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lunes, 29 de agosto de 2022

Último tren a Katanga

 

Dark of the sun, título original de la excelente Último tren a Katanga (1968), de Jack Cardiff, puede servir de indicativo de que no estamos ante una convencional obra de hazañas bélicas, o actioner con telón de conflicto bélico, subgénero en boga en aquellos años con títulos como Doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich, La brigada de diablo (1967), de Andrew V McLaglen, Mercenarios sin gloria (1968), de Andre De Toth, El desafío de las aguilas (1969) y Los violentos de Kelly (1971), ambas de Brian G Hutton o Comando en el desierto (1971), de Henry Hathaway (por no hablar de las que se centraban en afamadas batallas). La obra de Cardiff se desmarca notablemente de todas ellas por la densidad de su substrato dramático y alegórico, un sobrecogedor descenso a la raíz de la barbarie, al corazón de las tinieblas, a la terrible obscenidad de las inclinaciones y manifestaciones violentas y crueles del ser humano. Pero ésto podría haberse quedado en loables intenciones si Cardiff no hubiera aplicado un áspero y cortante estilo descarnado que mira de frente la brutalidad, sin nunca regodearse en su expresión, lo que, por otro lado, propicia que adolezca de la mecanicidad (fuera más o menos hábil) de los discretos títulos citados anteriormente. En esta obra sí penetramos de lleno en el lado oscuro del corazón humano (ese dark of the sun).

La acción transcurre en 1964, en el Congo, sacudido por una guerra civil entre 1960 y 1966. Curry (Rod Taylor) es un mercenario que se vende al mejor postor. Hay un buen detalle de ambientación tras que descienda del avión: el cristal con impactos de balas en el coche que le recoge en el aeropuerto. Curry es requerido para realizar una misión que es más bien un encargo de los poderosos, el director de una empresa de diamantes y el presidente Mwamini (Calvin Lockart), que se beneficiará del apoyo económico del primero: Debe conseguir en tres días llegar en tren a un poblado sobre el que pesa la amenaza de los guerrilleros, los simba, aunque no para rescatar a los europeos residentes allí, como quieren hacerle creer en principio, sino, como bien intuye Curry, para recuperar los diamantes (depositados en una cámara acorazada) de las minas de toda la zona norte del país, cuyo valor asciende a 50 millones. Curry viene acompañado del sargento Rufo (Jim Brown), del que es amigo, aunque las motivaciones de ambos parezcan disimiles. A Curry parece que sólo le interesa el dinero, mientras que a Rufo le inspira el propósito de que su país sea algún día libre. Pero no es todo tan simple. Hay dos personajes más que se erigen en símbolos de esa cuerda en la que fluctúa Curry.


Uno es el doctor Wreid (Kenneth More), personaje que se ha abandonado a sí mismo, y al que el modo de incentivarle para que se una al viaje es prometerle una caja de whisky, porque con él logra el entumecimiento que evita que sea consciente. El otro es el mercenario nazi Henlein (Peter Karsten), quien lleva con orgullo la esvastica en su uniforme. Con ambos Curry mantendrá un pulso tenso durante el viaje. Tras llegar al poblado Curry se encuentra con que el delegado de la empresa ha programado para dentro de tres horas la apertura de la cámara acorazada por un mal cálculo. Curry, entretanto, intenta convencer, infructuosamente, a un sacerdote y unas monjas para que abandonen el lugar porque sino serán asesinados ( pero alegan que el cuerpo no tiene importancia). En la misión les informan de que una mujer lleva días intentando dar a luz, para lo que recurren a Wreid. Un hermoso travelling circular sobre su rostro, unida a la expresividad de More, logran reflejar su toma de conciencia. Su redención vendrá dada a través del sacrificio. Aunque sepa que implique su muerte, optará por quedarse para conseguir salvar a la mujer y al niño. Este aspecto, la sensibilización adormecida, le une con Curry, a quien antes le había afectado sobremanera la extrema crueldad de Henlein al matar a dos niños, los cuáles según él, podían avisar a los guerrilleros (una extraordinaria secuencia de tensión contenida, pautada a través de las expresiones de Curry, Rufo y Henlein, que culmina con la indicación de Curry a Henlein de que puede volver a ponerse al esvástica, aunque al principio de la misión le había dicho que se la quitara porque sino él podría confundir a su enemigo).

La tensa relación con Henlein marca el arco dramático, o el proceso de transformación de Curry. Antes de la llegada al poblado hay una secuencia de enfrentamiento entre ambos de una extrema crudeza, en la que Henlein, tras provocar la pelea, amenaza con una sierra mecánica a Curry, y que culmina con éste colocando la cabeza del primero junto a una de las ruedas del tren para que se la aplaste, siendo salvado in extremis por la intervención de Rufo. Tras salir del poblado, justo cuando llega el ejercito de los guerrilleros (con la terrible imagen de uno de los vagones, desenganchado por una explosión, retrocediendo de nuevo hasta el poblado, mientras los residentes que están en su interior gritan con desesperación porque saben que van a caer presa de los guerrilleros), Curry y Rufo se introducen entre los ebrios guerrilleros (Rufo porta sobre sus hombros a Curry como si fuera un prisionero), y son testigos de las terribles torturas o violaciones a las que someten a quienes han sido apresados (sin énfasis, con un montaje cortante, expeditivo, conciso), antes de lograr recuperar los diamantes. Pero a Henlein le importa ante todo los diamantes y, en el viaje de vuelta, aprovechando la ausencia de Curry que ha ido a buscar gasolina para los camiones (tras tener que abandonar el destrozado tren), mata a Rufo lo que provoca la furiosa reacción de Curry que le persigue hasta matarle tras pelear en el lecho de los rápidos de un río. Pero como le dice uno de los soldados, ha cruzado la linea más allá, la de la sombra, hacia la oscuridad (la del primitivismo más ciegamente visceral), porque en su acto vengativo ha acabado por asemejarse al bárbaro, a la bestia. Nada diferencia a Curry de Henlein tras matarle, por muy abyecto y vil que fuera Henlein. El gesto final de Curry implica esa asunción, por eso opta por entregarse para que sea juzgado en el correspondiente juicio de guerra.

La obra fue cuestionada por los críticos, en su momento, por su extrema violencia, y fue calificada com sádica. En cambio, fue admirada por Quentin Tarantino. Durante el rodaje de Malditos bastardos (2009), proyectó la obra de Cardiff a los actores, en cuyo reparto se encontraba precisamente Rod Taylor, como Winston Churchill, y utilizó algunos de los fragmentos de la banda sonora compuesta por Jacques Loussier. En la obra de Cardiff el protagonista apaliza brutalmente a un nazi, que ha dado muestras sobradas de su crueldad y mezquindad, y en la otra son repetidas las ocasiones en que son matados, o más bien ejecutados, nazis que también han mostrado su tendencia a la crueldad e inclemencia. Pero no puede ser más disimil el tratamiento (o planteamiento vital) de la venganza, o del castigo a la bestia. Más allá de cómo fuera Último tren a Katanga sin las secuencias recortadas por la cruda violencia de las situaciones, particularmente, me parece una obra descarnada que no incurre en efectismos. En Malditos bastardos, como en las dos obras previas de Tarantino, y las posteriores, se justifica la acción de dar rienda suelta a la furía vengativa. Hay una notoria autocomplacencia, e incluso un regodeo en el castigo (y en la misma violencia), como refleja la dilatada secuencia del apalizamiento de las mujeres al psicópata de Death proof, el apalizamiento con saña a los integrantes de la secta de Charles Manson, en Erase una vez Hollywood, o las secuencias de escalpelamiento de Malditos bastardos. Sí me parece que se ajustan todas ellas apropiadamente al calificativo de sadismo, aunque pocos cuestionamientos hubo sobre su tratamiento, probablemente por lo politicamente correcto de las dianas de su furia (nazis, violadores, racistas...), eco de esa tendencia humana a la venganza justiciera visceral, y por el hecho de que las aristas eran negadas por el filtro de su concepción de divertimento: el relato como función de descarga (de los más bajos instintos). En cambio, no hay justificación sino autocuestionamiento en la resolución de Último tren de Katanga, consecuente con la frontal crudeza del enfrentamiento con la bestia que todos llevamos dentro ( y que no sólo está afuera, es decir, en lo Otro o los Otros). No hay justificación de la violencia siquiera por la bestialidad y crueldad de quien es objeto de esa violencia (como es el caso del nazi), mientras que en la obra de Tarantino no veo un inofensivo divertimento, un meramente vamos a jugar que la historia pudo haber sido de otro modo, sino la terrorífica justificación de nuestros instintos más bárbaros, bestiales y viscerales camuflados bajo la inquietante sonrisa de la adscripción a lo políticamente correcto.


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