Orion
Pictures compró, en primera instancia, los derechos de la novela El
príncipe de la ciudad
(1978), de Robert Daley, comisionado de policía, en la que se
centraba en el policía de Nueva York Robert Leuci, gracias a cuyo
testimonio, y grabaciones, fueron condenados cincuenta y dos policías
por evasión de impuestos. Brian de Palma iba a dirigir la adaptación
cinematográfica, escrita por David Rabe, y protagonizada por Robert
De Niro. Pero el proyecto no se materializó, y Jay Presson Allen,
que había leído el libro, pensó que era material adecuado para
Sidney Lumet, quien aceptó con la condición de que ella no solo
produjera, como era su pretensión, sino que escribiera, con él, el
guion, además de que el protagonista estuviera interpretado por un
actor poco conocido, para que no pesara la imagen del actor (o de las
obras previas que hubiera protagonizado) y, por último, que la obra
rondara las tres horas. Lumet quería rectificar el retrato
unidimensional, de la policía de Nueva York, que consideraba había
realizado en Serpico
(1973). Esa utilización de actores poco renombrados ayudaba a la
impresión de veracidad. El tratamiento fusiona ficción y
documental. El
príncipe de la ciudad
(1981), está planteada como un informe, con la aparición, como
introducción de capítulos, de las fichas de identificación de los
personajes. Los procedimientos se combinan con los efectos
emocionales en la vida del protagonista (y también en las personas
más cercanas, en especial sus amigos policías) así como sus
dilemas.
Danny
Ciello (Treat Williams) es un detective de narcóticos de Manhattan
que accede a colaborar con el Departamento de Justicia para
desentrañar la corrupción policial (de la que él era parte). En
principio, la relación, con Cappalino (Norman Parker) y Paige (Paul
Roeblig), se define por la alianza y la complicidad. Componente
fundamental del trato es que sus cuatro compañeros en Narcóticos,
Levy (Jerry Orbach), Marinaro (Richard Foronji), Mayo (Don Billet) y
Bando (Kenny Marino), no sean investigados. El proceso de
investigación, con grabaciones con micrófonos ocultos adherido a su
cuerpo, dura años, y la variación de abogados, investigadores y
fiscales, también conlleva la variación de actitudes, como es el
caso de Santimassino (Bob Balaban) y Polito (James Tolkan). Su
implacabilidad, que no ve matices, ni circunstancias, ni greses, ni
consecuencias, determinará, en el primer caso, el suicido de un
amigo policía de Ciello, y en el segundo caso la investigación del
propio Ciello (quien en primera instancia solo había reconocido tres
casos de corrupción en los que estuviera involucrado) y como
consecuencia de sus cuatro amigos. El proceso se tornará en un
horror, cuyo culmen es el desesperado grito de uno de sus compañeros,
Marinaro (encuadrados ambos en plano general, lo que acrecienta la
desolación, la intemperie emocional).
En
El
príncipe de la ciudad
(que es como se autodenominan estos detectives, cual señores del
medievo que recogen sus diezmos de los delincuentes) se pone en
interrogante, y por tanto pondrá en evidencia las inconsecuencias
del sistema judicial (la perspectiva rígida de algunos de sus
representantes),una inconsecuencia ya de base. Si no realizaran esas
acciones corruptas no se conseguiría el éxito de detenciones. Es un
reflejo de las inconsistencias de cómo está constituida la ley, ya
que dificulta para conseguir las pruebas legales necesarias, por no
hablar de a nivel judicial los agujeros que permite para que los
delincuentes puedan aprovecharse de esas inconsistencias. No tiene en
cuenta las circunstancias de vida con las que se enfrentan los
policías. De hecho, cuando Ciello se decida a colaborar con los
investigadores será cuando, una noche, tenga que robar la droga que
ha adquirido un adicto para poder suministrársela a su informador.
¿Dónde queda lo justo en sus acciones? No hay blancos ni negros. Al
final alguien como Ciello, como pasa con los soldados, a los únicos
que tiene a su lado son a sus compañeros; las altas jerarquías del
poder les dejarán abandonados o les utilizarán como piezas según
conveniencia, como le ocurre a Ciello, que arriesga su vida como
infiltrado ayudando a realizar detenciones ( que en principio vive
como una aventura)
pero que se irá tiñendo de un cariz más siniestro, cuando las
propias instancias del poder no tengan escrúpulos de incriminarle a
él mismo, y a sus compañeros. La doble cara del Poder, un sistema
en sí corrupto e hipócrita, queda en evidencia de un modo terrible
y desolador (como es cáustico que en un momento dado no sean los
agentes de apoyo sino su primo, gangster, quien le salve la vida).
Lumet
narra, de modo ejemplar una extenso y prolijo relato en personajes y
sucesos (160 minutos que fluyen impecables), con una admirable
capacidad de condensación, combinando ese aire de inmediatez,
apoyado en rostros poco conocidos, espacios desastrados, que respiran
autenticidad, y un afinado empleo del encuadre (el plano de las
figuras en sombras de Ciello y los dos primeros abogados en una
terraza, con la luz del crepúsculo, cuando él primero se decide a
colaborar, que ya anticipa que las sombras dominarán el relato) y
una narrativa elíptica (con brillantes montajes secuenciales) que va
creando una sensación tan opresiva como crispada, de amordazamiento
vital, en un descenso a los infiernos, el propio Sistema. Pocos
cineastas han retratado con tal contundencia y precisión sus
cloacas. La fotografía de Andrezj Bartkowiak acentúa esa sensación
de intemperie, como los espacios en que transita la obra, y que
desmiente ese errado lugar común de que Lumet descuida el aspecto
visual (más bien lo elabora de un modo sutil: su uso de los planos
generales, de los espacios...). Con Allen colaboraría de nuevo en la
magnífica Veredicto final
(1982). Posteriormente, rodaría otra obra magistral, que compartiría
retrato judicial y policíaco, Distrito
34: Corrupción Total (1990),
y dos obras notables como La
noche cae sobre Manhattan
(1996) y la satírica Declaradme
culpable (2006).
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