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lunes, 30 de octubre de 2023

Tierra generosa

 

En el cine de Tourneur la certeza está desterrada. Como dice un personaje de Tierra generosa ( Canyon passage, 1946), lo que ves puede ser no verdad. Con el cine de Tourneur siempre hay que ir más allá de sus apariencias. Como la realidad, tiene diversas capas que hay que advertir. De hecho, al protagonista, Logan (Dana Andrew), le caracteriza que le gusta ver las cosas con claras, con precisión. En las primeras secuencias vemos a Logan llegar a Portland, y desplazarse entre calles embarradas, cuando va recoger al banco su dinero. Una condición espacial que ya anticipa esa difusa o movediza naturaleza de la realidad o de algunos humanos. Poco después, mientras duerme, será atacado por alguien que quiere robárselo, con quien forcejeara entre las sombras. Intuye quién es aunque no le viera, pero como indicará a Lucy (Susan Hayward), no Se puede condenar a nadie si no hay prueba irrefutable. De los lodazales de ese poblado pasaremos a los luminosos y coloridos espacios abiertos. Logan es un hombre emprendedor que ambiciona crear una red de transportes (construir una civilización es fomentar la comunicación; del mismo modo, los habitantes de un pueblo ayudarán a una pareja que se va a casar a construir su casa; durante esa construcción un par de parejas en posible formación comparten sus enfoques sobre cómo se construye una relación, cómo se afianza, para lo que es fundamental compartir mismos enfoques de modo de vida). Pero Logan seguirá forcejeando con sus sombras. Estas son dos, su amigo Camrose (Brian Donlevy), alguien dominado por la inconstancia, y aburrido con su vida: administra el oro que otros encuentran, pero parece que faltara el oro del estímulo vital en su vida; pese a estar enamorado de Lucy, siente que debería cambiar de dinámica o escenario de vida, a diferencia de Logan; por eso es adicto al juego ( como quien espera que la suerte le sonría, sin que tenga que realizar esfuerzo). Cuando le pregunta a la mujer del tahúr con quien apuesta, y pierde, por qué no le aprecia, ésta le responde con otra interrogación, ¿Por qué no se quiere a sí mismo?

La otra sombra es la representación del bruto obtuso, la de quien quiere imponerse a los demás por la fuerza, Bragg (Ward Bond), precisamente quien le atacó en las sombras de la noche, y con quien disputará otra descarnada pelea. Ambos personajes, o contrapuntos de Logan, quedan asociados por el uso de la elipsis en los respectivos asesinatos que cometen. Uno cuando se acerca a quien puede dejar en evidencia que se está apropiando del oro que supuestamente guarda en su banco ( y que usa para sus partidas de cartas). El otro cuando se acerca a una joven india que ve nadando en un lago, lo que suscitará que la tribu india, con la que se mantenía una conciliada relación de convivencia, decida vengarse atacando a las diversas casas aisladas (la violencia engendra violencia). Entremedias, antimateria de los anhelos de construcción sostenida sobre la solidaridad, está la actitud del tahur (que no cesa de toser; corrupto física como moralmente), quien, cuando le preguntan para él quién es un amigo, contesta que cualquiera que considere que el ser humano es un terrible error.

Además de la exquisita dirección de fotografía de Edward Cronjager, con un cautivador uso de la paleta cromática, son frecuentes los ingeniosos detalles de puesta en escena como ciertas transiciones. Logan comenta en un almacén que tiene que comprarse una camisa; la cámara encuadra una; elipsis: vemos la camisa que usaba en una silla de su habitación y cómo porta la nueva. O el encuadre que cierra la hermosa secuencia citada en que todos ayudan a construir una casa; la cámara encuadra la herradura que clavan en su porche; elipsis: la cámara desciende desde la herradura, mientras oímos cómo están casando a la joven pareja (posteriormente, cuando los indios maten a ambos, un plano detalle destacará la herradura de la (supuesta) suerte).Y, por último, aunque muchas más sutilezas se podrían extraer, esa feérica utilización del paisaje, como ese tupido bosque de grandes árboles (espesura en donde difícil resulta percibir quién es tu amenaza) en el que el retorcido Bragg intentará matar a Logan. El final es esplendoroso, un reinicio para Logan, tras lidiar con las sombras, integrado en movimiento en la amplitud del paisaje, camino de un nuevo intento de expansión, de construir horizontes. Tierra generosa es otro afinado ejemplo de la sutileza de este cineasta que con tal complejidad desmontó cualquier certeza en su cine. En las secuencias finales Logan remarcará cuán fina es la línea que separa lo que podría ser de lo que es. Durante la narración ha quedado patente, en las variaciones de parejas, o intereses, cómo puede variar el curso de una vida por un acontecimiento o una errónea decisión. O cómo una mirada depredadora de deseo a un cuerpo puede desencadenar toda una sucesión de matanzas de cuerpos que nada tenían que ver con aquella mirada codiciosa. Por eso esta singular obra fluye con una narrativa descentrada, según qué personajes dominan los diversos pasajes (con sus contradicciones, ofuscaciones, dudas o presunciones), y con esa mirada observadora, cual comodín, que representa el cantante Hi (Hoagy Carmichael), una narrativa bajo la que subyace una armonía de sutiles asociaciones.

