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viernes, 2 de agosto de 2024

París, bajos fondos

 

Pocos cineastas me parece que hayan reflejado el amor de una forma tan cautivadora y bella como Jacques Becker. Quizás, así a bote pronto, sólo Borzage, Lean, Ophuls, Naruse, Tarkovski o Dieterle. No es de extrañar que dirigiera el proyecto que pretendía Ophuls realizar antes de morir, Los amantes de Montparnasse (1958). Pocas historias o relaciones de amor me han conmovido y conmocionado como está, quizás causa de que suela emborronar en mi memoria una obra que alcanza semejante magisterio, como Paris, bajo fondos (Casque d'or, 1952), la cual, por otro lado, siempre me ha resultado difícil transcribir en palabras, en ideas, tal es su soberanía de hacer del gesto, las miradas y las acciones, una sinfonía musical de arrebatador misterio que se palpa como si se sintiera el agua de las emociones y sentimientos en las manos. Quizá por eso logró con La evasión (1960) materializar con tal minuciosa precisión la esencia de una tarea o labor; el trabajo bien hecho, afinado, medido, constante. Como los gestos que definen un amor, esa compenetración, esa dedicación al otro, como llevar un café a la mujer que amas, como si portaras un cáliz que es homenaje, como otros miles de gestos, de miradas, que son la sinfonía en la que fluye la conexión que va más allá de las palabras ( por eso cada vez hay menos a medida que progresa el relato, y son las acciones las que lo conducen). Hay un bellísimo plano que condensa esa excepcionalidad que conecta entre ambos, ese plano de Marie (Simone Signoret), mirando a Manda (Serge Reggiani), tras despertarle, con la luz resplandeciente alrededor de su rostro, como si fuera una corona de luz que brotara de su cabello, de su rostro. El espacio es junto al río, junto a las aguas, un espacio natural, que contrasta con el urbano en el que acaece la mayor parte de la narración. Una elipsis nos conduce a su contraplano, al de Manda, ya en la cama, mirando embelesado y admirado a Marie, que ahora duerme, tras que hayan hecho el amor por primera vez. Pocas veces un intercambio de miradas, en primer plano, ha sido tan efectivo para describir una conexión amorosa, sea la primera vez que se ven o cuando se reencuentran (como un sello que corrobora una primera impresión y determina a tomar decisiones, como Manda a abandonar a la mujer con la que estaba prometido).

Ese efecto de luz remarca el apodo de Marie, Casque d'or (Casco o yelmo de oro), quien, en realidad se llamaba Amelie Elie, ya que el argumento está inspirado en un suceso real que tuvo lugar entonces, en 1902, en los tiempos de la Belle Epoque, cuando los llamados apaches, con sus trajes y bombines, dominaban la delincuencia en París, en la zona de la calle de Cascades, lo que implicaba alianzas bajo mano con algunos representantes de la ley. Leca (Claude Dauphin) era su jefe, alguien sin escrúpulos ( como el depredador tratante de arte que encarna Lino Ventura en Los amantes de Montparnasse, al acecho de la muerte de Modigliani, porque sabe que muerto es cuando se venderán mejor sus cuadros). Leca es la corrupción tras una sonrisa tan afilada como las navajas que usan para dirimir las diferencias, como las pugnas por quien posee (ya que representa una propiedad de lujo; seña de distinción) la prostituta Marie. Pero si hay quien se deja llevar por la visceralidad, como Roland (William Sabatier), el secuaz que no acepta que Marie, primero, baile, y después, ame, a Manda, y desafíe a éste, pero de frente, los hay como Leca que utilizan estrategias más sibilinas, más traicioneras, porque también aspira a poseer a Marie ( hay que ver cómo usa la navaja cuando le vemos en la primera conversación con Marie, cuando se supone que tiene que amonestarla por dejar en mal lugar a su hombre por bailar con Manda, aunque lo que hace es echarle los tejos; o cómo roza con su dedo el cuello de Marie cuando le pregunta si ha decidido dejar a Roland).

Son innumerables los momentos extraordinarios de esta obra que brilla tanto por su prodigiosa precisión, que extirpa lo accesorio, como por la lacerante poesía que va calando en la narración en su portentoso último tramo, todo un ballet de gestos, miradas y acciones que rasga las entrañas. Es difícil no resaltar la belleza de la amistad de Manda con el apache Raymond (Raymond Bussieres), con quien se reencuentra, tras seis años, en las primeras secuencias; exquisitas y elocuentes secuencias como aquella en la que Marie y Manda contemplan la boda en la iglesia (ese gesto de Manda mirándola a ella, con el mantillo en la cabeza, con el gesto resplandeciente observando el fuera de campo que quisiera protagonizar, el de la boda...); la alegría de Marie, al despertar tras su primera noche de amor, cuando se percata, por la ropa de él sobre la silla, que Manda no se ha marchado y, en cambio, su desesperación al despertar otro día y percatarse de que su ropa no está, con lo que comprende que ha ido a entregarse a la policía para así liberar a su amigo Raymond, delatado por Leca; la sublime secuencia de la ejecución del traidor y corrupto Leca, irónicamente en las dependencias de la policía, de una rasgante intensidad (que anhela convertirse en grito) que sólo encuentro parangonable en el cine de Peckinpah; o cómo el resplandor del citado bello primer plano de un amor a realizarse, de una mirada que admira al hombre que ama, y con el que va a hacer el amor por primera vez, se transforma en la secuencia final en el primer plano que lamenta la desaparición de su contraplano, ya convertido, irremisiblemente, en ausencia (cuando contempla desde la ventana de un hotel cómo es ejecutado con la guillotina). Celebremos lo sublime, como la muerte, la tragedia y la desolación, en la conclusión de la película, es contrarrestada con la evocación del momento de la sensación verdadera, la danza de un amor resplandeciente y excepcional que Marie y Manda vivieron fugazmente pero con envidiable plenitud.

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