En A limite (Bringing out the dead, 1999), de Martin Scorsese, Frank (Nicolas Cage), es un conductor de ambulancias y sanitario desesperado porque parece atascado en una dilatada racha en la que no logra salvar vidas. Un anhelo exasperado ya por no contrarrestar tanta desolación a su alrededor, sin lograr ya no sólo hacer sentir bien a otros, sino incluso salvarles, ayudarles a superar su dolor y extravío, y en concreto ese último límite de indefensión y vulnerabilidad que es el tránsito a la muerte. No solo hay vidas que intenta salvar, sino vidas que quizá lo que necesitan es que las ayuden a morir. No se puede alargar lo que no es vida sino una agonía extendida. Durante el desarrollo de la narración forcejea con la condición de un paciente, que ha sufrido un infarto, al que arranca de la muerte en las primeras secuencias. Durante esos tres días es reanimado dieciseis veces. Frank se preguntará si es la reanimación la salvación para ese personaje o más bien lo sería la definitiva desconexión (como un sistema eléctrico que se apaga porque está irremisiblemente averiado) para no alargar una vida que parece un estertor alargado. La película narra un trayecto que podría considerarse alquímico, y que transcurre durante tres noches, tres inmersiones febriles y desesperadas en los abismos de la ciudad, tres espasmos de odiseas en las que se conjugan la desolada ternura, un desopilante humor estrambótico reflejo de un desquiciamiento vital (lo trágico y lo absurdo se conjugan con admirable armonía) y la lacerante nocturnidad, con ecos del siniestro universo de Edgar Allan Poe: esa droga llamada muerte roja que está asolando cual peste la ciudad; el agujero negro de la embriaguez, la opción terminal ante un modo de vida inclemente que propicia la indigencia vital, como anegada está la ciudad de indigentes y figuras extraviadas: la ciudad es como una ampliada, y aún más turbia, mansión gótica de un relato de terror; los muertos, cual fantasmas, parecen brotar, en cierta secuencia, como emanaciones de esas calles.
El mismo semblante de Frank pareciera que fuera transformándose, por ese desgaste anímico y físico (casi no duerme), en una palidez desencajada, como la de un no muerto que transitara entre dos mundos, una criatura de la noche que anhela habitar armónicamente la luz del día, pero la noche no le suministra sino desasosiego, visiones de muerte, cuerpos arrumbados entre la basura, indigentes que intentan torpemente suicidarse, cuerpos que intentan olvidar sus penas con el entumecimiento del consumo de las drogas, como la misma Mary (Patricia Arquette), la hija del hombre que sufrió el infarto (quien días antes deseaba ver a su padre muerto y ahora lo que desea es verle de nuevo revivido), o figuras extraviadas en permanente fuga, como Noah (Marc Anthony), que demanda agua cuando puede ser fatal para él. Frank se siente constantemente atropellado por la letanía de un recuerdo, una vida que no supo salvar, un fracaso que le reconcome, por eso ve el rostro de esa chica en casi todas las mujeres con las que le cruza como si fuera el recordatorio de una maldición, el recordatorio de su fracaso. Frank es un hombre que siente que se desplaza por la ciudad sin ningún propósito más que el de recoger los desechos, como si ya su dedicación fuera un calvario entre las ruinas de la noche. Ese trayecto vital, de desesperación y desorientación, culmina con un bellísimo último plano, con Frank abrazado a la mujer que ama, Mary, inspirado en la figura de la escultura de La piedad de Miguel Ángel: el símbolo de esa piedad que es empatía al otro. O Alquimia de la piedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario