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viernes, 31 de marzo de 2023

Johnny O'Clock

 

Johnny O'Clock es un personaje cauto, alguien al que siempre ha gustado ir sobre seguro, sin arriesgarse. Regenta un club de apuestas, pero las apuestas son para los demás. Johnny es alguien a quien le gusta nadar entre dos aguas, en un espacio intermedio en el que piensa que es inmune, mientras saca su beneficio sin mancharse demasiado. En ese aspecto, el protagonista de la opera prima de Robert Rossen, Johnny O'Clock (1947), no está lejos de otros habitantes de tierras intermedias de su filmografía, como los que interpretarán John Garfield o Paul Newman en, respectivamente, Cuerpo y alma (1947) y El buscavidas (1961), e incluso Warren Beatty en Lilith (1964), que al final se decide a pedir ayuda porque quizás la necesite tanto o más que aquellos que cuidaba como celador en el sanatorio psiquiátrico. Hay un momento en que te tienes que definir, dejar claro en qué lado estás, qué priorizas, pero ante todo saber en qué lado debes estar, y esto tiene que ver con la ética e integridad, o con ser consecuente y consciente, dejar de engañarte en suma. Johnny tiene un singular y llamativo sobrenombre, O'Clock (en punto), pero no siempre puedes quedarte en punto, la aguja se tiene que inclinar hacia un lado, como el tiempo, sino te quedas en punto muerto, el de la autocomplacencia, en el de la vida inmóvil, entre superficies. Johnny es la imagen, suave, de una organización gangsteril. Es la sonrisa, la chispa, a veces quizá demasiado mordaz. Un socio menor que conviene. Una buena imagen publicitaria. Es el maitre que te hace sentir que no hay sótanos o callejones oscuros donde la fuerza hace su aparición para mantener su imperio. Esa fuerza la representa Marchettis (Thomas Gomez), gangster con todas las letras, sin la vaselina con la que se camufla y autoengaña Johnny.

La relación anticipa, en cierto aspecto, la del abogado que encarnaba Robert Taylor y el gangster interpretado por Lee J Cobb en Chicago años 30 (1958), de Nicholas Ray. Cerebro y fuerza, elegancia y rudeza. Lee J Cobb, precisamente, interpreta aquí al policía, Koch, que lleva años intentando detenerles. La oportunidad la propicia un doble crimen, otro de esos que ha realizado entre las sombras Marchettis, o que ha mantenido bajo la superficie brillante. Cuerpos que desaparecen tras el escenario, entre bambalinas. Una brillante elipsis sugiere esa desaparición, la transición del rostro de Harriet (Nina Foch) al gabán, flotando en el río, del hombre que amaba, un policía corrupto, Blayden (Jim Bannon). Averiguar quién había llevado a la tintorería ese gabán, propiciará que Koch descubra el cadáver de Harriet en su apartamento, en donde el gas abierto parece indicar que se ha suicidado. O quizá no. Sí era cierto que ella no quería sentirse como una mera prenda que se tira cuando no quiere utilizarse, como así parecía ser para Blayden, cuyo único residuo, cáusticamente, es una de sus prendas. Esos detalles sutiles abundan en el guion de Rossen, a partir de un argumento de Martin Holmes, que dan vida a los personajes secundarios, como esa anciana vecina que, en otra secuencia más adelante, al ver que Koch comprueba cómo alguien pudo intentar aparentar que era suicidio la muerte de Harriet colocando la llave puesta en su interior, se inmiscuye, entrando en la habitación y curioseando en las pruebas de Koch. O cómo Johnny ajusta repetidamente la corbata de su asistente, Charlie (John Kellogg), quien, más adelante, intentará ajustarle la corbata, aunque como nudo corredizo cuando le traicione. El talento de Rossen brilla en la forma de dotar de densidad dramática a una frase tan trivial como una habitación es una habitación, conjugada con un gesto y la disposición de las figuras en el encuadre. O cómo, en la secuencia en que Koch interroga a la vez a Johnny y Marchetti, un cambio de ángulo de un primer plano y el uso del montaje interno (las miradas entre los personajes) amplifica la hábil construcción dramática de una secuencia en la que Koch sabe utilizar los adecuados resortes para sacar de la maleza a dos escurridizas figuras replegadas. Porque sabe que uno puede modificar su actitud, y al otro provocará para que pueda ponerse en evidencia, para que se ofusque su criterio.

El pasado también interfiere en las acciones de los personajes, un lastre que marca ese escepticismo en Johnny, como refleja el hecho de que amó a Nell (Ellen Drew), la esposa de Marchetti, pero ella prefirió al hombre con la cartera llena, lo que evidencia, también, el porqué de las opciones que ha tomado Johnny en la vida. Significativo es que ella intente recuperarle, regalándole un reloj. Pero aquel amor ya no da las horas, no es en punto, las agujas quedaron atrás, por eso él se lo devuelve (y soberano detalle sutil, ese reloj se encuentra en posesión de Harriet, a quien Johnny le había dicho que lo devolviera a Nell). El amor irrumpe desde un imprevisto presente, alguien, precisamente, relacionado con Harriet, la mujer que sufría por amor, y solicitaba la ayuda y consejo de Johnny, pero a la que él no supo apoyar lo suficiente. Ahora aparece en su vida la hermana, Nancy (Evelyn Keyes). Su primer cruce de miradas es elocuente. Ella se queda con el gesto de llevarse a la boca el cigarrillo al verle. Tras su primer beso, tras constatar que para ambos no es el otro alguien pasajero, una prenda que utilizar y luego tirar, al despedirse Johnny para ir al club, amaga un beso pero le ofrece el cigarrillo que fuma para que ella dé una calada. Un gesto que define, y sella, una imprevista compenetración que será decisiva para propiciar que Johnny deje de ser un personaje en medio y en ninguna parte que sacaba su beneficio de las sombras del crimen sin sentir mancha alguna en su conciencia, como si habitara su particular limbo en donde ya no daban las horas.

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