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viernes, 28 de abril de 2023

La mujer de Tchaikovsky

 

La mujer de Tchaikovsky (2022), de Kirill Serebrennikov, se inicia con un texto que señala que la mujer en Rusia, a finales del siglo XIX, era una mera extensión del hombre, de la misma manera que no disponía de su pasaporte, ya que meramente su nombre aparecía en el pasaporte del hombre, y no disponía de derecho a voto. En la primera secuencia, Antonina Miliakova (Alyona Mikhailova) asiste, en 1893, al funeral de su marido, el compositor Piotr Ilych Tchaikovsky (Odin Biron), cuyo cadáver yace en un destacado lugar. Pero en cierto momento, el cadáver se reanima y lanza una serie de reproches a Antonina. Este prólogo concluye con un plano cenital que encuadra a Antonina, entre la multitud, mirando a las alturas. De este modo ya se anticipa que la narración, además de un reflejo de una circunstancia social en la que mujer parecía vivir en las penumbras del hombre, corresponde a otro desquiciamiento, este no social sino subjetivo. Antonina confundirá deseo con realidad en otro proceso de negación, en este caso de la realidad. Su amor negará cualquier otro posible discernimiento. Intentará amoldar, denodadamente, que la realidad se ajuste a sus voluntad y deseo, de la misma manera que la mujer se supeditaba a la voluntad y voz del hombre en la sociedad. Ni antes, ni durante los dos meses y medio que dura la convivencia con el hombre que ama, advertirá que él es homosexual. Su deseo de amor arrolla cualquier evidencia, ya patente cuando, la primera vez que hablan, en la casa de ella, Antonina declara su arrebatado amor y su propósito de que compartan un proyecto de vida. Esa pasión neutraliza cualquier otra consideración. Ni siquiera le perturba que él remarque que su relación no será romántica ni pasional sino equiparable a una amistad. No hay signo, para ella, ni siquiera con las amistades masculinas que le presenta, que le haga pensar que él solo desee a los hombres. No comprende que su matrimonio es equivalente a un conveniente posado fotográfico cara a la galería.

La ruptura de la relación, o la fuga de él tras que ella irrumpa en su habitación con el propósito de que hagan el amor, no es para ella sino un desajuste que debe ser reparado. La negación de lo que es seguirá pautando su relación enajenada con la realidad. Según su voluntad y deseo, o cómo quiere que sea la realidad, él también la ama y por eso no aceptará el divorcio y seguirá empecinada en que, tarde o temprano, se reajustará la realidad, esto es, la relación con quien ama, porque, simplemente, le ama. El diseño visual, magnífico, se define por la escasez de luz, por las penumbras, como si se habitara unas profundidades marinas. La narración, progresivamente, difuminará los límites, primero temporalmente, como si las elipsis más bien fuera un continuo de acuerdo a la concepción de la realidad en la que vive cautiva Antonina. Hay planos secuencias, como el de la estación, en el que se condensa cómo la vida de Antonina es una espera. No hay ya paso del tiempo, sino la espera de que la realidad se reajuste a su voluntad. Un movimiento de cámara concentra el paso de los días porque ella permanece en un mismo estado mental, el de la espera.

Progresivamente, a medida que el desquiciamiento de Antonina se acreciente, los planos secuencias simplemente definirán la confusión de lo que es real o imaginado. Antonina establece una relación con su abogado, con el que tiene varios hijos que entrega a beneficencia, pero su mente sigue encasquillada en su propósito de que la relación con el hombre que ama se repare, y así la relación con la realidad se reconfigure de acuerdo a lo que ella anhela y desea. Si la segunda parte de la excelente Traición (2012), se vertebraba sobre la incertidumbre o ambiguedad de si los hechos acaecían añós después o en un presente alternativo, en La mujer de Tchaikovsky, en el último tramo ya realidad e imaginación, definitivamente, se confunden, pero sí resulta patente que se confunden de acuerdo a la crónica enajenación de Antonina, quien se pierde definitivamente en su mente, como si esta hubiera sufrido un cortocircuito debido a la frustración e incapacidad de asumir la realidad. Como Traición, La mujer de Tchaikovsky destaca como una singular inmersión en la confusión y el arbitrio de los sentimientos, con personajes cual actores ofuscados con un libreto que no se controla, pero que se desea controlar, para amoldar la realidad y la conducta de los otros al mismo. Las emociones desbordan, y Antonina se convierte en una mera bailarina, a la deriva, de una coreografía que realmente no controla, y su negativa a asumir lo que es real, la falta de correspondencia del hombre que ama y su homosexualidad, la aboca a un espacio de enajenación, una realidad aparte.