viernes, 27 de octubre de 2023

Union Pacific

 

Con La llegada del tren (1895), de los Hermanos Lumiere, algunos de aquellos primeros espectadores del cinematográfico pensaron, atemorizados, que aquel tren que aparecía en la pantalla iba a traspasarla y arrollarles. Cecil B De Mille parece que redescubre las potencialidades narrativas del cine en Union pacific (1939), con un tren de sombras que surca el celuloide con un ímpetu arrollador, sin que nunca descarrile ( y eso que dos de sus momentos álgidos tienen que ver con dos espectaculares descarrilamientos). La película, con guion de Walter DeLeon, C Gardner Sullivan y Jesse Lasky jr, narra, precisamente, una gesta, la construcción, por parte de la Union Pacific, tras que Lincoln diera el visto bueno en 1862, de la vía férrea que uniera por primera vez ambas costas, desde el río Missouri a San Francisco (desde donde habían empezado a construir el otro extremo la Central Pacific), tarea iniciada en 1863, y finalizada en 1869. La película, junto a La diligencia (1939), de John Ford, estrenada dos meses antes, revitalizó y propulsó el género del western a otra dimensión, u otra categoría, la de los medios de producción y de aceptación y consideración por parte de los espectadores, aunque la obra de Ford se llevara los laureles en los libros de Historia, como obra bisagra, cuando, particularmente, me parece que la obra de DeMille resiste mejor el paso del tiempo; o resulta más sugestiva su entraña de gran relato, de raigambre decimonónica, surcada por una estimulante discontinuidad y excentricidad, como si se cambiara de atracción de feria sin perder nunca el paso o sin saber cuando se dará la singular salida de tono: El indio que dispara el piano porque al sonar piensa que le ha mordido.

Si hoy viviera De Mille no sé si alguien le superaría a la hora de elaborar blockbusters. Dejando de lado estimulantes excepciones como la saga de Misión imposible (en particular a partir de la IV), o Skyfall (2012), de Sam Mendes, es arduo encontrar a una obra que pueda equipararse a este tren narrativo tan vigoroso como arrollador capaz de encadenar sin descanso situaciones dramáticas sin dejar de perfilar con mano maestra a un notable número de personajes, y realizar una descripción de ambientes ( tan minuciosa que derivaba en abigarrada, pero era un abigarramiento consustancial a su estilo, de atmósferas cargadas, tensas, rebosantes y excesivas, pura exuberancia). Dos ejemplo: La primera secuencia en el tren en la que coinciden los principales personajes en liza. El capitán Butler (Joel McCrea), agente del ferrocarril, que llega a caballo y se sube en movimiento al tren (como así transcurrirá en la narración, resuelto ante cada imprevisto), en el que ya viaja Pompeu (Brian Donleavy), a quien le han encargado que sabotee el proceso de construcción a lo largo del trayecto, con sus secuaces, entre los que resalta el vivaz Allen (Robert Preston). Como también están los que se convertirán en sombra protectora de Butler, la singular pareja que conforman Fiesta (Akim Tamiroff) y Leach (Lynn Overman). Y en medio, trabajadora en el tren, la hija del maquinista, Mollie (Barbara Stanwyck), quien también se encontrará en medio de una lid sentimental, porque es cortejada por Allen, pero, a la par, se va gestando, se va poniendo en movimiento, una atracción con Butler (espacios reveladores: el primer encuentro entre vagones, que termina con bofetada; ambos impulsando la vagoneta, a impulso de columpio, topándose con unos búfalos, como su naturaleza empieza a encontrarse). Por añadidura, Allen y Butler son amigos que sirvieron en el mismo bando en la recién acabada guerra civil, y ahora, en cambio, se encuentran en bandos opuestos. Aunque no es óbice, como que les interese la misma mujer, para que mantengan su relación, siempre con una sonrisa caballeresca, y cómplice o risueña (incluso en cierto momento en que el primero, junto a dos secuaces, amenace la vida del segundo, en presencia de Mollie). Pero es el espíritu que alienta la obra. El país seguía dividido, sin encontrarse. El encuentro entre los dos extremos de la construcción de la vía férrea es el símbolo de esa búsqueda de unión anhelada, de reafirmación de un país, de una nación. Como tampoco el indio tenía que ser el enemigo: la pelea, en esa primera secuencia en el tren, que mantiene Butler con un secuaz de Pompeu que ha disparado contra un indio que saludaba, a lomos de su caballo, al paso del tren (en una de las secuencias finales, serán los indios los que logren que descarrile el tren). 

El otro ejemplo es una secuencia breve, que demuestra el talento de DeMille para dotar de una densa atmósfera dramática, emocional, con un personaje que acaban de introducir, uno de tantos irlandeses que construyeron esa línea férrea, que tras conversar con Mollie sobre cómo espera pronto ver a su esposa, es asesinado en el salón por un tahúr, Cordray (Anthony Quinn). Mollie lo coge en sus brazos, le lee una carta, que se inventa, de su esposa, mientras una sombra cruza y se aposenta en el rostro del hombre antes de expirar. Admirable. Pero aún más, remata esa secuencia con el enfrentamiento entre Cordray y Butler, en el que este vence porque advierte a través del espejo que Cordray desenfunda Portentosas son las diversas set pieces: la más extensa es la del asedio al tren que ha descarrilado tras que hayan hecho caer el puesto de agua sobre la locomotora (espectacular secuencia, como también el segundo descarrilamiento, más adelante, en la secuencia de la nieve): Una secuencia, en la que Butler, Dick y Mollie, resisten en un vagón, quintaesencia de la situación del salvamento en el último segundo que David Griffith forjó ya con magisterio (aunque aquí el personaje femenino no es la única a rescatar, y además se equipara al masculino en resolución), que tiene su cenit con ese magnífico plano de Mollie inclinando la cabeza, y tras él, ligeramente difuminado por la humareda, Butler apuntándole con el revolver, para dispararle con su última bala ante la inminente entrada de los indios. De Mille no suele ser de los directores más nombrados con respecto al género westerniano pero realizó varias obras de lo más sugestivas, como Buffalo Bill (1936) o la que me parece, entre las vistas de su filmografía, su obra maestra, Los inconquistables (1947).

miércoles, 25 de octubre de 2023

Nelly y el señor Arnaud


Nelly y el señor Arnaud (Nelly et monsieur Arnaud, 1995) es un ejemplo brillante del sutil arte de este cineasta que algunos consideran anclado en la tradición novelística, un cineasta discreto sin opulencias expresivas, calificado, peyorativamente, como académico, siempre escondido tras la figura del actor-personaje (por lo tanto, supeditado a su figura) cual dramaturgo en el sentido clásico del término, cuyas elecciones formales y expresivas son meramente funcionales, sin advertir la rigurosidad de su observación de la representación clásica, de la relevancia de la complexión arquetípica de personajes y de acciones. Sautet intenta hacer partícipe al espectador del mundo como representación, a través de la minuciosa observación y plasmación de las conductas de los personajes enfrentadas a sus actitudes e intenciones: lo intencional desestabilizado por lo no-intencional .En las iniciales secuencias de Nelly y el señor Arnaud queda patente que la relación de Nelly (Emmanuelle Béart) con su marido Jérôme (Charles Berling) está en punto muerto, como él parece inmovilizado en una vida de inacción desde que un año atrás perdiera el empleo. No hace nada particular con sus días sino disfrutar de una mullida inercia, como representa su diálogo, ella presta para irse al trabajo, en una panadería, y el instalado en la cama, leyendo el periódico, como quien no espera realizar mucho más (el plano se dilata, tras que ella se marche, sobre su mirada suspendida en el vacío). Durante su conversación, en un café, con su madre, una irrupción determinará un giro en su vida, o será decisiva para que ella tome la decisión de romper con esa inercia de relación. El encuentro fortuito con Arnaud (Michel Serrault), un magistrado retirado, que mantuvo una breve relación con su madre quince años atrás, posibilita que él le proporcione un dinero que pueda cubrir sus deudas, pero también la propuesta de un trabajo: Arnaud necesita a alguien que sepa utilizar un ordenador para la transcripción de sus memorias, y Nelly será esta persona, así ella podrá devolverle el dinero prestado. Ese cruce de caminos que propicia que ambos compartan un periodos de su vida será más determinante de lo que pueda parecer, aunque no se explicite, desde luego no entre ambos, y que sobre todo queda sugerido en miradas o gestos.

A diferencia de la anodina vida organizada de Stéphane en la previa Un corazón en invierno (1992), en su monástico refugio, a salvo del caos desestabilizador de las emociones porque teme su falta de control, Arnaud sí posibilita cambios en su vida porque no hay nada peor que el aburrimiento. Nelly también, inicia la relación con Granec (Jean-Hughes Anglade), el editor de Arnaud, pero no quiere que se afiance, con la convivencia en un mismo piso. Ella se siente en transición, como quien se siente aún vacilante tras liberarse de una inercia. La relación entre Nelly y Arnaud se establece sobre la ambiguedad, pero, como se irá insinuando, no es sino indefinición e indecisión. Y se resolverá finalmente con la renuncia a la pasión. Para Arnaud (así como para Nelly), la renuncia es la consecuencia del miedo, una incapacidad por acabar, materializar, la historia (para que tome otra dirección, la que de modo no dicho se desea). Arnaud, tras contemplar la espalda desnuda de Nelly mientras duerme (quien al despertar no se siente molesta sino que le dice que no se vaya cogiéndole la mano para dormirse), optará por refugiarse, figuradamente, en una escapada precipitada con su ex-esposa, para sorpresa de Nelly. Su abrazo de despedida es más que elocuente, como la mirada perdida de Arnaud en el aeropuerto, junto a su ex esposa. Nelly queda como un cuerpo que erra por las calles de la ciudad.

La relación que se establece entre ambos está dominada por oscuridad, por cuanto están enturbiadas y enmarañadas, en la representación y la apariencia, en el fingimiento y la reserva, la contención y el cálculo. La relación entre Nelly y Arnaud transmite lo indecible que va más allá de diferencias generacionales, de género o sociales, lo que es compartido en la forma de habitar los sentimientos : celos y disputas se entrecruzan, se va introduciendo la mentira en su relación: Nelly miente a Arnaud cuando éste le pregunta si ha pasado la noche con el editor, y le dice que sí (cuando no fue así). El contacto físico está lejos de interpretarse como simples muestras de ternura (se sugiere, en gestos, en el hecho de desnudarse ante ella, cómo el masaje de Nelly a Arnaud no representa ser solo un mero masaje para arreglar la contractura de él; y ya es bien patente en la mirada de Arnaud sobre la espalda de Nelly cuando duerme; el gesto de cogerle la mano expresa una intimidad, una receptividad latente). Como su anterior obra, Nelly y el señor Arnaud se caracteriza por una precisa, sintética y despojada puesta en escena: En la fiesta, Arnaud habla con el editor, ya amante de Nelly, y ésta les observa (a través de la intromisión de un encuadre dentro del encuadre por las cuadriculas de la puerta). Claude Sautet aísla entre la multitud y el ruido de la música, a las tres figuras: Nelly, Arnaud y el editor, ejemplo de concentración dramática en la forma de planificar, de utilizar el sonido, y los ejes de la mirada como partitura musical. Hay cierta música que viene vehiculada de una forma más etérea: interrupciones de teléfono (la ex-esposa de Arnaud llamando desde Italia), los golpes en la puerta: las intrigantes visitas del Sr. Dolanbella (Michel Lonsdale), un fantasma del pasado que reaparece en la vida de Arnaud. Y esta música es la que se impondrá a la del sentimiento, la pauta, como un metrónomo de contención, vence a la expansión.

lunes, 23 de octubre de 2023

Medianoche

 

