedad, privilegio. Circulación e intercambio. Corrupción. De nuevo, la identidad es la posición.
Será la humanidad insurgente de Polly, la prostituta la que revelará lo miserable de semejante situación por lo que tiene de humillación, servidumbre y subordinación. Polly no sólo representará el papel de esposa, sino que se sentirá esposa. Deja de sentirse por un momento mercancía de carne impersonal para el placer de los hombres en el bar Belly Button y se siente mujer con sentimientos, sujeto íntimo y emocional, voluntad autónoma, no subordinada ni complaciente, sino admirada, respetada. Vestida con la ropa de Zelda, portando el anillo de casada, conmovida por la música con la que Orville se declaró a Zelda (percibe su vertiente tierna, sensible) se encontrará seducida por una posición a la que siempre había aspirado, y hasta ahora vedada o no factible, la de mujer amada, la de mujer respetada. De hecho su historia, de decepción amorosa, recuerda a la de Fran en El apartamento: un vendedor de hoola hoops que la noche anterior a la boda la abandonó llevándose incluso su coche: como dirá al final a Zelda, las mujeres son remolques que buscan el coche que no es sino el hombre honesto que realice sus ilusiones; al menos, al final, Polly conseguirá un coche propio, y abandonar el pueblo.
Aunque Polly no sea, de hecho, la esposa, sí que representa a la esposa (como extensión de Zelda como sentimiento propio de amor noble), y seguir la representación (orquestada por Barney), y dejarse seducir (poseer) por Dino es propiciar esa degradación. La ironía es que Zelda, en el espacio fuera de campo que tanto obsesiona a Orville no controlar (y recluir en su jaula mental), sí se acostará con Dino, cuando éste la confunda con Polly en mordaz y perverso equívoco. Zelda, por despecho, porque se entera por Dino de la transacción comercial que pretendía Orville con ella, aun en la piel de Polly, y sabiendo quién es, su admirado sueño de juventud, se ofrecerá sin impedimentos, con lo que se materializará lo que Orville no pretendía que ocurriera con una escenificación, lo que pretendía que no que ocurriera para conseguir sus mezquinos objetivos. Una representación tiene como consecuencia la realización de lo que se fingía en el hogar de Orville, y que, irónicamente, no tuvo lugar gracias a la rebelión de la mujer contratada, Polly. Orville deberá aceptar el fuera de campo de la vida de Zelda como un espacio de acciones con respecto a las cuales ella no debe rendir cuentas, y en el que pueda prevalecer la incógnita y lo posible como prueba de respeto y confianza de él. Las dos mujeres se constituyen, así, y de un modo más activo e influyente que en El apartamento e Irma la dulce, en la conciencia y sensibilidad ética que sanciona, pone en evidencia, y hasta corrige el patetismo y la arrogancia y mezquindad de sus contrapuntos masculinos.