Home of the brave (1949), de Mark Robson pone en evidencia, como quien hurga inclemente en una herida, que en una guerra también se revelan otras guerras interinas, las raciales, un conflicto que arrastra un país en cuyo himno nacional una estrofa lo califica de ‘land of free and home of the brave’ (Tierra de libres y hogar de valientes). Pero quien es negro, como Moss (James Edwards) sigue sufriendo desprecios y discriminaciones sea donde sea, aunque porte el uniforme que representa a su país en una isla del pacífico; sigue habiendo categorías. Home of the brave fue la primera película en la que se permitió el término nigger (despectiva u ofensiva denominación de negro, como en castellano puede ser negrata o conguito), que había estado censurado desde 1934. En la obra teatral de Arthur Laurent, que adapta Carl Foreman, no era negro el personaje sino judío. No había sido el único caso de variación. En Encrucijada de odios (1947),de Edward Dmytryk se había sustituido al personaje que en la novela de Richard Brooks era homosexual por un judío; aunque el propósito era denunciar la xenofobia virulenta que palpitaba en el país, hubiera sido aún más difícil de encajar esa discriminación, y por tanto más sangrante la polémica (la homosexualidad era aún menos decible o visible, en términos foucaltianos, para los carceleros del pensamiento). En Home of the brave la razón del cambio fue que ya se había tratado en varias obras la xenofobia hacia los judíos, caso de la película citada o La barrera invisible (1947), de Elia Kazan, pero aún no se había tratado la que sufrían los negros. Ese mismo año, la esplendida Han matado a un hombre blanco (1949), de Clarence Brown, Lost boundaries (1949), de Alfred L Werker o Pinky (1949), de Elia Kazan, también metían el dedo en la llaga, como The lawless (1949), de Joseph Losey hacia lo propio con la que sufrían los latinos, los mejicanos, y al año siguiente, La puerta del diablo (1950), de Anthony Mann y Flecha rota (1950), con los nativos norteamericanos. El primer título que se barajó para Home of the brave fue High noon, que fue el título que tuvo finalmente la que aquí conocemos como Solo ante el peligro (1951), de Fred Zinnemann, cuyo guionista sería también Foreman, así como fue también producida por Stanley Kramer. Un guion, por otra parte, que cuestionaba, en su substrato metafórico, las actividades censoras del Comité de Actividades Antiamericanas (respuesta, precisamente, a las producciones de carácter progresista). Uno de los riesgos que pendían sobre Hombre of the brave es que es una película de tema ( o de propósito de denuncia), como bastantes obras posteriores que dirigió el propio Kramer, condición que amenaza con estrangular la potencia dramática, y subordinar el ingenio o rigor expresivo, si se tiende a priorizar el subrayado, o incurrir en la grandilocuencia. Sobre ese delicado equilibrio se sostendrían, en particular por el poderío de sus intérpretes, La herencia del viento (1960) o Vencedores o vencidos 1961). Robson realizaría una apreciable obra, Nuevo amanecer (Bright victory, 1952), en la que sí consiguió ese equilibrio. Una producción en la que, precisamente, también tocaba el tema del racismo. No solo se centra en la adaptación de un soldado que pierde la vista en combate a su ceguera ( o una nueva forma de relacionarse con la realidad) sino en el racismo que evidencia (otro tipo de ceguera que también superará; otra forma de relacionarse con la realidad sin prejuicios). Su carrera sería menos inspirada a partir de mediados de los 50. Desde El puento de Toko Ri (1954) o Atraco en las nubes (1955) hasta Terremoto (1973). Su narrativa sería tan anodina como desangelada, aunque realizara alguna película apreciable como Más dura será la caída (1957). Home of the brave, afortunadamente está más cercana en logros a sus sugerentes cuatro primeras obras, producidas por Val Lewton, El barco fantasma (1943), La séptima víctima (1943), Isle of dead (1945) y Bedlam (1946).