En varias comedias dirigidas por Mitchell Leisen, caso de Candidata a millonaria (1935), Una chica afortunada (Easy living, 1937) y Medianoche (Midnight, 1939), destaca, signo de los tiempos, los años posteriores a la depresión del 29, la configuración de los personajes femeninos como mujeres sujetas a una posición social o laboral precaria, subordinada o inestable, enfrentadas a la posibilidad del acceso al otro extremo de los privilegios económicos. Más que como convencional trazo de la mujer aspirante a los lujos de la sociedad, como solución a sus penalidades o carencias. Apariencias, equívocos, escenificaciones, en todas estas comedias se juega con estos rasgos de modo brillante, y, además, destilando un acido e irreverente comentario sobre unos hábitos y valores predominantes en aquellas circunstancias sociales. Ya quedaba patente esa eterna cuestión, el lograr una vida fácil (easy living), despreocupada de apreturas materiales, en el título original de Una chica afortunada. En este caso no es una cuestión de voluntad o aspiración sino de azar y equívoco, ya que a Mary (Jean Arthur), una oficinista, le cae un dia del cielo un abrigo de pieles en la cabeza; un abrigo que ha sido lanzado por un millonario harto del derroche de su esposa (derroche, privaciones, desequilibrios que definen a la sociedad y aún sigue perviviendo). A partir de ahí, se desencadenará una sucesión de equívocos, en la que comerciantes y dueños hoteleros pensarán que es la amante del millonario en cuestión, JB Ball (Edward Arnold), y por ello le permitirán disponer de todos los lujos que desee, y que hasta ahora era inimaginable pudiera acceder. En Candidata a millonaria, Regi (Carole Lombard) es una manicura que espera que su trabajo le propicie acceso a conocer millonarios para poder dejar atrás su vida precaria. La ironía es que conoce a uno, que lo es y además es un hombre encantador, pero está impedido en una silla de ruedas, Arlen (Ralph Bellamy), y otro que lo fue, Drew III (Fred MacMurray), pero que ahora incluso dispone de menos dinero que ella. Y de quien se siente atraída es del segundo.Paradojas.

Medianoche comparte alguna de esas características, como la paradoja de enamorarse del que menos tiene, o la sucesión de azares y equívocos que determinan el curso de acontecimientos, e identidades que finge, la protagonista, Eve ( Claudete Colbert, que reemplazó a la prevista Barbara Stanwyck, por coincidencia de rodajes), ex-showgirl de vida aún más inestable que las dos otras protagonistas puesto que llega a París en un tren nocturno, proveniente de Montecarlo, sin dinero alguno y solo un vestido. Su primer contacto, y primera posibilidad de configuración de vida, será un taxista, Tibor Czerny, quien, generoso, accederá a llevarla en su taxi a una serie de night clubs en los que pueda ofrecerse como cantante. El fracaso de las pruebas y la generosidad de Tibor (le ofrece dormir en su casa mientras él sigue trabajando) le hace temer la perspectiva de vida que puede configurarse, pues se siente atraída por él (una vida de privaciones y apreturas). Pero el azar y el equívoco entra en juego. Por su vestido lujoso será confundida, por un portero que recibe a invitados en un hotel, con una mujer rica, por lo que ella decide entrar en la fiesta (haciendo pasar su tarjeta de préstamo por la de invitación). Las injerencias de los demás son tan determinantes como sus propis decisiones. No solo por el caso de Tibor, del que huye, porque no quiere esa dirección de vida, sino porque, por casualidad, al entrar en el lugar, donde se hace pasar por una baronesa húngara para la que (irónicamente) usa el apellido de quien ha preferido eliminar como opción de su vida, Czerny, encontrará el apoyo de Georges ( John Barrymore) que la introduce en el ambiente si le ayuda a seducir a Jacques (Francis Lederer), el amante de su esposa, Helene (Mary Astor).

A partir de entonces se sucederán las escenificaciones y fingimientos. Georges le ayudará a dotar de base su identidad falsa, proporcionándole, para su sorpresa, unas habitaciones de lujo en el hotel Ritz, y distintas prendas de lujo, circunstancia de la que ella misma se sorprenderá cuando llegue al hotel y no sepa como desembarazarse de Jacques, quien está decidido hasta a pedir la llave de su habitación. Cuando se la den ella se mostrará consternada porque no sabe si es una alucinante coincidencia, hasta que a la mañana siguiente Georges le revele que ella es un peón en la representación que intenta afianzar para lograr que Jacques se quede prendada con ella y así él recupere a su esposa. Ella no dudará, por aceptar ese intercambio de intereses, en seducir a Jacques porque un matrimonio con él le parece un buen plan (pragmático, y además es un hombre apuesto; un lujo de espécimen masculino). Al final, de nuevo sentimiento y sentido práctico se encontraran en colisión, representado en ese rizo de situaciones equívocas, como un pulso de estrategias y escenificaciones, cuando Tibor reaparece haciéndose pasar por el presunto marido Baron Czerny, porque no ceja en materializar el amor, aunque sea en circunstancias más precarias. Ella sabotea sus intentos, como su ocurrencia de que su hija de tres años esté enferma, recurriendo a una conversación telefónica en la que hace creer que está recuperada, o luego hacerlo pasar por alguien que sufre trastornos psicológicos para que no sea efectiva la estrategia de él de decir la verdad, que es un taxista y no es su marido. Precisamente, con ironía, será su declaración ante un juez de que está trastornado lo que imposibilite el divorcio de un matrimonio que nunca ha sido realizado como tal, un admirable ocurrente broche final paradójico, del guion de Billy Wilder y Charles Brackett para Medianoche, sarcástica alusión, con su título, al cuento de Cenicienta, y esa hora de medianoche en la que se diluye el hechizc y la carroza se convertía en lo que es, una calabaza (taxi), y los vestidos de fantasía, vulgares atuendos. En la realidad no hay príncipes sino taxistas, y los lujos son para unos pocos. Y es ese absurdo en el que logras el amor divorciándote de quien no estabas casada.

viernes, 20 de octubre de 2023

Still walking

 

Still walking (Aruitemo Aruitemo, 2008), de Hirokazu Kore-eda. La mirada serena. La delicadeza de la captación de los pequeños detalles. Una reunión familiar, la mente inmóvil de un padre, Kyohei (Yoshio Harada), el desgarro de un hijo, Ryota (Hiroshi Abe), que no se siente reconocido, el peso de la ausencia de un hijo muerto en el pasado, la sinuosa ambivalencia de una madre, Toshiko (Kirin Kiki). El gesto adusto del padre, la distancia que se hace gesto huraño, una mente que no entiende que una mujer pueda influir en las aspiraciones de su nieto, como no asimila aún que su hijo Ryota no haya seguido sus pasos como médico. Los paseos como rituales, como péndulo que mantiene la respiración entre la vida y la muerte. Aún caminando, en las mismas reducidas e inflexibles casillas mentales. Las palabras no dichas, los sentimientos no reconocidos, la música que deja en evidencia cómo se elude el pasado o cómo se añora, los recovecos de los secretos guardados tras sonrisas que cualquier día pueden escupir su veneno. La aparición de mariposas nocturnas no son la lírica emanación de una nostalgia, de la de un hijo muerto, sino el reflejo de una enajenación, como mariposas disecadas prendidas de un alfiler. Los lazos de sangre pueden ser una maraña que confronta con la consciencia de que son extraños que sólo comparten la sangre.

Still walking es una extraordinaria obra del cineasta japonés Hirokazu Kore-Eda. A través de una reunión familiar, la que se realiza en cada aniversario de la muerte del primogénito, Junpei, fallecido doce años atrás por salvar a un chico de morir ahogado, se narra una colisión, un desencuentro, irreparable, de generaciones y mentalidades. Si deja algo en evidencia el paso del tiempo es cómo desperdiciamos la vida en fútiles reproches o confrontamientos, a veces explicitados, en otras contenidos (arrastrados en el tiempo bajo la alfombra de una latencia enquistada). O cómo el afecto es el sacrificado por malentendidas nociones del orgullo y el peso de rígidos valores (como el arcaico patriarcado sostenido en una jerarquía que subordina a la mujer o a los hijos, y en la aquiescencia de quienes aceptan su posición en ese diseño de vida), o por falaces modelos de dignidad de vida que erosionan las relaciones de los seres humanos.

