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lunes, 5 de agosto de 2024

El bello Antonio

 

Las secuencias iniciales de la magnífica El bello Antonio (Il bell'Antonio, 1960), de Mauro Bolognini, me transmitían la sensación de transitar entre unos reflejos de la sublime La dolce vita (1959), de Federico Fellini. Aparte de la presencia de Marcello Mastroianni, por estar también sus imágenes impregnadas de una atmósfera espectral, de un sordo malestar (admirable la labor fotográfica de Armando Nannuzi: unos densos negros que parecen asfixiar a la luz durante casi toda la narración). En la secuencia inicial Antonio (portentoso Mastroianni) discute en la cama con una mujer con la que está rompiendo (como el personaje de Mastroianni discutía, aunque de modo acerado y desgarrado, con su pareja, encarnada por Yvonne Furneaux, en la obra de Fellini). O más que discutir encaja las desesperadas palabras de ellas que no son sino petición de que la ame, porque ella quiere entregarse completamente para él. Pero, Antonio, con gesto pesaroso apostilla que no se humille más. Antonio retorna a la casa de sus padres, y su talante transpira la sensación de que se siente ya deshabitado de ilusiones, como un autómata (como Marcello en el último tramo de la obra de Fellini). Y hay una secuencia en una fiesta que más que transmitir júbilo y exuberancia parece otra danza de espectros que intentan compensar su vacío, o que no deja de ocultar la insustancialidad de sus vidas (inquietudes). El mismo despojado decorado apuntala la sordidez vital. Antonio vive entre reflejos, y no sabe vivir más allá de los reflejos. La imagen inicial muestra a Antonio y la chica reflejados en un espejo. La imagen final le mostrará a él reflejándose en otro espejo ( en donde ya parece cautivo). Cautivo de los reflejos en la mirada de los demás y de los propios.

El bello Antonio, con un espléndido guion de Pier Paolo Pasolini y Gino Visentini, según la obra de Vitaliano Brancati, que traslada la acción del periodo fascista al tiempo en el que se rueda la película, fluye, en primer instancia, en su superficie, sobre esa trama de reflejos sobre la que construyen su vida los otros, y progresivamente la fisura que establece la incapacidad o dificultad de vivir de Antonio ( coincidente en cierto sentido con la del personaje de Maurice Ronet en la obra maestra de Malle, Fuego fatuo, 1963), que va minando progresivamente la narración, como un disparo con silenciador (y con rasgones, los de la extraordinaria banda sonora de Piero Piccione). Los demás le ven como la representación de la belleza, como un hombre al que todas las mujeres desean, por tanto, el hombre al que todas las mujeres aspiran (un amigo le llega a decir que en la fiesta era el único hombre que atraía a las mujeres): Antonio, para los demás, es esa imagen. Otro reflejo: el peso de una tradición, la buena boda: Antonio complace a sus padres, Alfio (Pierre Brasseur) y Rosaria (Rina Morelli), anunciando que sí quiere casarse ( aunque previamente hubiera mostrado sus reticencias): su elegida es Barbara (Claudia Cardinale), a la que califica de ángel la primera vez que la ve en una foto (es un flechazo a través de una imagen; es más una representación de una idea que alguien con quien conecta). Pero una sombra, la de otro reflejo, otra tradición, la virilidad, hará tambalear el paraíso: la no consumación de ese matrimonio, que hará asomar el fantasma de la impotencia (agonía sobre todo para su padre; cuestión que se extenderá a las implicaciones religiosas: el diálogo del padre con un sacerdote sobre el absurdo que estigmaticen la unión carnal fuera del matrimonio y justifiquen como opción de anulación de matrimonio la no unión carnal).

En la secuencia inicial en casa de los padres, Antonio, en cierto momento, se queda solo en su habitación, reclinando la cabeza. Su voz, en off, expresa cómo salió en busca de amor, y ha retornado al hogar con la sensación del fracaso. Antonio poco tiene que ver con la que imagen que se han hecho de él. En su vida aún no logra conciliar el ideal y el cuerpo: Cuando están en su casa tras la boda, Antonio y Barbara, la cámara se acerca en travelling hacia ambos, en la balaustrada: el paseo que tienen en frente es como la corporeización, por su trazado, de la fisura que les distanciara, esa que impide a Antonio expresar con el cuerpo lo que siente; el siguiente plano es Barbara columpiándose, mientras él no deja de besar sus brazos: la adoración le paraliza. Resulta sobrecogedora la secuencia en la que Antonio abre su corazón a su primo, en el coche: el encuadre cerrándose sobre su rostro, con una negrura alrededor que parece supurar: comparte su desgarro vital, su fracaso por habitar la vida, sus sentimientos y deseos, que ha hecho que se sienta un espectro a la deriva, extraviado entre los reflejos de los demás y sus propios reflejos que no logra hacer cuerpo. Antonio no puede hacer el amor con quien ama, solo con mujeres con las que nada siente. El embarazo de la sirvienta supondrá la alegría para su familia, porque demuestra que no es impotente, sino que es un hombre, pero la frustración seguirá siendo patente para quien se siente un reflejo que se ve incapaz de completar el acto sexual con quien adora (idealiza). Por mucho que las abrume con los besos, como expresa Barbara que ha hecho durante los tres primeros meses de su matrimonio, se cortocircuita cuando esa imagen que le cautiva se torna cuerpo que penetrar. Aunque también sufre parecido cortocircuito Barbara, quien, virgen, se muestra horrorizada ante lo que es un parto, por cuanto aún ignora cómo nacen los niños. En un caso u otro, reflejos de unas carencias culturales en la relación con el cuerpo y las emociones. Como en el caso del padre, la idea de la hombría. Irónicamente, muere tras empecinarse en demostrar su potencia sexual con una prostituta.

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