Otro riesgo que tenía que sortear esta producción es la rémora de la teatralidad: La acción está constreñida a pocos decorados, dos dependencias de la base militar (de la que no se ven sus exteriores) y la selva, la zona en la que tienen que esperar tras realizar, durante cuatro días, su misión topográfica (tienen que perfilar unos mapas del entorno) antes de volver a la base. El único exterior es la zona de la playa, cuya acción es rodada en un sombrío amanecer con escasa luz. Aire aporta el breve flashback que relata la amistad que establecieron en la universidad Moss y Finch (Lloyd Bridges), del que el primero se distanció entonces no por falta de aprecio sino porque sentía que la diferencia de razas implicaba una barrera o zanja imposible de superar (son parte del equipo de baloncesto; son amigos, pero eso es una rareza en una sociedad que no permite que socialmente sean del mismo equipo; prefiere no asistir a la fiesta de graduación en su casa porque sabe que sería el único con el que podría hablar).Esta concentración espacial propicia una gradual atmósfera opresiva de emponzoñada asfixia que se encarna en esa selva cerrada en la que los cinco soldados parecen estar en cautividad, sin cielo ni horizonte. Moss sigue sufriendo las invectivas racistas de TJ (Steve Brodie), y la silenciosa y cortés distancia del Mayor (Douglas Dick), quien al ver que era negro el topógrafo que le habían enviado había llamado a su superior para informarle de tal circunstancia inusitada (no fue hasta 1948 cuando el presidente Truman estableció la ejecución de una ley, 9981,que abolía la discriminación y segregación racial en el ejercito); el del Mayor es un racismo menos virulento y directo pero igual de opresor: le dice a Mingo (Frank Lovejoy) que no puede evitar seguir viéndole como un negro; Mingo, mordaz responde que a él no le ha costado olvidar que él es blanco. Es como si Moss se sintiera cada vez más sitiado. Se entiende por qué, para sorpresa de todos, se había ofrecido voluntario para la misión, una combinación de liberación pero también de pulsión autodestrucitva (otro apunte corrosivo: cómo los tres compañeros están tentados de negarse a aceptar la peligrosa misión, pero lo hacen porque no quedarían como valientes/Braves (ya que ha sido una petición en grupo no individual), y más aún cuando quien ha aceptado es un negro). Esa tensión acumulada estalla en una secuencia extraordinaria, dolorosa, aquella en la que Moss se agita entre contorsiones porque no soporta los gritos de Finch mientras es torturado por los japoneses; lo compañeros tienen que contenerle, agarrarle, para que no salga en su ayuda. Son los mejores momentos de la narración, de una febrilidad al borde del desquiciamiento (no exenta de áspero lirismo: la secuencia en la que Mingo comparte con el mayor cómo se deterioró la relación con la mujer que amaba, reflejada esa evolución en la primera carta que le escribió y la última). Por añadidura, Moss se tortura con un hecho que le lleva a la parálisis en la que está sumido al inicio (la narración se relata en flashback; es un relato desde la parálisis): el hecho de que se alegra de que le hirieran porque había estado a punto de llamarle nigger. Pero el médico (Jeff Corey) plantea otro posible ángulo, quizá se alegraba, como tantos otros soldados, de que fuera otro, y no él, quien sufre, quien muere. Una deriva dramática que amplifica y complejiza el alcance del conflicto dramático en varios frentes.
Edwards, por cierto, era uno de los protagonistas de una obra mucho más considerada, Casco de acero (1951), de Samuel Fuller, la cual revisada hace poco me ha supuesto una decepción, la febrilidad alucinada que recordaba ahora la sentía impostada, agarrotada. Es más eficaz en la de Robson, o aún más en otra obra bélica en la que participó Edwards, la magistral La colina de los diablos de acero (1957), en la que protagonizaba aquella memorable secuencia en la que se detenía en la marcha para poner flores en su casco, y era degollado por un soldado enemigo. En su momento, fue todo un revulsivo que al final de Home of the brave un blanco y un negro decidieran aliarse con un proyecto empresarial común. Quizá, en retrospectiva, sabiendo lo que se cocía (de hecho, menguaron las producciones combativas de modo directo y explicito, cuando en 1952 se reactivó con más virulencia la Caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas, la purga los progresistas, que implicaba ser incluído en una lista negra que implicaba imposibilidad de trabajar en la industria cinematográfica, como fue el caso del mismo guionista, Foreman, quien tuvo que emigrar. Por ello, puede verse como un final idealista pero no realista, como en la obra de Clarence Brown, pero se hace doblemente apreciable por su valentía entonces, porque, de hecho, levantó muchas ampollas entre los segregacionistas. Esa es la real bravura, no la uniformada, esa que es también desgarrada en la película con unos versos de la mujer de Mingo (realmente, de Eve Merriman), que sellan la alianza del negro y el blanco, ‘Divididos caeremos, unidos nos mantendremos. Y temerosos nos sentimos todos, pero alguien debe mantenerse firme. Cobarde, toma mi mano de cobarde’.
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