En las secuencias iniciales de Hasta el límite (Rush, 1991), opera prima de Lili Fini Zanuck, el capitán Dodd (Sam Elliott) indica a Kristen (Jennifer Jason Leigh), recién graduada como policía, que no será la misma, sino diferente, tras experimentar su primer trabajo como infiltrada para recabar pruebas sobre el narcotráfico. En las secuencias finales, Kristen comentará a quien, ya curtido en esas lides, le había elegido para tal labor, el detective Raynor (Jason Patrick), que no encuentra diferencia alguna entre uno y otro lado de la ley, tras que el jefe de policía Nettle (Tony Frank) les haya instado a que testifiquen en falso para incriminar a Will Gaines (Greg Allman), propietario de bares y negocio pornográfico con el que está obsesionado por detener. Para conseguir su propósito el puritano Nettle no duda en chantajear a Raynor con exponer cómo ha caído en la adicción durante su labor policíaca. Hasta el límite es una obra sobre la fragilidad y la corrupción. La acción dramática de la película, que acontece en 1975, se inspira en un caso real, acontecido a finales de los setenta en Texas, que vivió Kim Wozencraft, como policía infiltrada, la autora de la novela adaptada (guionizada por Pete Dexter), cuando, junto a su compañero, testificaron contra su jefe de policía. La narración se inicia con un brillante plano secuencia que sigue el desplazamiento de Gaines por el escenario en que es figura dominante, su bar, hasta que sale al exterior. Durante ese desplazamiento, uno de los cuerpos que se resalta, jugando al billar, es Raynor. Esa es su labor, confundirse con su entorno, aparentar que es parte de él, una labor de camuflaje que implica comprar droga para ir recopilando base para incriminar a quienes realizan diversas actividades en la cadena del narcotráfico. Hacerse pasar por quien no es para conseguir persuadir que no es quien realmente es. Un difícil desafío, por cuanto implica mantenerse en el ejercicio funambulista de no ser devorado por el propio personaje (en concreto, el consumo de las drogas), en el que instruye a la novata Kristen, un cuerpo sin experiencia alguna en tal tarea y en el mismo consumo de droga. Un cuerpo, por otra parte, por el que se sentirá atraído. Dos cuerpos que aparentan ser lo que no son se sienten atraídos mutuamente por cómo son. La labor se sostiene sobre un doble filo, en el mantenimiento de lo auténtico en el fingimiento y la simulación. Su soledad, en cuanto aislamiento, y su vulnerabilidad se acrecienta por cuanto son cuerpos en una tierra intermedia o frontera que no pueden transparentar que lo es. Son cuerpos que bregan por no perderse, por no degradarse con el consumo de los estupefacientes, como criaturas de la noche que intentan mantenerse lejos de la luz para que no les queme. Ya el semblante, la expresión, de Raynor, en las secuencias iniciales (encuadrado significativamente a través de persianas o verjas) denota ese desgaste. Habitan esa realidad intermedia como seres en una mansión aislada que intentan que no se convierta en condena.
Poco se habló en su momento de Hasta el límite, un thriller tan áspero y descarnado como desgarradamente lírico. Era una singular rara avis en un momento álgido del género del thriller, entre finales de los ochenta e inicios de los sesenta, definido por la diversidad. Destacaban sobremanera thrillers que buscaban otras direcciones, o combinaciones, entre la abstracción, el artificio, el metalenguaje y la excentricidad, como reflejaban las obras de David Lynch, los Hermanos Coen o Jonathan Demme y Paul Verhoeven, que convivían con una recuperación del cine de gangsters, con las obras de Martin Scorsese o Francis Coppola como emblema más conspicuo, y que disponía de sus variantes con afroamericanos como protagonistas en New Jack City (1991), de Mario Van Peebles o Rage in Harlem (1991), de Bill Duke. Comenzaron a proliferar obras con incisivo talante crítico, o que hurgaban en los recovecos turbios de los representantes de la ley, dirigidas por John Frankenheimer Harold Becker, Joseph Ruben, John Flynn, o en particular la excelente Cop, con la ley o sin ella (1988), de James B Harris. Hasta el límite conecta en particular con el thriller de los setenta, como ejemplifica su dirección de fotografía tan sombría como gélida, de permanente nublado. La ambientación que acentúa la intemperie desacogedora, como esa refinería que destaca enfrente de la casa de su amigo Walker (Max Perlich), la impasibilidad en la que se enmascara las emociones vulnerables, la meticulosidad con la que están descritas las acciones, no hubieran disgustado a Melville. La atracción del abismo se convierte en una amenazante fuerza de gravedad. Los límites están continuamente desafiados. No resulta difícil perder el pie. Primero lo hará ella, después él, y será quien sufrirá más para superar la adicción. El amor que se va gestando entre ambos se convertirá en el principal sustento de supervivencia y apoyo en esa intemperie vital. La banda sonora compuesta por Eric Clapton se engarza de modo armónico. Los dolorosos rasgueos de su guitarra hacen música de lo que rasga a los personajes. En particular, destaca el magnífico montaje secuencial, al son del tema Preludin fugue, que describe su mutuo extravío, separados el uno del otro, como cuerpos a la deriva, como si la realidad fuera ya una centrifugadora que les superara.
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