La secuencia introductoria de Control (2007), primer largometraje de Anton Corbijn, adaptación de Touching from a distance, de Deborah Curtis, se abre con un primer plano del perfil de Ian Curtis (Sam Riley), quien reclina su rostro, y finaliza con un encuadre más amplio de él, en la misma posición, sentado en el suelo de la habitación que ocupó cuando vivía con sus padres. Al mismo tiempo, en off, escuchamos el pensamiento de Curtis sobre la existencia: 'qué importancia tiene, existo lo mejor que puedo, el pasado está ya en el futuro, y el presente se va de las manos’. Aparece el título de la película, Control. ¿Cómo ha progresado su vida, cómo ha madurado realmente a los 23 años quien desde que vivía ahí se ha casado y ha tenido un hijo? Corbijn sabe cómo ecualizar la mirada. En dos concisos planos ya se ha marcado el tono, y condensado la sustancia de conflicto, de la película, que se caracterízará por su modulación introspectiva, contenida, casi sonámbula, entre lo concreto y lo abstracto, donde lo no dicho, lo que palpita entre planos, dice, incluso, mucho más que lo visible, reflejo de esa tensión entre el yo intimo de Curtis, como deja ya patente ese primer plano (un perfil, acorde a quien se siente mitad presente, mitad desplazado o desubicado) y su anhelo de movimiento (progresión, crecimiento, dominio de las emociones), pero encapsulado en su mundo, en sí mismo, en sus limitaciones y contradicciones (aunque desearía que no fuera así) y en un espacio, o entorno vital, en el que se siente tanto apresado como aislado, un espacio en el que se confunden o enmarañan, en una nebulosa, el afuera y su yo interior. Y en el cuál, como apuntalan sus palabras, se siente superado por las circunstancias, y sus emociones, ya que las elecciones del pasado se convierten en lastres con respecto a los que no saber cómo reaccionar ( por eso, detalle significativo, se encuentra en la que, en el pasado, era su habitación en la casa de su familia, ahora vaciada de objetos: hay un peso de irresolución que arrastra desde tiempo atrás y que siente como atasco), y el presente, fugitivo, e imposible, por tanto, de controlar.
Los siguientes planos nos sitúan en 1973, siete años antes del suicidio de quien fuera una de las figuras más influyentes del postpunk británico a finales de los setenta, Ian Curtis, cantante de Joy Division. Estos planos son, y representan, a través de un afinado uso expresivo del espacio, una continuación de esa tensión entre movimiento y estatismo, entre el yo intimo y un afuera opresivo. Un plano general: la figura de Ian, caminando por la calle, contrasta, empequeñecida, con los impersonales edificios que parecen aplastarlo. Una figura distraída, quizá ausente, quizá ajena, desde luego desubicada, que no hace caso a los niños que le piden que les coja el balón que se les ha escapado, como tampoco al saludo de su padre cuando entra en casa, donde, por añadidura, ignora a madre y hermana, dirigiéndose decidido a su cuarto, donde se encierra (la cámara permanece un instante encuadrando su puerta). En su cuarto escucha la música del álbum de David Bowie que acaba de comprarse. La cámara se detiene en sus objetos, afiches relacionados con Jim Morrison o la Velvet Underground, libros sobre uniformes militares, castillos (uno se imagina a Curtis cual aristócrata melancólico en una mansión gótica) u obras de Ginsberg o Crash de JG Ballard… ¿Recuerda alguien Crash (1996) y su visión de una realidad de enquistada comunicación, donde se relacionaba sexo y maquina, desgarro de carne y accidente, como terminal medio de crear vínculos?. Hay algo en Control, aunque sea de modo menos áspero y descarnado, del distanciamiento de la excelente versión para el cine de David Cronenberg, en donde, también, las abrasivas corriente subterráneas contrastaban con la contención de la superficie, como si esta fuera una cauterización, o una costra. La narración es elíptica, y transmite una sensación de suspensión, como la sensación que transmite Curtis, suspendido en un espacio al que no parece pertenecer, y en el que no se reconoce. ¿Es un fantasma o es la realidad fantasmal?. En una clase de química, vestido con su uniforme de escuela, convierte, en la superficie de su pupitre, la palabra Ian en Iam (Yo soy), y su semblante se queda con la expresión transida contemplando la formula OH en la pizarra, ajeno a las preguntas de su profesor ( David Lynch colaboró con Corbijn en el corto que éste realizó, y en secuencias como esta se percibe esa afín sintonización de mirada). Es como si fuera un personaje de Samuel Becket que se plantea cuál es su voz, extraño y ajeno al universo, ante el cual más que decir <<yo soy>> sólo quepa decir <<¡Oh!>>.
Uniformes, disfraces, identidad. Emulando a David Bowie, se viste con un corto abrigo de pieles y se pinta los ojos, encontrando, en el espejo, un reflejo más cercano a si mismo. O cuando menos diferente, una réplica a un entorno que le uniformiza como él no desea (¿Quién soy yo?). Ataviado de esta manera observa a través del espejo a su amigo besándose con su novia, Debbie (Samantha Morton), pero ésta se incómoda y pide al amigo que se vayan, aunque ella, antes de irse, pregunta quién ha escrito los textos sobre su mesa ( su incomodidad no provenía de lo que parecía). Al irse, Ian se tumba en la cama con expresión satisfecha. En ese instante Ian ha sentido su I am. Ha sentido esa chispa de la que carece su monótona vida. Ingiere con su amigo unas pastillas y visitan, bien puestos, a Debbie; tras recitar un poema de Woodsworth, coge la mano de ella, tras la espalda de su amigo. La invita a un concierto de Bowie, y ahí le reconoce que el amigo lo sabe porque no le gusta actuar a sus espaldas. Para él es natural ir de frente. Pero los sucesos posteriores demostrarán que no resulta siempre tan fácil ir de frente. Todo se va precipitando, o engarzando (¿encadenando en su doble vertiente?): la boda con Debbie; los inicios con el grupo, en principio llamado Warsaw, que luego ya a la hora de grabar su primer disco, será Joy division; los conciertos; su trabajo en los servicios de empleo; el nacimiento de su hijo. Pero ya no se desprenderá de la narración esa sensación suspendida, como si Ian se sintiera en permanente extrañamiento con el mundo, descolocado (como reflexiona cuando ve caer a la chica a la que atiende en los servicios de empleo, presa de un ataque epiléptico, antes de que él mismo empiece a sufrirlos: la casualidad dispone de retorcidos giros), y aislado, aunque disponga de amistades y mantenga relaciones sentimentales (como esa habitación en la que se encierra con llave, para escribir sus canciones, y a la que no deja acceder a Debbie).
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