En Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). un cuerpo centraba, focalizaba, la narración, durante tres horas y veinte de duración (había algún otro cuerpo, pero periférico; extensiones, como su hijo, funcionales, como los clientes). La ausencia de un cuerpo pese que era visible, y la exasperación del tiempo, la dilatación de la duración de los planos, como una condena. Tres días que parecían el mismo. La rutina de una acciones cotidianas, piedra y erosión. Cuando el cuerpo se agitaba, acaecía en fuera de campo, cuando atendía en su dormitorio a los clientes. Un fuera de campo, porque también lo era para ella misma, como un vacío que la enajenara. Asistíamos a la implosión de un cuerpo, de una mente, de una mujer invisible. En Toute une nuit (1982), docenas de cuerpos multiplican la atención, en una narración acordemente fragmentada, aunque no falten planos dilatados. Toda una noche, aunque pudieran ser todas las noches. La narración es una coreografía de emociones, estados, variaciones, fugas, colisiones, tanteos. Los cuerpos pareciera que fueran parte de un ballet, no sólo cuando alguna pareja baila. Los cuerpos, las emociones, buscan esa coreografía en la que fluir. A veces son acordes discordantes, fuera de tono, un silencio, expectativa, suspensión, el ruido de un disco que llegó a su fin. El deseo parece vertebrar las relaciones, aunque también hay una niña que sale de su casa en plena noche, con un gato, desvaneciéndose en la oscuridad, o un sastre en su tienda realizando unas cuentas. Cuerpos que se salen del papel pautado, que se mueven alrededor de sí mismos. Emociones que se extravían, emociones que ansían tejerse con otras emociones como si fueran un solo cuerpo.
Pareciera que asistiéramos a fragmentos de diversas historias, en los que quizá algo se gesta, o parece que termina, pero no es así, o simplemente es un instante, uno más. Un chico observa a través de la ventana, desde la cama, y se vuelve a su pareja, al que dice que es la hora, y el otro chico se incorpora. Alguien no puede dormir y se levanta, va a la cocina, coge algo del frigorífico. Más tarde retornará a la cama. Hay quienes, con la mirada prendida en el techo, se preguntan si no se quieren. Una pareja, después otra, pero separados; beben cada uno sentado en una mesa de un bar, y quizás una historia se inicie, y los tanteos tímidos con la mirada se tornen abrazo, como si hincaran sus uñas en la vida que pasara corriendo delante suyo. También una chica con dos chicos, juntos en una mesa, pero su historia parece que no continuará ni con uno ni con otro. Cada uno opta por diferente dirección. Muchos personajes se abrazan, hay quiénes echan a correr, quienes parece que vagabundean en la noche, quienes se marchan, quienes llegan a un piso y golpean a una puerta, aunque nadie contesta, o quizá sí y no es quien esperaban y salen corriendo. Hace calor. Hay quien puede dormir, y quien no. Hay un personaje, encarnado por Aurore Clement, quien, al principio, tras realizar una llamada, dice que le quiere. Al final dice que no le quiere, mientras baila con otro chico. Variaciones, volubilidades, cambios.
A veces parece que asistiéramos a una película de Jacques Tati, pero sin la presencia de Monsieur Hulot. Múltiples cuerpos, múltiples historias, múltiples posibilidades. Quizás las que ha soñado el mismo personaje que no sabe si le quiere o no le quiere (Aurore Clement interpretó en la previa Los encuentros de Anna, 1979, a una cineasta que realizaba un tránsito, trayecto o desplazamiento, en el que se encontraba, cruzaba, con múltiples personajes). Los sonidos de la noche, los cantos de los pájaros con la primeras luces de la mañana mecen la narración. A veces una palabra rasga el silencio, pero es la agitación de los cuerpos la que domina la pantalla. Semillas, o esquirlas, de historias con las que especular. Los cuerpos vibran, se tensan o yacen como pesos muertos, miran por las ventanas como miradas perdidas que quisieran fugarse. Cuerpos que se buscan, aunque a veces se nieguen, y declaren que quizá su historia ha llegado a su fin, pero, en otras, se agarran mutuamente, como si fueran una boya entre las encrespadas olas de un océano de emociones que van y vienen. Los cuerpos se abrazan y rehuyen, o meramente vagan en soledad, como fantasmas, quién sabe por qué, quizá en busca de otra historia, de una certeza, saber si le quiere o no, o simplemente para poder querer y ser abrazado.
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