La puerta del diablo (Devil's doorway, 1950), de Anthony Mann, pone el dedo en la llaga en los desafueros del pasado, que no dejan de ser, como recordatorio, combativo reflejo de otros entonces presentes, tanto los prejuicios y la discriminación racial en la sociedad estadounidense de la posguerra y, como su extensión ideológica institucional, la infame Caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC) en pleno auge de persecución en aquellos momentos. Aunque la estimable Flecha rota (1950), durante tiempo, fue considerada la película que por primera vez humanizaba a los indios, dándoles voz' y con un ánimo conciliador, la obra de Mann es mucho más contundente y áspera en su denuncia. En primer lugar, porque el mismo protagonista, el punto de vista del relato, es del un indio, Lance (Robert Taylor, que aunque choque, por su físico, como indio, brinda una de sus más efectivas interpretaciones). En segundo lugar, porque su conclusión no es muy esperanzadora, o está ensombrecida por la tragedia. Lance vuelve a su hogar, a sus tierras, un bello paraje entre montañas, un terreno de dieciséis kilómetros, donde es dueño de una ingente cantidad de reses, al que se accede por la Puerta del diablo (como umbral de acceso o separación). Ha servido en el ejercito yanki, durante la guerra, alcanzando el grado de sargento mayor, y ha sido condecorado con la medalla de honor del Congreso. Pero por mucho que haya servido a un ejercito que supuestamente luchaba para abolir la esclavitud y establecer la igualdad, ahora se encuentra con que los indios no son considerados ciudadanos estadounidenses sino protegidos, y con que su tierra no lo es porque carece de título de propiedad (podría ser ocupada por cualquiera menos por él o por cualquier nativo americano porque no disponen de ese derecho al no ser ciudadanos). Las leyes reestablecen un código de circulación (acceso): En el bar, donde antiguos amigos le reciben con calidez, en la secuencia inicial, ya no se permitirá servir alcohol a los indios.
Ante la amenaza de que dueños de ganado ovino ocupen sus tierras (a lo que tienen derecho por ley) se verá en la circunstancia de tener que defender sus tierras con las armas, porque cualquier intento que realiza a través de peticiones y reclamaciones por la vía legal fracasa. La infamia es desoladora. Y como decía, reflejo de aquella Caza de brujas a todo sospechoso de comunismo, en un tiempo, tras la segunda guerra mundial, en el que habían sido abundantes las producciones que resaltaban la discriminación de otras etnias (negros, latinos, indígenas americanos, asiáticos). En la anterior El reinado de terror (1949) ya se establecía otra alegoría de persecución del que opina distinto a través de las purgas de Robespierre en la Revolución francesa (el título original, The black book, el libro negro, hacía clara alusión a las listas negras que la industria hollywoodiense estableció). Claro que la efectividad del discurso no sería tan incisiva si no estuviera propulsada por la elaborada e inventiva puesta en escena de Anthony Mann, uno de los más grandes cineastas que ha dado el cine estadounidense ( de la estirpe de puros, vigorosos, caracterizados por una fisicidad proverbial, narradores, como los grandes Henry Hathaway o Richard Fleischer). Con la complicidad deL director de fotografía John Alton, con el que había formado uno de los tandems creativos más admirables en los previos film noir dirigidos por Mann, elabora encuadres de refinada composición, jugando con los diferentes términos del encuadre: ya en la secuencia inicial, en el bar, con Lance al fondo junto a su amigo Zeke (Edgar Buchanan), uno de los primeros que llegó a aquellas tierras años atrás, y que recorría con el padre de Lance sin ver un ser humano durante días, vemos en primer término, parte del hombro y cabeza de una figura decisiva, en cuanto a (pérfida) interferencia en la vida de Lance, el abogado Coolan (Louis Calhern), quien ya deja patente desde un inicio su desprecio a los nativos americanos. Con esos tensos encuadres, que pueden llegar a ser opresivos, haciendo agudo uso de recursos como las luces y sombras o los contrapicados (pienso que pocos son los cineastas que han llegado a tal grado de rigurosa e inventiva elaboración visual), logra transmitir, dar cuerpo, a la atmósfera de callejón sin salida a la que se ve impelido Lance, sitiado hasta alcanzar el grado extremo, ya físico, del asedio a su hogar por Coolan y los ovejeros, y hasta, colmo de la ironía, el mismo ejercito en el que había servido y que le había condecorado.
