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viernes, 27 de junio de 2025

John Sturges durante el rodaje de El último tren de Gun Hill

 

El último tren de Gun Hill (1959) es una de las grandes películas de John Sturges. Por un lado, de nuevo, su protagonista, el sheriff que encarna Kirk Douglas, como en otras obras del cineasta, es una figura discrepante, o nota discordante, con respecto a un conjunto, una comunidad, un grupo dominante, como el personaje de Spencer Tracy en Conspiración de silencio (1955) lidia con la hostilidad de los habitantes de un pueblo en el desierto, o el de June Allyson en The girl in white (1952), a inicios del siglo XX, con la concepción, basada en prejuicios, de que una mujer no puede ser eficiente como médica en un hospital, el periodista  que se enfrenta, en The man who dared (1946), a un sistema judicial para lo que no duda en aparentar que es autor de un crimen para cuestionar el poco fundamento de las pruebas circunstanciales o el jurista Oliver Wendell Holmes en The magnificent yankee (1950), ejerciendo de voz discrepante, por norma, en el Tribunal Supremo, porque la discrepancia es fundamental como base de todo consecuente, ecuánime y flexible entramado social. Por otro, hay que reseñar cómo en esos años, en la filmografía de Sturges, la figura del indígena norteamericano adquirió una notable relevancia simbólica. En El último tren de Gun Hill, la violada y asesinada es una mujer india, esposa del sheriff, pero la comunidad muestra indiferencia, o despreocupación por la consecución de justicia, por ser india. Ese mismo año, en Cuando hierve la sangre, el personaje de Charles Bronson, indio navajo, se mostraba susceptible con las ironías de un compañero, al que denominaba niño rico, porque éste no dejaba de aludirle con el nombre de Hiawatha, figura decisiva en el siglo XV para conformar la unión de tribus que compartían la misma lengua mediante la Confederación iroquesa. Y en Los siete magníficos (1960) era significativo que los personajes de Yul Brynner y Steve McQueen se enfrentarán, desinteresadamente, en la secuencia introductoria, a quienes se mostraban renuentes a que un indio fuera enterrado en el cementerio del pueblo. El por qué de esta recurrencia en esos años sobre tal cuestión o conflicto, el substrato social en esa década con respecto a los indios, dispone de más amplio desarrollo en John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence), que, además de en librerías, está disponible online, con descuento, en https://www.distriforma.es/john-sturges-id-620688

viernes, 20 de junio de 2025

John Sturges durante el rodaje de Cuando hierve la sangre, Tres sargentos y 24 horas de Le Mans

 




John Sturges sufrió durante su carrera rodajes definidos por la contrariedad. La intromisión de los productores, durante la preparación de Cuando hierve la sangre (1959), al recurrir a otros guionistas, tras contratar a Gina Lollobrigida, para ampliar la importancia de su personaje, fue determinante para que, añadido a la frustración de no conseguir que aceptaran sus propuestas para rodar La gran evasión y nuevas versiones de Capitanes intrépidos y Motín a bordo (cuando se retomo el proyecto ya con Marlon Brando, Sturges no coincidía con el enfoque de este), dejara atrás su etapa de freelance (1956-59) y aceptara de inmediato la propuesta de la Mirisch Company que implicaba que él controlaría sus proyectos. Estuvo en un tris de abandonar Tres sargentos (1962), proyecto que aceptó, fuera de su contrato con la Mirisch Company, porque había trabajado como montador, entre otras tareas, para Gunga Din (1939), de George Stevens, de la que era versión westerniana, por la constante colisión con los caprichos de Frank Sinatra (y sus amigos); era un proyecto puesto en marcha por Sinatra por lo que tuvo que lidiar como pudo con la frustrante experiencia. Posteriormente, también consideraría abandonar Joe Kidd (1972) por las intromisiones creativas de Clint Eastwood. Sí se había decidido a hacerlo durante las primeras semanas de rodaje de Las 24 horas de Le Mans (1971), al final dirigida por Lee H Katzin, porque su enfoque no tenía nada que ver con el de Steve McQueen, el cual era inflexible y como afirmó Sturges,  "soy demasiado viejo y rico para aguantar esta mierda". Más detallada información en John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence).

viernes, 13 de junio de 2025

John Sturges durante el rodaje de Los siete magníficos

 

John Sturges. La mirada ecuánime o depende  de a qué se llame mirar (Providence) ya está disponible en las librerías (y en las que no se encuentre se puede pedir). La película que más atención dispone, junto a La gran evasión, es Los siete magníficos (1960). La primera película que dirigió cuando estableció su relación con la Mirisch Company, como independiente, pudiendo controlar su proceso creativo en todas sus fases (por eso mismo, pudo negarse a realizar cortes de montaje que la United Artists pedía tras las  poco receptivas reacciones de los críticos en los primeros visionados, en particular porque la calificaban como lenta). 

