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lunes, 1 de agosto de 2022

Kairo

 

'Los fantasmas y las personas son los mismo, da igual si están vivos o muertos'. Es una frase dicha por una de las protagonistas de Kairo (2001), de Kiyoshi Kurosawa, una obra (visionaria) realizada en los albores de internet. Las apariciones surgen, infectan, a través de los ordenadores. La simbología del mundo virtual que se ha convertido en centro de nuestras vidas es clara. Nos conectamos pero no estamos realmente conectados. Como explica un personaje, acerca de las imágenes de unas bolas en la pantalla de un ordenador, cuando las bolas se acercan se mueren, y cuando se alejan se atraen. Paradojas. Por otro lado, si se observan esas bolas blancas con más detenimiento parecen, o quizás sean, fantasmas. ¿Qué diferencia hay entre los fantasmas y los que denominamos reales?, se pregunta Horue (Koyuki), ante unas serie de pantallas, en la que se ven a diferentes personas, como si fueran casillas o compartimentos de un panal, cual celdas de una prisión, definida por las distancias. En la primera secuencia los compañeros de trabajo de Taguchi se preguntan qué ha sido de él, por qué no ha entregado el archivo de su labor para la que ya se había cumplido el plazo de entrega. Una de sus compañeras, Kudo (Kumiko Aso), se traslada en un autobús, en el que no se advierte presencia alguna, ni tampoco alrededor, como si fuera un transporte que se desplaza por el decorado virtual de una pantalla (y ese mismo plano, que rezuma abstracción y aislamiento, se repetirá cuando otro de sus compañeros realice el mismo trayecto posteriormente). La soledad parece dominar a los personajes, y a la propia sociedad, casi como una pulsión de muerte. El mismo trabajo cromático, con un preponderante ocre, resalta esa condición de realidad que pareciera degradarse, como el metal que se oxida. El ensimismamiento nos ha convertido en espectros. El propósito de los fantasmas es convertirnos en cautivos de la soledad. Esos extraño fantasmas, cual mancha o sombra que surgen en la pantalla, pero también entre los anaqueles de una biblioteca, se propagan sobre el ánimo, ya receptivo, de los habitantes de la urbe (que realmente no habitan su vida). Sólo queda una mancha cuando desaparecen. Los cuerpos espectrales son sombras, manchas, o se desplazan como turbadoras contorsiones, como en la sobrecogedora secuencia en la que una fantasma, mediante un desplazamiento ralentizado, se cierne sobre Ryosuke (Haruhiko Kato).

Kurosawa sabe plasmar el horror en lo entrevisto, en las sombras, otorgando cuerpo y presencia a los objetos y a los decorados (los espacios son un personaje más), a figuras entrevistas en profundidad de campo tras cortinas de plásticos, o estas interpuestas en primer plano dotando a los personajes de una condición espectral, o en difusos fondo de plano, como adherencias en una pared. El encuadre es un espacio incierto como lo es la propia realidad. La profundidad de campo adquiere seña de distinción en el plano en el que vemos en primer término a Kudo, y en segundo término, al fondo, cómo una mujer se lanza desde las alturas de una fábrica abandonada. Los movimientos de cámara, en particular panorámicas, inciden en la incertidumbre, por cuanto cualquier irrupción o aparición insólita puede revelarse, tanto dentro como desde fuera del plano. Gradualmente se va generando una atmósfera sutilmente inquietante, desplazándonos hacia otro estado perceptivo, o extrañamiento. Además, logra extraer una turbadora fuerza de las sombrías figuras entrevistas en desolados espacios íntimos a través de internet, en el cuarto prohibido, el cuarto amordazado de la intimidad negada. Irónico es que una cinta aislante sea lo que contenga ese virus fantasmal sin identidad.

La narración, por otro lado, quiebra la habitual continuidad, con bruscas transiciones o saltos de perspectiva, a través de un relato descentrado que sigue las evoluciones de varios personajes, en particular Kudo y Ryosuke, sumidos en la perplejidad de qué está ocurriendo, como cuando se entreve una oscura figura, entre los anaqueles de una biblioteca pública, que parece observar los cuerpos reales, pero luego se escurre y volatiliza, como si fuera parte del mismo espacio (como si la realidad fuera una misma pantalla infectada). Ryosuke, precisamente, no quiere saber sobre la muerte, no quiere pensar en la incertidumbre de qué será de nosotros, cuerpos que ya no serán cuerpos, cuerpos que incluso quizá no seremos siquiera ni fantasmas, como si meramente nos volatirizáramos. Vivimos como fantasmas, y después simplemente desaparecemos. Entre digresiones sobre la aceptación o no de la muerte y sobre la soledad, el espacio se va deshabitando convirtiéndose en una ciudad fantasma, sin latido de vida. Pero esto ya se intuía en sus primeras imagenes, antes de que empiecen a suceder los terroríficos, y huidizos, acontecimientos; en el citado viaje solitario en autobús de Kudo ya está impresa en ese plano general la opresión de una vida deshabitada y aislada donde queda claro que en esta sociedad no hay diferencia entre fantasmas y personas. En las obras de Kiyoshi Kurosawa, como, queda patente en las excelentes Cure (1997), Loft, Seance (2001), Loft (2005), o Retribution (2006), vibran con intensidad, cual deslizamiento de sentido, cuestiones como nuestra condición de fantasmas en vida, fruto de una sociedad que disuelve nuestra identidad y propicia la incomunicación y el aislamiento. Como el mismo Kurosawa declara, es necesario el reconocimiento del Otro para poder dar ese paso que transforme nuestra atrofiada sociedad.

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