miércoles, 26 de abril de 2023

Zodiac

 

Zodiac (2007), de David Fincher, es una magistral ceremonia tenebrosa en la que se amplía lo ya planteado en la excepcional Seven (1995), el reflejo de un mundo inestable, caótico. En la secuencia final de Seven, el detective Somerset (Morgan Freeman), ante la pregunta de dónde estará, contesta estaré por ahí, mientras su mirada se dirige hacia el fuera de campo, como si lo que queda más allá del encuadre fuera una bestia al acecho, agazapada. En Zodiac, la mirada del periodista (no deja de ser irónico que su labor sea la de diseñar viñetas), Graysmith (Jake Gyllenhal), intenta dotar de rostro y razón, de encuadre, a la huidiza figura que asesina, aparentemente de modo aleatorio, encapuchada, en sombras, o en fuera de campo, pues es lo que es, ese incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad. Pero ¿Cómo se perfila el caos? ¿Cuáles son sus rasgos?. Nunca podrá ser domeñado, encuadrado, perfilado, porque además es generado por el campo de nuestra sociedad, de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que te enfrentes a ese posible rostro individual cuando, por fin, lo enfoques, y por tanto, identifiques, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de la vida no se puede revelar del todo. El mismo rostro de Graysmith , o su marida obsesionada con perfilar el rostro, o la identidad, del asesino del zodiaco, su presencia, no será el centro del sinuoso relato hasta que sea sobrepasado el ecuador narrativo. Lo que adquiere más peso dramático que la propia incógnita, el quién será, es la tensión de la misma interrogante, corporeizada en la obsesión de Graysmith, que alcanza el grado exacerbado de una urgencia vital por encontrar una respuesta y un sentido (¿Cuál es el código para descifrar, enfocar, la difusa película de la vida?), la consecución de poder enfrentarse cara a cara a lo que no puede dotar de rostro en la viñeta de su mente (como si faltaran trazos que le hicieran sentir que su vida aún es incompleta; una falta que desestabiliza la ficción de la vida: es la fisura de lo real).

En su primera mitad, la narración es descentrada, focalizada en diversas perspectivas, como un amplio collage de esquirlas. El recorrido es incierto, como una fractura que, más que soldarse, se fragmenta aún más porque las piezas tienden a desencajarse con requiebros que abren puntos de fuga: Unos nocturnos planos aéreos siguen la evolución de un taxi desde el momento que ha cogido a un cliente; el tamaño de los planos progresivamente se reduce, la distancia de la mirada se acorta, hasta romper el eje con el plano frontal desde el parabrisas cuando el cliente, en sombras, dispara sobre el conductor en el interior del coche: la aleatoriedad como irrupción y accidente en un populoso tráfico de vida en el que cualquier puede ser víctima: una paradójica aproximación, pues acrecienta la distancia, la incomprensión por la ruptura de un patrón. Los indicativos se difuminan, no hay señales de tráfico orientadoras. La narración es descentrada como la misma coordinación del caso entre circunscripciones policiales, ya que los crímenes se producen en diversas localidades, como un virus que se extendiera, e infectara con la incertidumbre, ya que no se sabe con certeza si todos los crímenes los realizo el mismo (¿y si hay varios sujetos?), y más cuando rompe el patrón de conducta, esa seña de identidad que caracteriza a los asesinos en serie (¿cómo enfrentarse a la incógnita cuando se disuelven los patrones?). Queda el incierto tráfico, en el que cualquier cruce o encrucijada enfrenta a lo posible, teñido de amenaza: en otra carretera nocturna, tras que su coche haya sufrido una avería, una mujer con un bebé es recogida por un hombre que resulta ser el asesino: su última frase antes de una demoledora elipsis: <<Antes de que te mate, lanzaré al bebé por la ventana>>.
El asesino del Zodiaco, ese fuera de campo que no se consiguió visibilizar, por lo tanto, dominar, no es sino la avería del proyector de la vida: el símbolo con el que firma Zodiac. Además de estar relacionado con el tiempo, la marca de un reloj, es un icono en los fragmentos del celuloide de cuenta atrás antes de comenzar la proyección. Por eso, el núcleo narrativo, el corazón de las tinieblas, reside en la secuencia en la que Graysmith visita a un proyeccionista que también, curiosamente, diseñaba carteles, dedicación creativa pareja a la de Graysmith (¿buscar a Zodiac no es encontrarse a sí mismo, al propio lado siniestro?): la atmósfera se va impregnando de un opresivo desasosiego con lo sugerido, con lo no visible y lo difuso, en especial cuando descienden al sótano: los ruidos en el entarimado que hacen preguntar a Graysmith si hay alguien en el piso de arriba; Las sombras oscuras sobre los ojos del proyeccionista. Zodiac es la quemadura en el celuloide de una sociedad que no puede disimular con las distancias de su pirotecnia (el plano aéreo con el que comienza la película) las fisuras que evidencian sus heridas, cuando aproximas la mirada (el plano final de un rostro, uno de los escasos supervivientes, que sí vio el rostro del asesino).

La narración comienza con un plano general y termina con un primer plano: La narración está trazada sobre aproximaciones y distanciamientos: miradas que buscan denodadamente una visión de conjunto, y que se ofuscan por enfocar demasiado, de modo obsesivo. El citado plano introductorio también remite a los que Clint Eastwood utilizaba en varios comienzos de sus thrillers, y más en concreto a Harry, el sucio, 1971, la brillante obra de Don Siegel que protagonizó, y cuyo asesino en serie, Scorpio, estaba inspirado en Zodiac; en un momento dado los protagonistas acuden a su proyección. El segundo plano de la narración (también una secuencia de aproximaciones; como los citados planos nocturnos de seguimiento al coche) es un travelling sobre fachadas de edificios (la máscara o superficie inaccesible para el conocimiento), de la que saldrá un hombre para reunirse con una mujer en un coche (él será herido y ella asesinada por Zodiac). En los últimos pasajes de la narración se perfila difusamente que asesino y víctima femenina quizá se conocieran; un fleco suelto que queda vibrando en el aire como un cable eléctrico cortado (¿Cómo distinguir en el difuso conjunto la pieza clave que establece la conexión del discernimiento cual hilo de Ariadna?). Zodiac finaliza con un primer plano del rostro de ese hombre herido que desapareció, ya que se marchó del país hasta su vuelta veinte años después, el único que podía dotar de rostro al asesino, a la incógnita. El rostro que señala es aquel del que sospechaba el detective de policía Tocchi (Mark Ruffalo), aquel semblante que contemplará Graysmith, al fin cara a cara, para poder comprobar si era el asesino, si era el rostro, cotidiano, trivial, de un horror, el del escurridizo fuera de campo que respiraba amenazante con su elusivo silencio al otro lado del teléfono y, metafóricamente, de una sociedad: el horror de lo posible y lo inconcebible. Pero las pruebas nunca fueron determinantes, sino contradictorias. Por eso, la incógnita aún permanece, la mirada suspendida sobre el trazo inconcluso de una interrogante (el rostro del posible asesino) y sobre la herida abierta de una evidencia (el rostro de la víctima): las tramas de la vida están perfiladas por imprevistas fisuras indiscernibles con las que es necesario convivir.

