Los fragmentos, las secuencias, que componen la radiografía de una descomposición, Código desconocido (Code innconu, 2000), de Michael Haneke, son como capsulas, compartimentos incomunicados, planos secuencias (con movimientos de cámaras o en planos inmóviles) que son pasajes interrumpidos, cuya transición, un fundido en negro, evidencia un vínculo no creado, o irresuelto, cortocircuitos en las sinapsis, nexos mutilados, cabos no lanzados, la condición deshilvanada. Las secuencias, los fragmentos, en numerosas ocasiones no concluyen, se interrumpe la secuencia de conversaciones o acciones. Reflejo de la condición fracturada de un conjunto, el que conforma nuestra sociedad, este mundo de placas tectónicas con forma humana que se desplazan separándose mientras se ofuscan en un intercambio de signos que no logran descifrarse, entenderse, armonizarse. Incluso, la realidad y la representación, lo real y el simulacro, parecen difíciles de delimitar, de discernir. En ocasiones, parecen situaciones que realmente están ocurriendo, pero se desvelará que son parte de una ficción que se está rodando. Incapacidades, interferencias. En la secuencia introductoria, unos niños sordomudos intentan adivinar cuál es la palabra que otra niña intenta comunicar, representar, con sus gestos. Nadie lo logra. Hay una tristeza que recorre como una corriente subterránea la narración, como a la vez parecen encerrados, cautivos, los personajes, en sus universos acotados, sean aquellos en los que han vivido desde su infancia, o aquellos a los que se han desplazado, en otro país, en otro entorno cultural, para intentar crear su lugar, y en el que colisionan con la dificultad de integración, aceptación, entendimiento. Extraños en el paraíso, la sociedad bienestar, como representa París, en donde sus habitantes son extraños que intentan descifrarse, o simplemente se rechazan.
Colisiones, maraña. En la primera secuencia, un plano secuencia con movimiento de cámara en dos direcciones (como un avance que retorna para colisionar, y atascarse en un callejón sin salida) coinciden cuatro personajes que compondrán, abrirán (como un organismo radial) los diversos flecos (ámbitos, familias, entornos, clases sociales, etnias) de la narración. Anne (Juliette Binoche) camina por la calle con Jean (Alexandre Hemidi), que es hermano pequeño de su pareja, y que se ha fugado de su pueblo, de la granja en la que vivía con su padre, harto de aquella vida. Cuando se separan, Jean deja caer el papel, que envolvía el bollo que ha comido, sobre el regazo de Maria (Luminița Gheorghiu ), una mujer sentada en el suelo que pide limosna. El gesto le parece despectivo a otro viandante, un joven emigrante procedente de Mali, Amadou (Ona Lu Yenke), quien le interpela exigiendo que pida perdón a la mujer. Acude la policía. Resultado: María es extraditada a Rumanía, y Amadou es golpeado y humillado en comisaría, antes de permitirle irse. Personajes que huyen de una realidad precaria, o insuficiente, congestionada, y que cruzan sus vidas como una colisión, como un desencuentro, como si se estorbaran, como si se toparan con lenguajes incomprensibles, ajenos a los conflictos, a las penurias, que cada uno ha sufrido o sufre.
Posiciones, ángulos. Gestos de hartazgos, de negación, que van dirigidos a otra realidad, pero que en su ceguera a la realidad circundante, avasallan a otros, como transferencia de una impotencia: Jean está lanzando el papel a la vida que quiere dejar, a su padre, pero esa rabia colisiona con alguien cuya propia desolación desconoce, Maria, una figura en la que descargar, porque es inofensiva, vulnerable, una figura aún más indefensa, impotente, que como se siente él, un bulto en el paisaje que es símbolo u objeto, cosa. María, por su parte, reconoce, en cierto momento, cómo, tiempo atrás, rehuyó como si fuera una apestada a una gitana que pedía limosna, para tiempo después ella encontrarse en esa posición, sintiendo en sus carnes esa humillación. Amadou, quien, en la secuencia inicial, intentaba detener el tráfico, la inercial circulación de las violencias cotidianas, las de la ajenidad y la indiferencia, esforzándose en reajustarlo con una acción empática, se ve tratado por la policía con agresividad, vejado, como si él fuera el infractor, por su condición racial, que representa perturbación del orden, amenaza de disturbios, fisura en la pantalla. Esa amenaza que realizan los dos chicos, también negros, en el vagón del metro, sobre Anne, hasta provocarle las lágrimas (aunque desconozcamos qué es lo que les mueve, si el mero capricho o el despecho y la frustración que les determina a devolver las humillaciones sufridas: la raíz se enmaraña: las direcciones, como el travelling inicial, se convierten en colisiones; para ellos, ella es un prototipo de blanca que disfruta de una posición social y económica privilegiada). Desconocemos lo que el otro siente, son representaciones, figuras pasajeras que se cruzan por el encuadre de nuestra vida, por el encierro del encuadre de nuestra vida. Aunque quizá sean también extraños los que la habitan como figuras recurrentes: Anne discute aceradamente con su novio, Georges (Thierry Beuvic) en un supermercado, para acabar abrazándose. No es fácil conseguir la armonía.
Escenarios, encierros. En este tapiz de compartimentos de vidas, de culturas, etnias, modos de vida y clases sociales, que es aislamiento a la par que maraña, convergen figuras que vienen de fuera, inmigrantes, o del interior, una raíz, una tradición, la vida rural, de la que la sociedad moderna se ha desgajado, como si fueran mundos tan extraños como los de otros países, otras culturas, Rumanía o Malí. Mientras los habitantes privilegiados, como Ann, o Georges, viven en un entre indefinido, borroso: Georges entre sus viajes a otros países para realizar su trabajo de reportero de zonas en conflicto, en guerra, sin que logre definir la propia vida, el propio conflicto de su vida íntima, de su relación. Anne, actriz, entre sus rodajes y pruebas, sin que a veces se distinga, en primera instancia, cuándo lo que vemos es parte de un rodaje o de una prueba, o cuándo no. Vida como red de ficciones, o flecos irresueltos. Atrapada, encerrada, en una habitación, sin lograr descifrar el por qué o cómo lograr superar ese encierro que aísla de los otros. Como si su realidad fuera como esa piscina en lo alto de un edificio, aislada, pero que no exime de la inmunidad. O preguntándose, en la oscuridad del escenario (de la vida) si hay alguien ahí. No se cierran círculos, nada avanza, el bucle continua: María retorna a París para intentar encontrar su lugar (como indigente) en las calles, un pequeño resquicio en la sociedad de la opulencia, Ann y Georges vuelven a separarse, ya que él tiene que realizar otro viaje, sin que se haya logrado definir su relación, sin aún poner firmes cimientos, sin aún lograr comprender, como pasa en el conjunto social, a pequeña y gran escala, lo que el otro quiere, qué expresa, abocados a una condición de representación, de código desconocido, que descifrar o que rechazar porque no se ajusta al propio mundo, a la propia ficción de vida. Capsulas, bucles, cortocircuitos. Mientras, suenan los tambores de otro mundo, de otra cultura, de otra selva. Fundido en negro.
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