Se establecen reveladoras equivalencias y a la vez contradicciones en quien es indiscriminado (particularidad que también exploró con agudeza John Sturges): Lance necesita contratar a un abogado para conseguir él comprar su propia tierra. Al descubrir que la otra opción en el pueblo es una mujer, Orrie (Paula Raymond), tras pedir perdón se marcha. Afuera, sin bajar las escaleras, hace un gesto como de qué más da, no tiene tanta importancia, vuelve a entrar, para contratarla. Hasta quien es discriminado por su condición puede disponer de sus prejuicios a su vez con la condición de otra persona, en este caso por ser mujer. Cuando le remarca que es indio, la expresión de vacilación de ella, como si hubiera dado un traspiés, es de lo más elocuente, pero se recupera y acepta representarle (es su primer cliente). Ya se ha establecido una incisiva asociación entre la posición de la mujer en la sociedad y la del indio, jugando con mutuos prejuicios, y definiendo a través de gestos y decisiones a los personajes, a su honestidad ( y capacidad de superar sus iniciales prejuicios). En la secuencia umbral, a partir de la cual ya Lance actuará como un indio (hasta entonces su atavío era el del 'blanco', o con componentes de su uniforme de soldado), porque la (supuesta) civilización le ha negado cualquier opción de poder defenderse usando la ley, Mann juega hábilmente con las sombras: Orrie intenta convencerle de que ceda, haga concesiones, y acate la ley por injusta que sea, pensando en los niños y las mujeres que protege; en los encuadres, el rostro de Lance está en sombras, porque ya es una sombra; cuando le vemos iluminado, además realizando un salto de eje en la planificación, vemos que ahora viste ya como un indio (y determinado a defenderse de cualquier asalto). En la secuencia en la que deciden los ovejeros entrar en las tierras de Lance, Zeke, que es ahora el sheriff, aunque no le guste, ante todo acata la ley y decide entrar a la cabeza. Antes de hacerlo, dice que su idea de morir siempre había sido la de morir sin las botas puestas, en su cama (apunte mordaz en alusión a la figura del general Custer). En el último plano tras el sangriento combate, la cámara encuadra a Lance y el resto de los indios alejándose al galope; realiza una panorámica sobre el cadáver de Zeke, que yace en el suelo, hasta encuadrar sus botas.
En los tramos finales, durante la inversión de una circunstancia recurrente en el western, el asedio de los indios a un fuerte (en este caso a la casa de Lance por parte de los ovejeros y luego el ejército), la alianza entre Lance y Orrie evidencia su conexión también sentimental (están a punto de besarse; no sería hasta 1957, en La isla del sol, de Robert Rossen, cuando se vería en pantalla un beso interracial). En la secuencia final, en los momentos ya postreros del combate (en los que hasta se usa dinamita), cuando los indios ya casí están todos muertos, Lance recorre sus estancias, acribilladas por haces de luz que entran por la ventana, un hogar ya demolido, arrasado. Mann expresa con dos gestos las acciones interiores del personaje, y no puede ser más incisivo. Mientras se escuchan los disparos fuera, Lance coge la pipa de la paz, que vuelve a dejar con gesto apesadumbrado. Antes de salir por la puerta, observa el uniforme de sargento mayor del ejercito en el que sirvió, y del cual un destacamento ahora está apostado fuera, decidido a que él abandone sus tierras, y que los otros integrantes de su tribu que él ha acogido, escapados de la reserva, vuelvan a ella. Su muerte es como un hachazo en las conciencias: ataviado con el uniforme cae ante el oficial, en dirección a la cámara (y desapareciendo del encuadre), como un árbol que ha sido talado. El último plano (en correspondencia con aquel en la secuencia inicial de la figura de Coolan en primer término del encuadre, premonición de una fatal interferencia, y Lance al fondo), es el de parte de la nuca del oficial (representante del poder institucional) mirando hacia el fondo, hacia las montañas, como emblema de apropiación. No se puede ser más doliente y mordazmente incisivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario