La comedia de la inocencia, es el relato de la sublevación de una mirada, de una voluntad, la del niño de nuevo años Camille (Nils Hugon). La sublevación viene dada a través de la distorsión. Cual fractura en el discurrir de un hilo o guion de vida, en la celebración de su cumpleaños (tras contrariar la voluntad su padre) pregunta a su madre (Isabelle Huppert) si estuvo presente en su nacimiento, y comienza a llamarle Ariane. Como si realmente no considerara que fuera realmente su madre. Arianne siente que ha perdido el hilo, la realidad, la forma de nombrar la realidad, de habitarla. En la extraordinaria La comedia de la inocencia (Comedie de l’innocence, 2000) las primeras imágenes son distorsionadas. La voz del niño nombra los objetos, hasta que en un momento dado, para perplejidad de la voz de la madre, dice que lo que ve es nada. No tienen nombre ya los objetos, la realidad se reconfigura, se produce un hiato, una quiebra. Durante la celebración del cumpleaños, Camille se oculta bajo la mesa, y lo que asoma, antes que su rostro, es la cámara de video. Su mirada ahora es otra, una mirada que transfigura su vida. Mira hacia el exterior, al jardín, en donde se distingue la figura difusa, borrosa, de un niño, Paul. Camille convence a Arianne para que le presente a quien dice que es su verdadera madre, Isabella (Jeanne Balibar), la cual perdió a su hijo, Paul, hará dos años, y siente, piensa, o así parece, que Camille es su hijo.
La realidad se ve cercada, vulnerada, por las interrogantes. El extrañamiento abre surcos en donde se pierde el paso. Las identidades, los vínculos, parecen arbitrarios, frágiles, sustituibles. Navegamos con anclas entre imágenes de realidad. El otro es una imagen, un hábito (o un extraño), un ancla en nuestra realidad, una sombra en la pantalla a la que dotamos de unos atributos, al que configuramos con un papel o función. Lo extraño puede ser otro que puede ser lo mismo. Sustituciones, alteraciones. La realidad es un escenario. La mirada modifica cuando efectúa una zapa que es demolición de lo asumido como realidad, como natural, como emblema y contraseña de interacción con la vida. Las imágenes de la video cámara, las grabaciones, desentrañan, como hilo reencontrado, la raíz de la escenificación, de la modificación efectuada por una mirada que se ha convertido en directora de puesta en escena, la mirada de Camille, la mirada de un niño que no acepta la realidad tal como se la presentan, que no se acopla a la modelación, sino que se subleva e influye, interviene, en la realidad, y la reconfigura, propiciando un reajuste, forzando a los otros a que se amolden a su juego, a su escenificación, y adopten los papeles que les adjudica, asumiendo el desconcierto, las espinas de las interrogantes, porque se trastoca el escenario, porque se varía el guion, y se cambia la identidad de tu persona, porque la realidad no te da la réplica a la que estabas acostumbrado.
La comedia de la inocencia es una deliciosa obra transgresora, que pudiera verse como (travieso) complemento de aquella mirada angélica de Cielo sobre Berlín (1987), de Wim Wenders, en concreto, de aquellas palabras iniciales con las que se abría la obra: ‘cuando el niño era niño era el tiempo de estas preguntas: ¿Por qué yo soy yo y no soy tú? ¿Por qué estoy aquí y por qué no allí? ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde acaba el espacio? ¿Es la vida bajo el sol tan sólo un sueño?¿Es lo que veo y oigo y huelo, sólo una ilusión de un mundo antes del mundo?…’. Ahora el niño renombra, inventa, configura. Antes del nombre está la mirada, la mirada que desnuda el maquillaje y los atavíos de la realidad, la mirada que comienza a dar nombre a la materia de lo real. La última imagen parece la reconstitución de la realidad, tras haber sido desestabilizada, aunque quizá sea más bien el calado sutil de una transfiguración (ya no con la desconcertante irrupción de otra mirada: la que representaba la cámara de video, la reificación de otro escenario, la realidad nombrada de otro modo, las identidades negadas o sustituidas ): un plano de la madre, consciente de que su hijo la mira, como si posara, encantada de sentirse ya reconocida por su hijo, nombrada por él como su madre, recompuesto el escenario anterior, pero ya bajo la mirada de su hijo, la mirada que ha desestabilizado y ahora de nuevo estabiliza según su voluntad, y que se afirma como mirada propia, mirada que puede moldear, mirada que puede regir. La mirada sublevada, irreverente, que no se deja moldear por otras escenificaciones (concepciones de la relación con la realidad y los otros).
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