El dominio del extrañamiento tonal, tan destacable en la obra previa de Tomas Alfredson, Déjame entrar (2008), está presente desde la primera secuencia en El topo (Tinker taylor soldier spy, 2011), el encuentro, en un interior, en el que Control (John Hurt), el director de The Circus (el departamento de la Inteligencia Británica), encarga al agente Prideux (Mark Strong) que contacte en Budapest con un general húngaro, quien, se supone, le informará sobre quién ejerce de topo, o agente doble, entre los tenientes que conforman el consejo de mando en The Circus, Alleline “Tinker”(Toby Jones) , Haydon “Tailor” (Colin Firth), Blandon “Soldier” (Ciaran Hinds), Smiley “Spy” o Esterhase “Poorman” (David Dencik). Con una espesura de luz mortecina, como si la realidad se definiera por su naturaleza difusa (y capciosa), ya se aposenta una atmósfera que define un mundo cuya entraña es el vacío cuando no la corrupción moral y vital; una mortuoria danza de espectros en una vitrina presurizada. La segunda, y magnífica, secuencia, el encuentro en Hungría, que finaliza con un atentado, o la revelación de una trampa (una realidad que se sostenía sobre una falsa apariencia) se define por el desubicamiento, en donde cualquier gesto, mirada, es como una fisura abierta a lo posible, a lo incierto ( y supurante de amenaza de hostilidad). Esa sensación, y concepción de la trama de la realidad que viven estos personajes se expande y cala en ese sórdido laberinto en el que se constituye la narración, mediante el admirable tratamiento del color, de los decorados, de cariz mortecino, apagado; espacios desacogedores que más bien parecen asfixiar, oprimir, que ser habitados, como si las personas fueran tanto cautivos como emanaciones de la ponzoña de un sumidero vital de tramas y engranajes de una institución sostenida sobre las apariencias, la falsedad, y las manipulaciones y conspiraciones ( y donde la emoción, el afecto, es un componente degradado, anulado, eliminado; de ahí la potencia emocional del desenlace, un hermosisimo cruce de miradas en primer plano, en las que asoman unas lágrimas, como asoma una bala).
El topo, como Déjame entrar, deslumbra por su esquivo sentido depurado de la concentración dramática, narrativa, y de significado. No hay nada accesorio. Su estilo conecta, tanto con la excelente previa adaptación televisiva, Calderero, sastre, soldado, espía (1979), de John Irvin, como con el de otras dos esplendidas adaptaciones de obras de John Le Carre, El espía que surgió del frío (1965), de Martin Ritt y Llamada para el muerto (1966), de Sidney Lumet. Su estructura es más heterodoxa: saltos en el tiempo y en las perspectivas, como si se hubiera descentrado el eje de la realidad; Smiley, que no emite palabra hasta transcurridos quince minutos de narración, cobra más relevancia escénica en la segunda mitad; es ante todo una mirada, analítica, que observa y desentraña una realidad desdibujada por la aviesa manipulación de las apariencias. Precisamente, un disparo bajo un ojo, ejecutado por quien también había sido abocado a los márgenes, por las aviesas manipulaciones de afectos y apariencias, apostilla una realidad tramada sobre el engaño al ojo, una superficie capciosa como una pintura que oculta, en su condición de regalo, o aparente ofrenda, una retorcida película de engañosas capas. En la conclusión de los iniciales títulos de crédito (coincidente con el nombre del director, Tomás Alfredson), el plano de Smiley contemplando el cuadro que le regaló Haydon anticipa que este es el traidor; el cuadro, a su vez, representa el emblema de un modo de vida. El desarrollo narrativo se puede equiparar al derramamiento de la pintura, la cual revela la materia de la que está constituida ese modo de vida, la naturaleza de la bestia de la doblez y el engaño.
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