Las secuencias iniciales de la magnífica El bello Antonio (Il bell'Antonio, 1960), de Mauro Bolognini, me transmitían la sensación de transitar entre unos reflejos de la sublime La dolce vita (1959), de Federico Fellini. Aparte de la presencia de Marcello Mastroianni, por estar también sus imágenes impregnadas de una atmósfera espectral, de un sordo malestar (admirable la labor fotográfica de Armando Nannuzi: unos densos negros que parecen asfixiar a la luz durante casi toda la narración). En la secuencia inicial Antonio (portentoso Mastroianni) discute en la cama con una mujer con la que está rompiendo (como el personaje de Mastroianni discutía, aunque de modo acerado y desgarrado, con su pareja, encarnada por Yvonne Furneaux, en la obra de Fellini). O más que discutir encaja las desesperadas palabras de ellas que no son sino petición de que la ame, porque ella quiere entregarse completamente para él. Pero, Antonio, con gesto pesaroso apostilla que no se humille más. Antonio retorna a la casa de sus padres, y su talante transpira la sensación de que se siente ya deshabitado de ilusiones, como un autómata (como Marcello en el último tramo de la obra de Fellini). Y hay una secuencia en una fiesta que más que transmitir júbilo y exuberancia parece otra danza de espectros que intentan compensar su vacío, o que no deja de ocultar la insustancialidad de sus vidas (inquietudes). El mismo despojado decorado apuntala la sordidez vital. Antonio vive entre reflejos, y no sabe vivir más allá de los reflejos. La imagen inicial muestra a Antonio y la chica reflejados en un espejo. La imagen final le mostrará a él reflejándose en otro espejo ( en donde ya parece cautivo). Cautivo de los reflejos en la mirada de los demás y de los propios.
En la secuencia inicial en casa de los padres, Antonio, en cierto momento, se queda solo en su habitación, reclinando la cabeza. Su voz, en off, expresa cómo salió en busca de amor, y ha retornado al hogar con la sensación del fracaso. Antonio poco tiene que ver con la que imagen que se han hecho de él. En su vida aún no logra conciliar el ideal y el cuerpo: Cuando están en su casa tras la boda, Antonio y Barbara, la cámara se acerca en travelling hacia ambos, en la balaustrada: el paseo que tienen en frente es como la corporeización, por su trazado, de la fisura que les distanciara, esa que impide a Antonio expresar con el cuerpo lo que siente; el siguiente plano es Barbara columpiándose, mientras él no deja de besar sus brazos: la adoración le paraliza. Resulta sobrecogedora la secuencia en la que Antonio abre su corazón a su primo, en el coche: el encuadre cerrándose sobre su rostro, con una negrura alrededor que parece supurar: comparte su desgarro vital, su fracaso por habitar la vida, sus sentimientos y deseos, que ha hecho que se sienta un espectro a la deriva, extraviado entre los reflejos de los demás y sus propios reflejos que no logra hacer cuerpo. Antonio no puede hacer el amor con quien ama, solo con mujeres con las que nada siente. El embarazo de la sirvienta supondrá la alegría para su familia, porque demuestra que no es impotente, sino que es un hombre, pero la frustración seguirá siendo patente para quien se siente un reflejo que se ve incapaz de completar el acto sexual con quien adora (idealiza). Por mucho que las abrume con los besos, como expresa Barbara que ha hecho durante los tres primeros meses de su matrimonio, se cortocircuita cuando esa imagen que le cautiva se torna cuerpo que penetrar. Aunque también sufre parecido cortocircuito Barbara, quien, virgen, se muestra horrorizada ante lo que es un parto, por cuanto aún ignora cómo nacen los niños. En un caso u otro, reflejos de unas carencias culturales en la relación con el cuerpo y las emociones. Como en el caso del padre, la idea de la hombría. Irónicamente, muere tras empecinarse en demostrar su potencia sexual con una prostituta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario