Side street
(1950), de Anthony Mann es el relato de alguien que no es héroe
ni canalla, sino tan débil como algunos de nosotros e inmaduro como
muchos de nosotros, como indica la voz en off, que abre y cierra la
narración. Es el relato sobre alguien que no quiere que su vida se
convierta en un recorrido cuesta abajo en el que trabaja durante
treinta años, para después retirarse con una pensión que
corresponde a medio sueldo. Quiere que su vida sea una ascensión,
quiere viajar a Italia, admirar obras de arte en museos y comprar un
abrigo de visión a su esposa. Joe (Farley Granger) es una de esas
figuras con las que nos cruzamos cada día, pero en las casi no nos
fijamos, o sólo vemos el uniforme, sin quizá percatarnos de quien
lo porta. Joe es simplemente un cartero, alguien que lleva mensajes,
alguien en medio, alguien en ninguna parte, alguien a quien la vida
amenaza con ser un permanente mensajero, sin que nada le llegue, u
ocurra, y a ninguna parte llegue.
Su esposa, Ellen (Cathy O’Donnell),
está a punto de dar a luz su primer hijo, lo que supondría ajustar
aún más el nudo corredizo a una vida de economía estrangulada,
como si le condenara a transitar su vida siempre por calles laterales
(side streets), en las que los sueños siempre permanecen
lejos de la vista. Joe expresa sus ansias, sus sueños, mientras
contempla el socavón de unas obras en la calle, y no quiere que su
vida acabe en uno (se lo expresa a otro uniformado, satisfecho en el
cumplimiento de su vida resignada y predeterminada, un policía). Y
cuando vislumbra, en el despacho de uno de los hombres a los que deja
el correo, billetes que pueden ser la contraseña para evitar el
socavón, no duda en hacerlo. Pero la suma que sustrae es mucho más
elevada de lo que imaginaba (no los doscientos que había visto
guardar sino treinta mil). No basta con sufrir remordimientos y
querer enmendar lo que poco después (tras haber cogido la pequeña
mano de su bebé) considerará un error como si nada hubiera
ocurrido. Es dinero que procede de acciones delictivas, lo que le
coloca en una situación aún más complicada, ya que es dinero que
quieren recobrar. Unos quieren recuperar el dinero y otros intentarán
realizar acciones rapaces de sustracción: de nuevo, Joe estará en
medio, pero de una refriega que pondrá en peligro su vida.
Side
street supone la segunda colaboración, como pareja
protagonista, de Granger y O’Donnell, tras Los
amantes de la noche (1949), en la que Granger también
interpretaba a alguien abocado a la delincuencia, al robo. Aunque su
talante más tenso, crispado, evoca más al de los implicados en
crímenes violentos, al prontamente arrepentido que encarnó en
La soga (1948), de Alfred Hitchcock, pero también al
asesino de Nube de sangre
(1950), de Mark Robson. El guión lo escribe Sidney Boehm, que
participó en los de otros estimulantes noirs como Relato
criminal (1949), de Joseph H Lewis, La
calle del misterio (1950), de John Sturges, Union
station (1950), de Rudolph Mate o, en especial, la
magistral Los sobornados
(1953), de Fritz Lang, como también en las espléndidas Sábado
trágico (1955), de Richard Fleischer y Harry
Black y el tigre (1956), de Hugo Fregonese. Si
junto a John Ford, en el western no hay cineasta como Anthony Mann
que haya realizado un mayor número de obras excelentes (al menos,
siete), en el film noir, tras Fritz Lang, no hay otro como
Anthony Mann, y basta nombrar, para corroborarlo,
Desesperado (1947), El
último disparo (1947) Brigada suicida
(1947), Justa venganza
(1948), Orden: Caza
sin cuartel (1948), codirigida por Alfred Werker, o
Incidente en le frontera
(1949), sin dejar de lado su aproximación noir a la
revolución francesa, Reinado del terror (1949).
Side
street combina como Orden:
caza sin cuartel, dos líneas narrativas, característica
de la variante procedural, la superficie, la investigación que
realizan los policías, comandados por Anderson (Paul Kelly), y el
trayecto dramático, abisal, del criminal o delincuente.
Aunque en este caso aún cobra más presencia escénica la segunda
línea, y hay una armonía estilística que cohesiona ambas partes
(en Orden: caza sin cuartel,
el tratamiento de la parte concerniente al criminal, era más
remarcadamente tenebrista). Predomina un aire de inmediatez, de
realismo a ras de suelo, ese que busca el pálpito cotidiano, como si
buscara reflejar el látido de una ciudad, de una sociedad, a través
de alguien cualquiera que pudiera ser (casi) todos, como un cruce
entre las cámaras, en una retransmisión televisiva, que
personalizan una figura en la multitud de la que es representativa,
como el oficinista de Y el mundo marcha (1928),
de King Vidor y la secretaria de Psicosis (1960),
de Alfred Hithcock. La misma introducción está guiada por la voz en
off de Anderson, que en el
inicio detalla cuántos mueren, nacen y se casan al año, y
cuántos miran los escaparates como la pantalla de la ilusión en la
que quisieran convertir su vida. Nos presenta a la ciudad en la que
Joe es uno más, otro hombre anónimo con sus rutinas y aspiraciones.
Hasta que se convierte en una anomalía en el tráfico de la rutina,
por realizar una infracción en su código, un socavón en su
engranaje. Por querer forzar el escaparate para que sustituya a su
realidad.
La narrativa es admirable, como si retorcieran el pescuezo desde su
arranque, y no te lo soltaran en ningún momento, sin perder resuello
y sin soltar el pie del acelerador. De hecho, culmina con una
imponente persecución automovilística. Las calles desiertas en una
mañana dominical acentúan la abstracción del proceso, como si Joe
se enfrentara a sus propios fantasmas, a los que le han perseguido,
por partida doble, pero que representan a los que le han perseguido,
en colisión, en su propio interior. Hay un admirable uso de los
encuadres con gran angular, dando en ocasiones, sin recargar ni
enfatizar, realce a los techados (pocos cineastas con el sentido de
la composición de Mann: el uso de objetos y luz: la lámpara caída
en la habitación en la que Joe encuentra un cadáver; vidrieras o
barrotes interpuestos; los espejos, como celdas de los reflejos de
los que no se puede escapar), que acrecientan la opresión, la
asfixia que va apoderándose de Joe, quien se siente como un ratón
en un laberinto, intentando evitar en pocas horas que la trampa no se
cierre irreversiblemente sobre él. Y corre, corre, en una carrera
que no es de ascenso, pero tampoco puede ser de fuga. Lo que parecía
ser un atajo amenaza con tornarse en callejón sin salida, mientras
en el trayecto, en el laberinto que siente extraviarse, solo anhela
regresar al abrazo de aquella a quien ama.
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