El intrigante inicio de El relojero de Saint-Paul (1975), de Bertrand Tavernier, adaptación de la novela L'horloger de Everton de Georges Simenon, cautiva por su extrañeza. Una niña en el pasillo de un vagón de tren, un coche ardiendo. Nos hace sentir que algo fuera de lo corriente ha ocurrido pero sin vislumbrar el qué. Asienta una incertidumbre que impregna las posteriores secuencias, donde nada parece que ocurra porque todo parece muy cotidiano, cuando nos presenta a Descombes (Philippe Noiret), departiendo con sus amigos mientras cenan y cuando se sigue a la mañana siguiente, con dilatada parsimonia, sus acciones de levantarse, desayunar y dirigirse a su tienda de relojero. Una impecable forma de definir a un hombre cuya vida es como el mecanismo de un reloj, una estructura de movimientos que son inercia de rutinas. Pero un suceso inesperado rompe éstas. La policía le informa de que su hijo ha huido junto a su novia y es sospechoso de un crimen. Deducimos que está relacionado con ese intrigante inicio, aunque a Tavernier no le importa, como a Georges Simenon, la trama, sino los claroscuros morales que no dejan espacio para la confortable certeza. El juego de la incógnita es otro, el del extrañamiento. Una de las principales virtudes de esta excelente obra es cómo, con un conciso estilo más escurridizo de lo que se puede inferir de su apariencia naturalista, nos va sumergiendo en el desconcierto de un padre que va vislumbrando lo poco que sabe de su hijo porque había dejado asentar una distancia que era ausencia de comunicación. Aunque parezcan tan dispares, se le podría aplicar sus palabras admirativas por el cine de Michael Powell: 'Sus intenciones van más allá del naturalismo cotidiano, y conduce hacia una irracional y metafísica intensidad que propicia innumerables visiones. No sigues la trama, te sumerges en un universo'.
Ese extrañamiento va calando lentamente en la narración, con amortiguada intensidad, a través de sutiles detalles que actúan como contraste, y como signos de esa ausencia, caso de las notas de piano que suenan en un piso vecino cuando Descombes, tras recibir la noticia, se tumba en la cama de la habitación de su hijo, o el tic tac de los relojes cuando escucha en su tienda, en un magnetófono, la confesión de su hijo explicando la motivación de sus actos. La narración, por tanto, se convierte en una deriva individual pero, a su vez, perfila, con afinado equilibrio, el retrato de una sociedad que no asume sus responsabilidades a través de un telón de fondo de reivindicaciones sociopolíticas (añádase que el crimen tiene lugar en la noche de las elecciones) en el que laten ecos de los movimientos sociales contestatarios de finales de los 60 y de la narrativa existencial. El muerto era un guardián de las milicias patronales, y pronto, periodistas y policía enfocarán el crimen hacia la motivación política, para perplejidad del padre que no encaja que califiquen a su hijo de izquierdista. El padre reenfoca su mirada en colisión con un desenfoque colectivo. La recuperación de su mirada (que es abandono de inercia de vida) acontece con el discermiento de inercias sociales caracterizadas por el desenfoque en su forma de percibir la realidad. Se da cuenta de que no conocía a su hijo, pero se esfuerza en comprenderle, en vez de que, por su acto, su condición de mancha social se convierta en condicionamiento perceptivo. No lo siente como extensión de él, sino que intenta comprender sus motivaciones.
El policía encargado del caso, Guibaud (Jean Rochefort), se pregunta qué le hemos hecho a nuestros hijos, pero más que una interrogante es una queja agraviada. El hijo, en un momento dado, dice que todos oyen lo que quieren oír. Hay una implícita ironía en que el asesinado se llame Razón. Todos buscan, antes y después de la detención, una conveniente explicación sobre un acto que, ante todo, pone en evidencia, como apunta indignado un amigo de Descombes, la asfixia de una sociedad en la que los ciudadanos están presos de la cobardía y el confort. Una sociedad que, simplemente, permite el abuso por conveniencia. Para el hijo, su razón es que el asesinado era repugnante, que ya estaba bien que alguien como él se saliera con la suya (un reflejo de una sociedad asentada sobre el abuso de poder económico). Sólo el padre se esfuerza en entenderle (en las primeras secuencias, quita la verja de su establecimiento; en las secuencias finales contempla a su hijo a través de los barrotes que les separa; pero su mirada ya carece de verjas que interfieran). Esto, además, implicará que comprenda por qué su hijo había dicho de él que era demasiado amable, y que recupere a aquel que fue antes de acomodarse en su vida de rutina y tiempo mecanizado, aquel que abofeteó, durante la guerra, a un general que pretendía que entrara en una casa en llamas para recuperar su violín. Esa es su revolución personal.
No lo tuvo nada fácil Bertrand Tavernier para dirigir su opera prima. Decisivo, para conseguirlo, fue el apoyo del actor Philippe Noiret. Como escribió Tavernier en una carta de homenaje tras su fallecimiento: ”Fue su fidelidad a la palabra dada, su sentido del honor, lo que me permitió hacer El relojero de Saint Paul, pese a que el guion había sido rechazado prácticamente por todos los productores y distribuidores en París. Durante más de dieciocho meses, mientras me rechazaban y humillaban, él me apoyó, estuvo en mi rincón, sin renegar de su compromiso. Yo, sin embargo, nunca había hecho antes una película, y si él hubiera abandonado el barco, hoy no estaría aquí”. En esos momentos, Tavernier trabajaba como agente de prensa para el productor Georges de Beauregard. Se había iniciado en el mundo de cine como ayudante de dirección para Jean Pierre Melville en Leon Morin, pretre (1961), pero este, dada sus escasas aptitudes para tal labor, le recomendó que mejor se dedicara a agente de prensa, y en tal labor trabajó en su siguiente obra, El confidente (Le doulos, 1963). Al mismo tiempo, Tavernier se dedicó a la crítica de cine, en Positif y Cahiers du cinema, y publicó dos libros sobre el cine norteamericano. Como agente de prensa conoció al cineasta italiano Riccardo Freda, quien le presentó a los guionistas Pierre Bost y Jean Aucheren, que durante los 40 y 50 habían colaborado en los guiones de obras de Rene Clement y, sobre todo, Claude Autant Lara, para quien adaptaron otra obra de Simenon, En cas de malheur (1958), es decir, representantes de un cine que había sido denostado y descalificado como academicista por Francois Truffaut en su artículo Una cierta tendencia del cine francés, con términos como cine de papá o una tradición de calidad. Tavernier, apoya, o reivindica, la tradición y, a la vez, va a contracorriente (como su recurrente cuestionamiento de las contradicciones y abusos del poder institucional; algo de ello tenía esa estigmatización inflexible por parte de Truffaut con respecto a un cine del pasado con el cortaban todo lazo). Tavernier se interesó por el tratamiento que tenían escrito sobre una obra de Georges Simenon, L’Horloger de Everton, y cuando ya pudo rodarla, gracias al apoyo en la producción de Raymond Danon, trasladó la acción a su ciudad natal, Lyon. Por añadidura, la película está dedicada al guionista Jacques Prevert, conocido en especial por su amplia colaboración con Marcel Carné, representante de ese estilo conocido como realismo poético, en los años 30 y 40. Como se puede apreciar, todas las décadas del cine francés se congregan a través de esa serie de nombres. Tradición y modernidad se conjugan en el cine de Tavernier en un punto intermedio. El relojero de Saint-Paul es el inicio de una de las más sugerentes y sustanciosas filmografías del cine francés.
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