lunes, 24 de abril de 2023

El estrangulador de Boston (2023)

 

La primera parte de El estrangulador de Boston (1968), de Richard Fleischer, seguía la investigación en busca de el estrangulador de Boston, a quien se responsabilizó de los trece asesinatos de mujeres, de diversa edad, entre 1962 y 1964. Éramos testigos de un diverso puzzle social, como añicos de un escenario social que se camufla en los quistes de las apariencias convenientes, y su condición venía agudamente reflejada en el uso de la pantalla dividida, a la cuál nunca se le ha dado mejor uso que en esta gran obra. El objetivo de la investigación, o los sospechosos, eran todos aquellos calificados o etiquetados de realizar o gustar los que se califica como comportamiento desviado según los rígidos valores de la llamada sociedad bien pensante (qué ironía de término). En la segunda parte de la obra, ya definida la identidad del asesino, Albert DeSalvo (Tony Curtis), se centraba en su interrogatorio que implicaba abordar su mente, dividida, ya que él mismo desconocía lo que hacía (característica que se desmarcaba de la realidad, ya que DeSalvo no fue diagnosticado con desorden de múltiple personalidad). En ese tramo se contrastaba con la severidad de su interrogador, el fiscal Bottomly (Henry Fonda) quien se confronta con una faceta, que desconocía, más severa e inflexible de como se concebía a sí mismo.

En 1974, en su primer pase televisivo, se añadía una coda en la que se indicaba que no se creía que De Salvo fuera el auténtico asesino y que su confesión más bien era fruto de su mente perturbada. El estrangulador de Boston (Boston strangler, 2023), de Matt Ruskin (también guionista) explora esa duda sobre su auténtica autoría de los crímenes o si solo fue parcial. En este caso, el enfoque no es el de un conjunto social sino el de uno de los ángulos, el de la periodista Loretta MacLaughlin (Kheira Knightley), la primera periodista en asociar los primeros crímenes, quien, en colaboración con Jean Cole (Carrie Coon), realizó una investigación periodistica que puso en interrogante si la confesión de DeSalvo, repleta de inconsistencias e imprecisiones, más bien camuflaba unas conveniencias, no solo de presuntas complicidades con otros reclusos en su misma prisión, sino incluso de representantes de la ley, como Bottomly (para así conseguir un culpable). En el planteamiento visual, cromático y lumínico, se inspira en obras de David Fincher, Seven (1995) y, en especial, Zodiac (2007), también protagonizada por periodistas. Hay una secuencia, particularmente, en la que Loretta visita a un sospechoso que remite a una de las más desasosegadoras de aquella (en la que el periodista, encarnado por Jake Gyllenhaal, en un sótano, teme que quizá esté con el asesino). Pero a la obra le falta la necesaria turbiedad atmosférica.

Hay secuencias que brillan por el uso del fuera de campo, como el asesinato de una de las víctimas, en la que se mantiene el encuadre sobre la bañera, cuyo grifo ella cierra, mientras se escucha cómo la mujer abre la puerta, y es atacada por el intruso, cuya mano se verá irrumpir en el encuadre para abrir el grifo. O pocas secuencias, después, cómo mantiene largamente el plano sobre Loretta, mientras sus dos superiores le notifican, pese a sus protestas, la colaboración de Jean, presente también en la sala, en la investigación y redacción de los artículos. Es un detalle que conecta con esa serie de circunstancias que Loretta no podrá controlar, relacionada siempre con los poderes. Conecta también con un elemento nuclear, la restricciones que sufren las mujeres en relación con los hombres. En cierta secuencia, su marido, James (Morgan Spector), quien, en principio, parece flexible y comprensivo, le indica que cualquier mujer se alegraría que su marido dispusiera de un aumento de sueldo (aunque implicara que debiera supeditar sus ambiciones a las de él). En las secuencias finales retorna a casa, pero al percibir, desde el exterior, que su marido está viendo la televisión, decide reunirse en el bar con Jean (quien, por tener algo más de edad, ya ha pasado hace tiempo a esa fase de distancias afectivas). Los crímenes, al plantearse la posibilidad de que fueran cometidos por distintas personas (algunas de ellas, de hecho, aprovechándose de algunas características difundidas de los crímenes del estrangulador, para resolver una circunstancia complicada con una mujer), también disponen de su resonancia sobre un conjunto social en el que, en un sentido figurado, socialmente, los hombres estrangulaban a las mujeres con restricciones y abusos (legitimados o no). La estimable El estrangulador de Boston sigue la estela de producciones como la reciente Al descubierto (2022), de Maria Schroeder, aunque esta pareciera un remedo acartonado de Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J Pakula o Spotlight (2016), de Tom McCarthy, con personajes carentes del necesario relieve.

viernes, 21 de abril de 2023

Tin & Tina

 

Tin & Tina, opera prima de Rubin Stein, variación extendida de su cortometraje homónimo del 2013, pretende ser una película de terror y una metáfora sobre el inacabado proceso de transición de nuestro país. La acción dramática acontece en 1981 (en la década de los ochenta también acontecen otras obras de terror reciente como La niña de la comunión, de Víctor García, y Fenómenas, de Carlos Theron), y comienza con una boda, entre Lola (Milena Smit) y Adolfo (Jaime Lorente), que culmina con una mancha de sangre en el vestido de la novia y la notificación de que no podrá tener hijos. La pareja, en particular por la insistencia del marido, al ver como ella se ha quedado devastada (como si hubiera quedado anclada en su desgracia), decide acudir a un convento para realizar una adopción. Pese a la inicial renuencia de Adolfo, se decantarán por Tin (Carlos González) y Tina (Anastasia Achikhmina), dos hermanos gemelos de siete años, de rubio pelo, con diseño semejante a los de los niños alienígenas de El pueblo de los malditos, sea la versión de Wolf Rilla de 1960, y su secuela, Los hijos de los malditos (1963), de Anton Morris Leader, o la de John Carpenter en 1995, porque Lola verá en su desvalimiento (cuando les escuche decir que nadie les quiere) el reflejo del propio. Ambos niños representan esos residuos de la dictadura. Son dos niños con un remarcado sentimiento religioso (decoran la casa con crucifijos y demandan que se realicen las correspondientes bendiciones antes de comer). Parecieran representar las sombras camufladas con luz de la pesadumbre de Lola, quien ya no cree en dioses, dada la desgracia que ha sufrido. Ambos niños a su vez representan el quiste sebáceo de esa sociedad clasista que representa el propio marido, con su lujosa mansión, su dedicación con vestuario uniformado y sus aún inmarchitables convicciones religiosas (a diferencia de Lola, quien piensa que un niño no tiene que ser bautizado, sino que él decidirá cuando crezca, él piensa, como los niños, que sí).

Tin & Tina no se desprende de una de las convenciones más manidas, y por ello irritantes, del género. Si hay una mascota de por medio, en este caso un perro, ya se prevé que será la primera víctima. Al menos, Stein plantea las secuencia con cierta voluntad de buscar soluciones formales al menos elaboradas. La cámara encuadra al sofá tras el que se le ve a ambos niños que realizan la correspondiente mutilación al cadáver del perro; a la mañana siguiente, desde el ángulo opuesto la cámara encuadrará en primer término a Lola contemplando en primer término al cadáver, y en segundo término al marido; en el siguiente plano, cenital, se verá a Lola abrazada al cadáver, y se realiza una transición a otro plano cenital de la tierra en la que se está terminando de sepultar el cadáver. Son soluciones de puesta en escena que evidencian un esfuerzo por intentar dotar de significado expresivo a la puesta en escena: en la secuencia de apertura, la cámara desciende desde los alto de la iglesia para encuadrar a ambos contrayentes, pero el movimiento concluye en Lola, quien será el conductor emocional de la narración, como si esta fuera la transposición de sus pesadillas tras sufrir la desgracia (no hay sentido sino enajenación y aleatoriedad).