El aliento del cine de Yasujiro Ozu, pero también el de Mikio Naruse, palpita como soberana influencia, y a la vez reflejo implícito de la inmovilidad de la sociedad japonesa, anclada en un inflexible tradicionalismo que tanto Ozu, cincuenta años atrás, como Kore-eda ahora, evidencian con un sutil y exquisito lirismo. Las viudas, como aquel entonces, siguen siendo figuras de devaluada imagen, y que por extensión devalúan la de quienes las elijan. Entonces, su destino parecía abocado a ser apósitos de la familia del hijo muerto que, en cierto momento, podían convertirse en perturbaciones incómodas, como el mueble que se desea tirarse para mejorar el diseño del espacio familiar. En Still walking, Ryota , el hijo pequeño, el que aún vive, el que no quiso seguir la tradición familiar y no quiso ser médico, sino restaurador de cuadros, ha elegido también a una mujer que no posee la imagen modélica, la imagen deseada para la esposa de un hijo, ya que es viuda. Y, como apunta la madre, es peor que una divorciada, porque esta al menos decidió abandonar a su esposo (ser viuda, por tanto, acentúa la imagen de 'producto de segunda mano). Por ello, Ryota visita a su familia como quien se dirige a un frente, con el gesto tenso, como quien espera en cualquier momento que descarguen algún obús sobre él, sea por la elección de esposa o por su trabajo (por eso prefiere aparentar que su situación laboral no es precaria). Las apariencias son trama y sustento de estas vidas, de los valores que promulgan la generación de los padres.

A este respecto es reveladora la actitud de la madre, Toshiko (Kirin Kiki), amable y sonriente, pero que no duda en soltar invectivas sobre la elección de mujer que ha realizado su hijo, esperando que la relación fracase prontamente, o cómo, aunque hayan pasado doce años, sigue deseando que la vida sea una tortura para el chico que salvó Junpei. Por eso, sigue esperando que acuda cada aniversario a visitarles, como quien desea que el recuerdo de que su vida se debe a la muerte de otro no deje de ser fuente de amargura permanente. Ese veneno latente tras la sonrisa se manifiesta también en la secuencia en la que recuerda una canción de especial significado en su vida, que tararea con emoción, junto a su familia. Pero es una emoción engañosa, aparente. En profundidad de campo, posteriormente, recuerda a su esposo, en primer término, cómo es la canción que escuchaba cuando, muchos años atrás, le sorprendió con su amante. Las superficies, los primeros términos, no son lo que parecen, mientras en las corrientes subterráneas se agitan emociones que no son sino remolinos turbios. El tiempo pasa, pero las inquinas, los resentimientos, permanecen, y a veces afloran como rocío emponzoñado. El tiempo pasa, y promesas y gestos no se cumplen ni realizan. Vínculos de apariencia, afectos que se convierten en garfios, miradas huidizas, rutinas que se realizan como si ya se fuera un mero resorte, una tortuosa obligación, como quien introduce la tarjeta en cada inicio de jornada laboral. El recuerdo de una muerte se revela como la inconsciente manifestación de unos vínculos mustios como una flor ya sin agua. Como la piedra de las tumbas que vanamente se humedecen.

miércoles, 18 de octubre de 2023

Los asesinos de la luna

 

Los asesinos de las luna (The killings of the flower moon, 2023), de Martin Scorsese, realiza la adaptación cinematográfica del muy sugerente homónimo ensayo de David Grann, publicado en 2017, Los asesinos de la luna. Petroleo, dinero, homicidio y la creación del FBI (The killings of the flower moon: The osage murders and the birth of FBI), con un enfoque desde otra perspectiva, o dando protagonismo a las perspectivas que en la novela son figuras importantes pero en segundo plano (entre las sombras desveladas). La novela expone los intrigantes hechos relacionados con las muertes, entre 1921 y 1925, de integrantes de la tribu Osange, una tribu que el siglo anterior había sido desplazada de sus tierras a una reserva en Oklahoma, tierras aparentemente poco ricas en la que a finales de ese siglo, en 1897, encontraron petróleo, convirtiéndose en el grupo humano más rico del planeta. Era de tal calibre su fortuna que tras la segunda guerra mundial suscitó reacciones en blancos que aspiraban a poseer su riqueza. Durante esos primeros años veinte (aunque se extendería hasta 1931) murieron alrededor de sesenta indios de la tribu Osange (aunque se estima que realmente quizá fueran cientos). Durante años la ley no investigó esas muertes, o se frustraron ciertos intentos, hasta que, por fin, BOI, la organización, dirigida por Edgar J. Hoover, que luego, a partir de 1935, sería conocida como el FBI, realizó la investigación pertinente, al mando de Tom White, que reveló que todas esas muertes estaban conectadas dado que respondían a un planificado propósito para apropiarse de las tierras de esos indios. La mente organizadora era la del ganadero William Hale, y uno de sus esbirros era su sobrino Ernest Buckhard.

