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viernes, 3 de marzo de 2023

El halcón y la flecha

 

Dardo (Burt Lancaster) no quiere depender de nadie, ni que nadie dependa de él. Se considera un espíritu libre y su territorio, como el de un ave, son los bosques donde vive, con su hijo y, después, cuando es perseguido por la ley, con un grupo de amigos (o pandilla de proscritos en la línea de Robin Hood). En el amor actúa también como pájaro que no anhela los contornos de un nido, con sus múltiples seducciones de mujeres del poblado, aunque no oculta su resquemor por la mujer, madre de su hijo, que ahora es pareja de quien oprime al pueblo de Lombardo, Ulrich “El halcón” (Frank Allenby), el tirano, representante del imperio alemán. Su temeridad colinda con la arrogancia imprudente, ya que no calla lo que piensa, y no tiene reparos en decírselo a la cara a Ulrich. La cuestión es que ni entonces, en la Edad media, en el siglo XXII, ni en este siglo XXI, el que dispone de poder va a permitir que le canten las cuarenta sin tapujos ( y además públicamente). La consecuencia es un flechazo en la espalda, que sea considerado proscrito y que Ulrich se lleve a su hijo. Dardo luchará por recuperar en su hijo, pero en el proceso recuperará un sentimiento denominado compromiso solidario. Se da cuenta de que no vive solo en el mundo, y que para enfrentarse a los que sojuzgan con su poder impuesto hay que unirse a los demás para que la rebelión sea fructífera. De la misma manera que tendrá que asumir que sus actos pueden tener consecuencias que pueden definirse por la contrariedad, esto es, no puede hacer o decir lo que quiera, también asumirá que forma parte de un conjunto, y que la unión es la solución para cualquier lucha contra un opresor, o quien quiera imponer su voluntad (¿y al fin y al cabo él no actuaba como quien piensa que puede hacer y decir lo que su voluntad determine aunque no quisiera imponerse a nadie?). Dardo, además, será el elemento nuclear de ese conjunto, aquel que pueda guiarles en la acción. Tras ser ayudado a recuperarse de sus heridas conformará esa banda de proscritos, ocultos en el bosque, con tan singulares acompañantes como un hombre que teje y escribe con sus pies, Apollo (Norman Lloyd), un ingenioso bardo, que acompañaba a un marqués, Alessandro (Robert Douglas), al que Ulrich ha desposeído de sus tierras por negarse a pagar tributo, y su particular cómplice (de acrobacias), el mudo Piccolo (Nick Cravatt). Apunte mordaz es que, en la magnífica secuencia climática, que implica asalto a los dominios de Ulrich, se camuflen entre una compañía de circo para penetrar en el castillo. El humor es la más molesta irreverencia.

El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) es una de las películas de aventuras de latido más exuberante y vivaz, puro dinamismo que salta como los intensos colores o las cabriolas acrobáticas de Dardo y su compañero mudo Piccolo, tan singular, compleja y brillante como La mujer pirata (1951), otra de las cimas del género realizadas por Tourneur. Su fluir narrativo es proverbial, su humor salaz y jubiloso, y su trabajo cromático, y lumínico, obra de Ernest Heller, uno de los más brillantes que ha dado el cine. Hay películas para todos los públicos, y las hay para todas las edades, o lo que es lo que mismo, hay obras como esta proteínica delicia de espíritu disidente, que deberían, por cuestiones de salud, ser recetadas para disfrutarla cuando menos una vez al año. La obra también se hace eco de las persecuciones contra espíritus progresistas ( o sea, disidentes) por el infausto Comité de Actividades Antiamericanas. De hecho, el guionista, Waldo Salt, sería incluido, al año siguiente, en la lista negra, lo que le imposibilitó conseguir trabajo como guionista en Hollywood hasta inicios de los sesenta ; posteriormente, sería galardonado por la industria, por sus guiones de Cowboy de medianoche (1969), de John Schlesinger y El regreso (1978), de Hal Ashby.

Es admirable la naturalidad como se realizan las variaciones de actitudes, como reajustes en un tablero. Es manifiesto en la relación de Dardo con el marqués Alessandro. Tras ser expoliado por Ulrich se unirá a Dardo y sus hombres, en ese momento su movimiento conveniente. La alianza se sella con una pelea entre ambos, definida por el humor. Posteriormente, Alessandro no dudará en la traición cuando advierta la posibilidad de un trato conveniente con Ulrich mediante una boda con la sobrina de Ulrich, Anne (Virginia Mayo), matrimonio que sería un movimiento táctico, para el imperio alemán, más oportuno y práctico que la imposición por la fuerza, que no podrá mantener durante mucho tiempo. Quien era cómplice se convierte en antagonista, sin perder la sonrisa, como si fuera una mera cuestión de pragmática y no una cuestión de diferencias personales, que culminará con una de las secuencias imborrables del género, ese duelo final en la oscuridad, entre Dardo y Alessandro, en el que el contendiente derrotado cae muerto sobre el único espacio iluminado por un haz de luz. Por contra, la relación que se afianza entre Dardo Y Anne ejemplifica la posibilidad de complicidad entre quienes, aparentemente, pertenecen a facciones distintas. Su actitud trasgrede la rigidez de los posicionamientos. Su atracción afectiva supera cualquier pragmática conveniencia o ciego sentimiento de pertenencia. No deja de ser elocuente que, por un tiempo, ella, cautiva de los proscritos, tenga que estar encadenada. Ambos, por su evolución, representan la consecución de una actitud ecuánime.

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