La secuencia climática es un largo plano secuencia que sigue a Lola por las diversas estancias de la casa, y en la que se juega con la incertidumbre del fuera de campo, que se amplifica a lo que puede ser o no que colinda con lo que se quiere que sea o no. Lástima que ese voluntarioso esfuerzo de estilo no encuentre correspondencia en la necesaria consecución de una atmósfera siniestra. La narración adolece de turbiedad o inquietud incluso en las secuencias más tensas, aunque esté planteado con cierta eficacia de montaje alterno, pero más bien como un engranaje que se aplica a un patrón. En las últimas secuencias otras imágenes televisivas muestran la subida al poder del PSOE, y a Felipe González aludiendo a los sacrificios que harán por el país. O la aparente transición que no se culminó dado cómo la España profunda, o los lodos de la dictadura, se camufló bajo otras apariencias, como también se expuso en La isla mínima (2014) y Modelo 77 (2022), ambas de Alberto Rodriguez, o en la serie Feria: la luz más oscura (2022), creada por Carlos Montero y Agustín Martínez. Es lo que la conclusión de la narración plantea, la negación camuflada tras la enajenación que se sustenta en la necesidad de que la realidad sea como se prefiere que sea.

miércoles, 19 de abril de 2023

Blue Jean

 

En la secuencia introductoria de Blue Jean (2022), opera prima de Georgia Oakley, Jean (excelente Rosy McEwen) se tiñe el pelo. Jean es profesora de educación física en un colegio de Newcastle en el que no comparte con sus compañeros de trabajo que es lesbiana. De alguna manera, se tiñe en su forma de presentarse ante los demás, para aparentar lo que no es, para sentirse integrada y no sentirse estigmatizada, e incluso, perder su trabajo. Actitud que difiere de la de su pareja, Viv (Kerry Hayes), quien no se camufla en ninguno de los escenarios sociales que configuran su vida. Jean compartimenta, por eso nunca socializa con sus compañeros de trabajo. Fuera de éste, disfruta del tiempo de ocio con su novia y amigas lesbianas. Vive vidas separadas. En las secuencias iniciales, contempla en la televisión imágenes de un concurso, Blind date, en el que hombres y mujeres, heterosexuales, buscan pareja, así como intervenciones de políticos, que se sucederán a lo largo de la narración, condenando la homosexualidad, a la que califican como opuesta a lo que conciben como normal (legítimo, deseable, ejemplar). En 1988, el año en el que transcurre la narración, se discutía la aprobación de la ley Sección 28, que prohibía la promoción de la homosexualidad (ley que, tras ser aprobada, se mantendría vigente hasta el año 2000), como si fuera una decisión que se pudiera adoptar. Influía en el sistema educativo porque alentaba los abusos y podía propiciar que se pudiera calificar como inaceptable (en términos de configuración familiar), o que directamente se condenara, aún más cuando parecía asociarse con los comportamientos depredadores sexuales pedófilos. En esa circunstancia, hubo quienes, como Jean, optaron por mantener una doble vida, dos narrativas en paralelo, que implicaba fingimiento y negación en los escenarios sociales en los que podía ser rechazada, fuera en el laboral o en el familiar (aunque la hermana de Jean lo intuye, e incluso se lo plantee con naturalidad).