Durante la elaboración de los primeros guiones se percataron que el enfoque no podía ser el de la investigación liderada por Tom White, quien iba a ser interpretado por Leonardo Di Caprio, porque parecía reiterarse un planteamiento ortodoxo muy transitado (la mirada que hila las piezas y logra perfilar la constitución de la trama), sino que resultaba más sugerente poner en primer término a la realidad subyacente. Y, sobre todo, a la perspectiva más contradictoria, la de Buckhard, y por ello el personaje que ofrecía un desafío interpretativo más sustancioso a Dicaprio. Buckhard era el hombre que realizaba las tareas encomendadas por su tio, Hale (Robert De Niro), como intermediario que transmitía las instrucciones de asesinato, y en alguno caso, incluso, realizaba alguna agresión (como a un detective contratado), pero que realmente se enamoró de la mujer con la que su tio le dijo que se casara para poder heredar sus tierras cuando muriera, Mollie (Lily Gladstone). Matrimonios convenientes o eliminaciones expeditivas, esa era la estrategia de apropiación. Buckhard es el hombre sin mucha voluntad que regresa de la guerra, y que se subordina a la voluntad y decisiones de su tío. Pero no solo es su esbirro, el hombre herramienta que materializa los propósitos de Hale, sino un hombre que, a su vez, sí quiere a la mujer con la que se casa, una mujer a la que no dudará, según ordenes de su tío, en envenenar gradualmente para que se muera sin que, sorprendentemente, deje de amarla, como quien vive dos realidades a un mismo tiempo sin asimilar que son incompatibles. Ejecuta las ordenes de su tío y ama a una mujer que no duda en envenenar. Su sobrecogimiento es manifiesto cuando contempla la casa derruida, reventada, por la explosión, en la que vivía una de las hermanas de Mollie con su marido. Como se sobrecoge cuando es testigo del grito de desesperación de Mollie cuando le comunica la muerte de la última hermana que le quedaba viva (cuando, además, él es conocedor de que las muertes de las otras dos hermanas habían sido ordenadas por Hale). Dos momentos relacionados que se revelan como los momentos dramáticos de una narración, en ocasiones irregular, que opta más por la (cáustica) distancia. Buckhard es un personaje que sufre lo que no duda en realizar como el empleado que no es capaz de cuestionar los designios de quienes rigen su empresa aunque le afecten o entre en contradicción con lo que siente. Representa esa mirada contradictoria que ha posibilitado que los abusos sociales se afiancen e instituyan. 

En muchos segmentos, como si fuera un montaje secuencial, la música de Robbie Robertson modula, como un hilo conector, la serie de situaciones que urde la mente pérfida de Hale, ese característico dominio del montaje secuencia que conecta diferentes situaciones, incluso en distintos tiempos. Es una música en la que cobra particular relevancia la base rítmica, en especial el bajo, y en un volumen tenue, acorde a esa urdimbre, en la sombra, que durante años pudo orquestar decenas (o incluso centenares) de muertes sin que fueran advertidas como interconectadas, resultado de una conspiración para apropiarse de unas posesiones. El poder blanco que había usurpado, durante el siglo anterior, las tierras a los indígenas volvía a ejecutar el mismo proceso de un modo más esquinado. Consiguieron neutralizar algunos iniciales intentos de investigación privada o de intento de llamada de atención a las instancias políticas en Washington, hasta que la insistencia de quienes no aceptaban esa situación (los mayores de la tribu con la ayuda de un representante de la ley, Pyle; aunque en la película se focaliza, o personaliza, en Mollie) consiguió que la atención de instituciones de poder enfocara en la realidad subyacente que intentaba reconfigurar la realidad de acuerdo a su voluntad, representada en la indiferente determinación de la mirada de Hale que contrasta con la trasegada de Buckhard o la gravedad que modula el más mínimo matiz de Mollie (ese contraste entre dos personas que se aman dispone de su momento climático en el encuentro que implica la revelación de la contradicción de la expresión de amor de Buckhard). Por eso, es magnífica la contribución de la clausura, o epílogo escénico, con una reconstrucción, a través de un programa radiofónico, en un escenario teatral, de los destinos de unos y otras tras que se aplicaran las correspondientes decisiones judiciales. Cómo, más allá de que algunos responsables, durante un tiempo, fueran recluidos, se siguió silenciando unos hechos como una realidad más que subyacente anulada. Lo que los indígenas quisieran o no, sufrieran o no, era irrelevante. Una nota ni siquiera al margen.