En varios textos, aparte de analizar en profundidad la película, relato con detalle los diversos percances durante su producción, desde que Anthony Quinn le propuso la idea del proyecto a Yul Brinner durante el rodaje de la única película dirigida por Quinn, Los bucaneros (1958), hasta la lenta cocción tras un estreno poco apoyado por United Artists que derivó, tras mantenerse en cartelera durante un largo periodo de tiempo, en un éxito de tal calibre que la convirtió en película icónica. Por añadidura, expongo cómo fue una de las primeras películas, ya patente en obras previas suyas, que desentrañaba una figura icónica en el western, su condición de anticipación al llamado western crepuscular, su conexión con Sam Peckinpah y por qué no prosperó su proyecto de serie sobre Los siete magníficos, contrastes con Los siete samuráis, de Akira Kurosawa y con el remake que rodó décadas después Antoine Fuqua, además de dedicar atención a sus secuelas y detallar su influjo más o menos manifiesto en múltiples películas de las posteriores décadas, así como unos apuntes sobre la gestación de una banda sonora memorable compuesta por Elmer Bernstein.

jueves, 12 de junio de 2025

Baltimore

 

Uno de los primeros planos de Baltimore (2023), cuarto largometraje de ficción del dueto irlandés Joe Lawlor y Christine Molloy, en el que Rose (Imogen Poots) se aleja, en primer término del encuadre, de una mansión, puede evocar, por su maquillaje y gesto, aquel de Joker (Heath Ledger) en El caballero oscuro (2008), de Christopher Nolan, cuando se aleja de un edificio, el cual explosionaba por causa del artefacto que había colocado. No explota la mansión tras Rose, pero su acción adquiere parecida resonancia metafórica. Joker dinamitaba un sistema que pretendía desestabilizar. Rose Dugdale, en 1974, junto a otros tres integrantes del IRA, acababa de robar diecinueve valiosas pinturas, valoradas en ocho millones de libras, para negociar con los cuadros tanto la entrega de quinientas mil libras como la excarcelación y repatriación de dos hermanas, compañeras de lucha armada, acusadas de colocar bombas. Antes de ese plano se condensa, en la brillante introducción, acompañada de la voice over de Rose, cómo es una cuestión de sublevación con respecto hacia una serie de imposiciones que fuerzan a la postración, además de una divergencia de mirada, y concepción, de realidad. Se nos presenta a Rose, yacente en el suelo de Russborough House, la mansión en la que realizan el robo, y en tres breves flashbacks su disgusto con el modo o enfoque de vida contra el que se rebeló en primera instancia, aquel que caracteriza a su pertenencia a la privilegiada clase alta, como cuando fue iniciada, con diez años, en la caza del zorro o, con dieciséis, cómo sus padres querían programar su vida, incluido matrimonio. Sus enfoques no podían ser más divergentes, como queda metafórica constancia en la secuencia en la que tanto para ella como para su madre una pintura dispone de muy diferente resonancia. La madre se fija particularmente en un objeto y ella en una sirvienta, negra, sirvienta, una mujer relegada, de acuerdo al relato (o escenario de realidad) dominante, a los márgenes o fuera de campo.

Durante la narración otras pinturas adquieren relevancia, sea aquella que refleja como ella no es lo que parece, no tanto porque se caracterice como una mujer francesa, con una peluca de distinto color al suyo, para efectuar el robo, sino por cómo diverge, de modo radical, con los valores o la concepción de la realidad de sus padres, quienes pretendían que se amoldará a sus designios en cuanto configuración de cómo debía ser su vida. De hecho, años después Rose, junto a su novio entonces, no dudó en intentar realizar un robo en la mansión de sus padres quienes, al sorprenderla, no dudaron en denunciarla a la policía. Pero mientras él fue condenado a seis años de cárcel, ella por pertenecer a la clase alta, no ingresó en prisión. El otro cuadro relevante, que conecta con el que ve con su madre, es Señora escribiendo una carta con su doncella, de Johannes Vermeer. Ella se ve como aquella doncella que mira a través de la ventana, hacia la realidad que quisiera materializar como propia. Es una mujer que siente que su realidad ha sido sustraída, o impedida, y la equipara con la que sufre Irlanda con respecto a los imperativos de Inglaterra, de ahí que se una a esa sublevación. Poco después del plano citado, el mismo encuadre muestra momentos antes a Rose dirigiéndose hacia esa mansión. Vuelve su cabeza para mirar, sonriente, hacia cámara. Es un detalle que apunta a la singularidad de su construcción narrativa y planteamiento expresivo.

 La narración se caracteriza por una estructura narrativa dislocada, cual fractura, que materializa esa privación de realidad frente a tantas imposiciones (una estructura no linear que parece haber suscitado desconcierto a más de uno por lo que evidencian ciertas reseñas). Combina, alterna, diversos tiempos: Los acontecimientos dentro de esa mansión durante el robo, los que acaecen posteriormente mientras esperan la respuesta del gobierno británico, con diversos encuentros con vecinos que inoculan la inseguridad sobre su circunstancia, y varios retrocesos en el pasado, sea su estancia en Oxford, donde escribió su tesina sobre Wittgenstein, y se unió a un grupo de mujeres que realizaban acciones de protesta contra la discriminación que se ejercía sobre ellas, como cuando, disfrazadas de hombres, entran en un club que no permitía el acceso de mujeres, sea su unión a un grupo que lucha por los derechos sociales en favor de los que sufrían privaciones, en el que adopta una posición de liderato, sea la desolación ante los sucesos del Domingo sangriento en 1971, en el que fueron asesinados veintitrés civiles por el ejército británico, y su unión al IRA, con la demostración de sus capacidades para crear un artefacto explosivo. Es fundamental, en la modulación de la narrativa, y creación de la atmósfera emocional acorde la desazón de ese desajuste de relación con la realidad, la magnífica banda sonora de Stephen McKeon, de cariz tan severo como tétrico, también virtud del anterior largometraje de ficción de este dúo irlandés, la también excelente La interpretación de Rose (2019). Un desajuste que también encuentra su correspondencia con secuencias en las que imagina lo que teme que tenga que realizar como lo que desearía que ocurriera. En un excelente pasaje narrativo, en dos tiempos distintos, apunta con su pistola a dos diferentes personas, una por lo que representa, otra porque podría denunciarla. Pero es incapaz. Posteriormente, accidentalmente, atropella a un zorro, al que sí dispara, por compasión. Sus acciones definen a quien realmente se puede equiparar, metafóricamente, como esa criatura raposa, perseguida o atropellada, que intentaba sublevarse contra las imposiciones de modos de configurar la realidad.

lunes, 9 de junio de 2025

Mis textos para Dirigido por nº Junio 2025

En el número de Junio de Dirigido por se publican mis textos sobre La casa al final de la curva, de Jason Buxton, Tres kilómetros al fin del mundo, de Emanuel Parvu, Los malditos, de Roberto Minervini, la serie Cuando nadie nos ve, de Enrique Urbizu y, para el Dossier sobre Charles Chaplin, El gran dictador.
 

lunes, 2 de junio de 2025

John Sturges durante el rodaje de Brotes de pasión y Una muchacha llamada Tamiko

 

Brotes de pasión (1961) y Una muchacha llamada Tamiko (1963) fueron, y son, dos melodramas poco apreciados, diría que muy minusvalorados, dentro de la filmografía de John Sturges porque se instituyó la idea, desde finales de los cincuenta, de que lo suyo era la acción, aunque en los inicios de su carrera, finales de los cuarenta e inicios cincuenta, fuera más bien etiquetado como director de películas lacrimógenas. En ambas películas, ambos protagonistas modifican su percepción y concepción de sí mismos, y por lo tanto de su relación con la realidad, constante en la filmografía de Sturges. Uno, abogado, es calificado como pilar de la sociedad, aunque se dará cuenta de cómo no ha sabido ser buen marido ni padre así como es incapaz de considerar las circunstancias y los matices en sus juicios. El otro, fotógrafo, se siente discriminado, en los márgenes sociales, por su condición de mestizo, por lo que, resentido, para conseguir lo que quería había optado por instrumentalizar a los demás. Sobre ambas, me extiendo en John Sturges. La mirada ecuánime o depende de a qué se llame mirar (Providence)