El tratamiento realista y las convenciones dramatúrgicas pueden entrar en conflicto o quizá convivir en funambulista armonía. En el colegio no falta la alumna que rezuma arrogancia y que acaudilla el correspondiente grupo que se ríe de alguien, otra chica, es decir, que disfruta humillándola. Es el caso de Siobhan (Lydia Page) que no se cansa de provocar o intentar humillar a la chica nueva, Lois (Lucy Halliday), y más aún cuando sospecha que puede ser lesbiana. Es un recurso dramatúrgico convencional, en cuanto frecuente, aunque refleje, tristemente, una realidad recurrente. Lois, por su parte, ejerce de contrapunto, en la senda de Viv, para Jean, porque no se ve lastrada por los mismos temores. Incluso, en el mismo pub que frecuenta Jean, Lois no duda en entablar amistad con las amigas de Jean, para consternación de ésta, ya que quiere mantener separadas sus dos realidades, la natural y la prostética. El desarrollo de ese conflicto entre alumnas, como se puede prever, ejercerá de puesta a prueba de la capacidad de Jean para ser consecuente con lo que es y piensa o si, por el contrario, se pliega a la máscara conveniente con la que se amolda a lo que demanda la sociedad tanto como normativa como normalidad (por tanto, legitimada).

Ese dilema, o la decisión por la que, en primera instancia, se inclina, deparará unos pasajes de cariz impresionista, potenciado por el uso expresivo del diseño sonoro, que reflejan los forcejeos emocionales de Jean. Destaca un excelente movimiento de cámara de retroceso que la reencuadra con sus compañeros de trabajo en un bar, el cual condensa su provisional claudicación. Por fortuna, dramáticamente, no se busca la vía convencional que busque la resolución de la circunstancia, ni siquiera en términos de justicia poética, sino que ahonda en las contradicciones de Jean y en su proceso de confrontación con las mismas como tránsito de muda vital que supone modificación de actitud, o un paso crucial en en ese proceso. La circunstancia, externa, no variará, y los desafíos seguirán siendo los mismos. La diferencia reside en quién no tiene miedo de las reacciones de los otros y quién sí se encorva y esconde para evitar las burlas o los desprecios. De ahí, la liberación que supondrá para Jean reconocer que es lesbiana, y además de modo espontáneo, en uno de esos escenarios sociales en los que solía disimular: su reacción mezcla de llanto y carcajada condensa de modo elocuente esa catarsis: el contrapunto visual de unos caballos en el prado es elocuente reflejo pero, de nuevo, colinda con la convención. Aunque sus secuencias finales culminan, con sucinta belleza, una catarsis emocional a través de miradas sin necesidades de subrayados.

lunes, 17 de abril de 2023

El inocente

 

El inocente (2022), de Louis Garrel comienza con una situación que parece lo que no es. No es una circunstancia real sino parte de una circunstancia dramática ficticia. Michel (Roschdy Zem) habla del acto de matar, pero realmente corresponde a un monólogo en una clase de interpretación, en un centro penitenciario, impartida por Sylvie (Anouk Grinberg), enamorada de Michel, recluso con el que se casará en una de las primeras secuencias. Esa ambigüedad anticipa cómo en la narración será capital el contraste entre la apariencia y lo real, entre lo que se piensa que puede ser y lo que es. Será difícil discernir entre el parecer y el ser. No solo será complicado discernir cómo son otros, sino cómo siente uno mismo. Por eso, paradoja, una circunstancia ficticia, escenificada, servirá para revelar, para Abel (Louis Garrel), el hijo de Sylvie, lo que realmente siente. De hecho, las relaciones de un par de parejas sufrirán radicales modificaciones en el desarrollo de la narración. Ya Un hombre fiel (2018), la opera prima de Garrel, se vertebraba sobre la interrogante de qué es lo que vemos en la persona que amamos. Abel (Garrel) perdía paso en la realidad cuando su pareja le comunicaba que estaba embarazada de otro, con el que pretendía casarse.¿ En qué medida conocía a la mujer que amaba?¿Qué realidad había habitado o en qué medida se correspondía su idea o percepción con la realidad? En el inicio del relato de El inocente, una pareja, la de Michel y Sylvie, parece que se consolida, mientras que la del hijo de Sylvie, Abel (Louis Garrel), viudo, con Clemence (Noemi Merlant), se define por la amistad, aunque los límites parecen confusos. En ocasiones, por ciertas discusiones, parecieran más una pareja, como la relación de Abel con su madre se caracteriza por la confusión, ya que, como él reconoce, se comporta más como marido o padre que como el hijo que añora volver a sentirse. Por eso, su relación con su madre se define por el control, por un excesivo sentido de protección. Pareciera que intentara compensar el dolor de la pérdida de su esposa.

