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miércoles, 28 de agosto de 2024

Terciopelo azul

 

A David Lynch le atrae penetrar en las hendiduras, en las oscuridades que son perforaciones, fracturas, fisuras (de la realidad, de la mente humana). Así comenzaba Cabeza borradora (Eraserhead, 1975), el vómito mental de una repulsión, la vertiente desesperada de la paternidad, la que siente que su mente se quiebra, enajenada por la tortuosa abducción en la que se convierte el cuidado de la criatura recién nacida (que surgió por otra hendidura). El bebé puede ser como un Alien, cuyos berridos incansables se convierten en ácido para la mente, para los nervios. La paternidad puede convertirse en un desafío, el de no convertirse en un monstruo al lidiar con la monstruosidad de una material carnal aun sin identidad, sin voz, que es pura visceralidad, antes de que los lamentos, los chantajes emocionales, los convirtamos en elaboradas estrategias. Las texturas sonoras son como el canto de sirena de un abismo que aspira a devorarte, a convertirte en otra masa carnal cuya maquinaria mental revienta y retorna a lo primigenio, al grito de esa bestia que nos alienta camuflada entre las máscaras de la civilización, de los hábitos, de los espacios familiares, de los repertorios. En Cabeza borradora los decorados son espacios de un universo vaciado, derruido, escombrado, agreste como el acero y la piedra. El escenario de una mente en cortocircuito. El radiador y el vello, la máquina y lo orgánico, nuestros engranajes. Cabeza borradora es una comedia grotesca, el extrañamiento que mira, ya desde el inicio, desde el propio abismo. En Carretera perdida (Lost highway, 1997) se introducirá en la opaca negrura del estudio del músico cuya mente se cortocircuitará por el desquiciamiento (de sus celos, de controlar a quien presuntamente ama); el relato se tornará el de la oscuridad fracturada de su mente. En El hombre elefante lo hace en ese ojo incierto, desconocido (por cuanto se proyecta sobre ello lo siniestro, el miedo de lo anómalo), la hendidura de la caperuza de john Merrick. La cámara se sumergirá en esa oquedad para conjugar en un montaje secuencial sus terribles pesadillas, a través de oscuros sótanos, el embrutecimiento de las actividades industriales, con cuerpos magullados por las maquinarias, la evocación de su madre y las palizas y torturas a las que le habían sometido repetidamente toda su vida, como el que le hicieran verse en un espejo como disfrute. La crueldad del ser humano en sus diversas facetas (individual, socio laboral).


En Terciopelo azul (Blue velvet,1986) la cámara penetra en el interior de una oreja. Como si entrara en la mente de Jeffrey (Kyle McLachlan), aunque la oreja no es suya sino la oreja cortada que ha encontrado en un descampado. Entrar en esa oreja es como penetrar en el césped y encontrar una muchedumbre de insectos batallando, como se refleja en la secuencia introductoria. A la imagen de los insectos le precede la imagen que oculta la putrefacción, los golpes, la violencia, los accidentes: el cartel publicitario. La imagen. Vivimos en (de) la imagen, buscamos la imagen de seguridad. Unos bomberos que nos saludan, unas flores de vivaces colores ante una valla de impoluto blanco y un resplandeciente cielo azul. Como el telón de un teatro, como un trozo de terciopelo que oculta la carne desgarrada, tumescente, herida. En la pantalla de la televisión una mano porta una pistola. Un hombre riega el jardín, una imagen plácida. Sufre un súbito ataque. Un perro intenta capturar el chorro del agua. No se puede morder a la vida, capturarla, se nos escapa, es imprevisible. Hoy estás regando, mañana postrado en la cama de un hospital conectado a aparatos, inmovilizado, una figura que parece tanto carne como metal. Será tras esa visita cuando Jeffrey encuentre la oreja en un descampado. Un corte de tu oreja: creces, te haces adulto. Dejas la infancia. La es también vulnerabilidad. Los accidentes pueden ocurrir cuando menos se espera. Se dice que no cruces sin mirar porque un coche te puede atropellar (como en las imágenes iniciales se ven a unos niños cruzar un paso de peatones mientras alguien detiene a los coches con el signo de Stop). Pero a veces tienta cruzar, internarse en las aguas profundas donde te han dicho que no nades, porque son peligrosas, imprevisibles, inciertas. Cruzas, te sumerges, y la vida te atropella. Jeffrey lo hace, quiere aventura, quiere crecer, quiere tener experiencias, quiere sentir el deseo, realizarlo, materializarlo. Quiere saber qué hay tras esa incógnita de la oreja. Por eso, se decide a visitar, en la noche, al agente Williams, encargado del caso. Encuadrado en contrapicado, como si fuera a cruzar un umbral en su vida, es una sombra que desciende de la luz de su infancia, de su dormitorio hacia las sombras, hacia la oscuridad, hacia el abismo. En la pantalla de la televisión unas piernas ascienden las escaleras. La vida es una extraña ficción. Una serie de amenazas potenciales. Entra en el turbulento espacio del deseo, en la materia oscura. En ese tránsito, hacia la casa del detective, es cuando la cámara se introduce en la oreja. Jeffrey entra en la oreja cortada, como lo hace la cámara. Entra en el hogar del policía que lleva el caso de la oreja cortada. Entra en la realidad que no es valla de imagen sino materia descarnada, crudeza, violencia y dolor. La primera imagen del interior del ese hogar es la fotografía de Sandy (Laura Dern) la hija, como si el deseo se invocara, como si se quisiera transformar la imagen (la fantasía) en carne. Cuando sale de la casa, escucha una voz que le alude, y de las sombras, precisamente, surge la imagen hecha cuerpo, Sandy, quien le suministra los necesarios datos sobre la investigación para que Jeffrey quiera seguir ese hilo.


Sandy será su cómplice, aun en principio remisa, por ser más cabal, en una aventura, una investigación, que es iniciación a la vida, entrada en la vida adulta, en las aguas profundas: Deep waters (aguas profundas), de hecho, se llaman los apartamentos donde vive Dorothy (Isabella Rosellini) la mujer del hombre que parece haber perdido la oreja. Padre ausente, como el padre de Jeffrey fue quien sufrió el accidente regando (y ahora es una figura postrada que no puede articular palabra; es materia vulnerable, incapacitada, aun provisionalmente). La fundación de sentido se quiebra, se accidenta. ¿De dónde proviene el viento que agita la llama de la vela o las cortinas en el apartamento de Dorothy? El niño parece haber sido secuestrado, como la niñez de Jeffrey empieza a perderla cuando quiere rescatarla. Porque entra en la oscuridad, donde es golpeado, y donde golpea, donde la carne se muerde, se magulla, se azota, se desea, y la mente se precipita donde el sentido se desvanece entre rugidos y luces que se queman y funden. La luz se sobreexpone y parece a punto fundirse la primera vez que sale de esos apartamentos, tras su primera toma de contacto con la naturaleza siniestra que anida en lo adulto, en el deseo, en el ciego instinto. Será sorprendido por Dorothy cuando ella le sorprenda dentro del armario, y con cuchillo en mano, le obligará a desnudarse, pero también le expresará su deseo (extremos aparentes se conjugan para su desconcierto). Aunque ese arrebato será interrumpido, y será testigo de la violencia que ejerce Frank (Dennis Hopper) sobre ella, cómo la somete, con golpes y con un acto sexual que se asemeja a la violación, porque asemeja al sometimiento. Muerdes el terciopelo azul, muerdes el telón, y sientes la carne sangrar, gritar. Si en la secuencia en la que iba a bajar las escaleras en su hogar para dirigirse hacia la casa del policía a cargo del caso, su contrapunto eran las imágenes de unas piernas ascendiendo unas escaleras, en otra de sus visitas a Dorothy, para proseguir su relación sexual, se intercala, durante su despedida, los planos de la vacía escalera. Cuando salga por la puerta se encontrará con Frank y sus compinches, quienes irrumpen en su realidad para golpearla y conmocionarla.


En cierta secuencia que Jefrrey comparte con Sandy su consternación y sobrecogimiento, hablan, con una iglesia tras ello con sus coloridos ventanales. Repiten cuán es extraño ese mundo. Ese contraste acentúa la extrañeza ¿Qué realidad habitan, cómo se relacionan con la realidad?¿Qué es lo extraño? Tras otra cita, Jeffrey ( y este ya amante de Dorothy) llevará a Sandy al hogar, y aparecerá tras ellos Dorothy con el gesto enajenado, con el desnudo cuerpo rebosante de magulladuras. Como el gesto transido tras una dosis abrumadora de sexo. El cuerpo ha desterrado los corsés de la imagen, del maquillaje del saludo de un bombero donde habitan los pájaros de plastilina. Cuando Jeffrey acaba con su otro padre, Frank, el hombre que había secuestrado al hijo de Dorothy, el mago de Oz siniestro que había secuestrado su voluntad a base de golpes y oscuridad, la luz se hace de nuevo resplandor y se funde, como si un proyector se quemara, porque una película se ha quemado para que empiece otra, para dar luz a otra, como refrenda el beso de vibrante carnalidad entre Jeffrey y Sandy, beso que es mordisco, un devorar mutuo de entrañas, celebración de la carne. Hágase la luz. Hágase la carne. Antes de que lleguen los pájaros de plastilina y vuelva a correrse el telón. Antes de que la cámara penetre en la carne palpitante de la mente fracturada de los celos, de quien no sabe amar, como será el caso del protagonista de Carretera perdida, sino que es engullido por la oscuridad, aquella en la que en el rostro de quien amas sólo ves otros rostros que vulneran tu berrido, el del bebé que sigue necesitando ser el centro del mundo, aunque los engranajes se cortocircuiten y se vomite la incapacidad de saber ver al otro, que nunca podrá ser propiedad controlada de uno. La vida es una extraña ficción que puede convertirse en una carretera perdida.

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