Trilogy (1983), de Terence Davies, conjuga tres cortometrajes Children (1976), Madonna and child (1980) y Death and transfiguration (1983), que conforman el trayecto de una vida, la de Robert Tucker, trasunto de Davies, a la que caracteriza la brutalidad como dinámica y el dolor como térmica. Es una narración que constata un colapso y una sublevación, el cortocircuito de la opresión de una educación católica y de la estigmatización de la homosexualidad, que dejó de ser delito en Inglaterra a inicios de los sesenta. Es un relato sobre la abundancia de sombras asfixiantes entre las que el cuerpo era la promesa de luz, aunque su vivencia se viera abocada a la clandestinidad de las sombras. Es el primer logro de la soberanía de la belleza orquestada por un cineasta cuya inspiración no provenía de la instrucción académica sino de la intuición. Es la primera obra que deja constancia de la singularidad de un cineasta que utiliza, como pocos, con excelso ingenio expresivo, los recursos cinematográficos, en particular, el montaje, mediante asociaciones (acorde a la constitución de la memoria), pero también las elipsis, el fuera de campo, los movimientos de cámara o el sonido (y en particular, las canciones, en la vertiente diegética, cantada por personajes, o no diegética, en la banda sonora, cuyo recurso expresivo se fundamenta en el contraste, entre lo ordinario y lo sublime, entre lo que es y lo que se anhela o añora).
En Children concurren diversas violencias. Violencia infantil, violencia estructural (prejuicios y discriminación), violencia institucional (educacional) y violencia familiar. El plano picado inicial de Children nos introduce en un patio de un colegio; la disposición de los niños, su actitud, sus movimientos, delatan una tensión, una confrontación. Tucker es objeto de burlas y humillaciones por su naturaleza homosexual. En el aula, también se señalizan, como código de circulación, las relaciones de poder que determinan unas posiciones en la jerarquía; la amenaza, por parte del profesor, de infligir un castigo, una violencia, como forma de instituir, implantar, una subordinación o sumisión. En el hogar supuran la pesadumbre, el resentimiento, la agresividad de un padre que es grito y puño. Su dolor y desesperación, como evidencian sus contorsiones desesperadas antes de que sea aliviado por la inyección de la enfermera, se torna cólera. Los estallidos de violencia del padre, sobre todo con la madre, son como las arcadas de la bilis de la frustración (descarga de la impotencia y la amargura). La madre, en cambio, es abrazo en la intemperie, lágrimas en un trayecto que es inmóvil.
Davies alterna tiempos, pasado y presente, como si fueran lo mismo o no haya más variación que el cambio fisiológico por el paso de la edad: los planos del presente de un joven Robert son incrustaciones, como si fueran cicatrices no cerradas, como refleja su expresión deshabitada, como si viviera un tiempo fracturado, como fracturadas están sus entrañas: ese planos de un intenso y cerrado tráfico, con Robert intentando cruzar la calle, una figura minimizada en el plano, como si no hubiera logrado, con el paso del tiempo, lograr integrarse en la circulación de la vida ordinaria, como evidencian las conversaciones con un terapeuta que espera que ya se sienta capacitado para retornar al trabajo o que ya sienta deseos por las mujeres. Son las consecuencias de un daño sufrido en la infancia. La huella de un vacío, o vaciado, como reflejan los planos de las aulas vacías. Las transiciones entre planos reflejan la condena de una continuidad que es inmovilización: El Tucker joven espera en la parada del autobús, y en el pasado también el Tucker niño junto a su madre; un dilatado plano lateral encuadra a ambos mientras el autobús se desplaza, hasta que acontece el cambio de plano, a uno frontal, acompasado a los sollozos de la madre. Los acontecimientos palpitan en las heridas y la falta. El autobús de la infancia se aleja en una de las calles que se parecen unas a otras. Un último plano encuadra al joven Robert, en un plano picado, descendiendo del autobús. Aún sigue atrapado en un pasado que es dolor, condensado en el plano de cierre de Children, un plano de alejamiento que le encuadra, minimiza, cuando era niño, en la habitación donde sollozaba en aquella prisión cuyos barrotes seguirán oprimiéndole porque es un lamento que se extiende en el tiempo. La circulación de su vida, en los primeros pasos de su juventud, sigue cautiva en ese bucle de dolor y desubicación.
Se asocia un plano en el que Robert, niño, entra en el aula, y se escucha cómo es saludado por la maestra, con las palabras de la enfermera que le cuida en el hospital ahora anciano. La cámara se desplaza desde el rostro de expresión vaciada de Robert anciano, en su silla de ruedas, en el pasillo del hospital -mientras en off se escucha a un médico enumerar las características y consecuencias de su enfermedad neurológica -, hacia la ventana próxima, donde caen gotas de lluvia, retornando la cámara a su emplazamiento original para ahora encuadrar a Robert años antes, todavía en su edad madura, en una de sus primeras visitas a su anciana madre –en off, sobre este plano y el siguiente, un plano general que muestra a Robert entrando en su habitación, se escucha la conversación entre ambos en la que ella le insta a que no sufra con su desaparición. A continuación, enlaza con un plano en el que Robert es testigo de cómo fallece su madre, cómo se desvanece delante suyo. Su mirada se apaga, sus ojos se cierran, como un telón que se corre. Pocas obras han reflejado, con tal potencia dramática y emocional, con tal ingenio expresivo, la intemperie, el extravío y el desarraigo vital de una vida truncada, desolada, sojuzgada y subordinada, conjugada con la proyección del anhelo de una existencia (de una forma de habitar la vida) realizada en la exuberancia de las emociones y los sentidos, en la fusión de la complicidad de los cuerpos, del deseo y la ternura.
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