El mismo curso narrativo de El inocente sufre variaciones, cual imprevisible trayecto, como si se convirtiera en otra película. El primer tramo se vertebra a través de la suspicacia de Abel, quien piensa que Michel no es la adecuada pareja para su madre. Abel, en Un hombre fiel, no sabía captar la piel real tras la piel de la apariencia, el juego escénico, las maniobras y tácticas. Se quedaba empantanado en las interpretaciones literales. En El inocente, proyecta sus temores. Piensa Michel que no es quien aparenta, o como se presenta con su madre. Piensa que no se ha desligado de su pasado de delincuente. Aunque monte un establecimiento de flores con su madre, piensa que representa un escaparate que no se corresponde con lo real, como ejemplifica esa pistola que encuentra en uno de sus bolsillos. Por eso, decide realizar seguimientos, que están planteados en tono de comedia, para resaltar el comportamiento patético de Abel, siempre cuestionada su obcecación por su madre o por Clemence, quien le cuestiona que no percibe la felicidad que transpira esa relación. Abel, en Un hombre fiel, fluctuaba entre dos mujeres, como si la realidad fuera un escenario imaginario, en el que la mente fluctua entre sus sueños y dudas. El trayecto de la narración de El inocente fluctua, acorde a las variaciones de la relación de Abel con la realidad (su percepción o concepción de Michel). El curso de la narración da un vuelco cuando las relaciones se reconfiguran con revelaciones, que posibilitarán otro tipo de revelaciones sobre él mismo para Abel. Ese imprevisto trayecto se gradúa sutilmente con una progresiva variación de la tonalidad narrativa, que sabe conjugar con sutilidad la vertiente patética con la dramática o tensa. Aunque se cuestione la actitud empecinada de Abel, marcada por la extrema susceptibilidad, no carece de cierta base por cuanto Michel no se ha desligado por completo de su relación con la actividad delincuente. Pero la realidad se define por los matices y por las circunstancias, por eso Abel se decidirá a ayudarle. Quien sospechaba de otro como posible amenaza se convierte en cómplice, porque piensa que esa ayuda puede colaborar a conseguir que se desligue de esa vertiente que consideraba amenaza para su madre. Abel y Clemence deciden ayudar a Michel en el atraco a un camión con caviar (robo que servirá para compensar la ayuda que le han proporcionado a Michel para poder alquilar la lonja donde han inaugurado el negocio de flores) con una escenificación con la que distraer el suficiente tiempo, en el bar de carretera, al conductor del camión.

Michel se define por su convincente capacidad actoral, mientras que Abel se caracteriza por su torpeza. Mientras que la capacidad de Michel para fingir ser otro, como también demuestra en los ensayos de Michel y Clemence, será puesta en cuestión pues no comparte con Sylvie su decisión de realizar ese robo, es decir, pauta la relación sobre unas mentiras, lo que afectará a la complicidad de la relación marital, Abel, durante la escenificación de la discusión que urden, se confrontará con sus propias emociones. No será otro, sino que será él mismo, y expondrá lo que realmente siente a Clemence. Una escenificación sirve para evidenciar lo que permanecía contenido, o retenido, en una relación de amistad que, por eso, parecía definirse por la ambivalencia. Abel trabaja en un acuario, instruyendo a los niños sobre las criaturas marinas, pero permanecía fuera del flujo de sus emociones, transfiriendo en otros, como en las relaciones de su madre, las carencias y los pesares que no había confrontado en sí mismo. Esa capacidad narrativa de modificar la narración desde el planteamiento irónico sobre un comportamiento patético a la revelación epifánica emocional condensa la singularidad de esta sugerente obra que sabe desplazarse con desenvoltura por sus múltiples y sucesivos recodos narrativos.