En Roma (1972), de Federico Fellini, la ciudad es una representación, como es la memoria, la evocación, un destilado de lo que representa la experiencia vivida. Desde 8 y medio (1963), el cine de Fellini es el de la transfiguración, con la intermediación del sujeto presente, interconectado, ya no separado de una realidad que se pueda describir o registrar sin su filtro. El entre es la piedra cardinal. Lo subjetivo, lo imaginario, lo que transcurre en la mente, empapa las narraciones, sea la de sus personajes, como la de la protagonista de Giuletta de los espíritus (1965), o la propia del cineasta. En I clowns (1971), la mirada que documenta se entrevera con lo que el circo, los payasos, representan para Fellini y, de modo aún más explicito, en Amarcord (1973), el autor se disgrega y reparte en un conjunto, un imaginario que representa su propia infancia, la sociedad germinal, en tiempos del fascismo, en la que se crió y que le influyó. En Casanova (1975) no buscará describir, registrar, la vida del hombre, sino diseccionar, destripar, el icono, lo que su figura ha representado y representa, ya parte integrante de un imaginario colectivo. En Roma combina ambos planteamientos, abundando en la estructura fragmentada, discontinua y descentrada.
En un momento dado, en las secuencias iniciales, asistimos a la representación teatral de un hecho histórico que se ha convertido en parte de una identidad o memoria cultural como hito, el asesinato de Julio Cesar a manos de Bruto. Acto seguido, vemos cómo el actor es admirado y agasajado en un bar, contemplado como si fuera una divinidad. El actor, aquel que representa, también representa algo para los demás (para su imaginario, para lo que proyectan sobre él, como figura excepcional; como si la misma vida también la viviéramos como un escenario inconsciente), como la ciudad, Roma, será representada según su significación en un imaginario colectivo pero a través de un imaginario individual, el del propio Fellini. Roma es lo que representa para él y, de modo más específico, lo que representa en cada periodo de tiempo, sea en los años previos a la guerra, cuando era niño (disensiones familiares entre una predominante tendencia beata en colisión con la irreverente actitud paternal; y el oscurantismo rígido en la escuela: la imagen de un cuerpo femenino se convierte en interferencia y germen de caos en un pase de diapositivas), sea en su juventud, ya en guerra cuando llega a Roma, o sea en el momento en que se produjo la película, en 1972.
Su relación con un presente que considera en progresivo proceso de degradación queda patente, primero, con su forma de comenzar la película: un plano en la que la voz en off de Fellini señala que lo primero que recuerda es uno de esos mojones de la antiguedad que señalaba más de 300 kilómetros, mientras el encuadre lo cruza una figura que porta una guadaña. Distancias, muerte. Aunque las distancias que sentía entonces no son las que siente ya adulto, más cercana a cierta sensación de algo que se descompone, pudre y muere. Y, segundo, en los tres segmentos de la narración en los que le dedica especial atención: Uno es el del recorrido con las cámaras por una de las numerosas carreteras y circunvalaciones que se han construido (en el que no falta una accidente, con fuego y vacas muertas), y que termina con un atasco ante el Coliseo. Ese atasco presente, esa fisura entre presente y pasado, o esa degradación, se hace más evidente en el extraordinario segmento de la circulación (otra circulación sobre y hacia la nada) en las profundidades de la línea de metro que se están excavando, y que culmina con el descubrimiento de unas esculturas y unos murales de hace 2000 años que debieron pertenecer a algún hogar de entonces. Descubrimiento que prontamente se convierte en espectáculo de una desaparición, de una degradación, pues el aire corrompe las pinturas, que se desvanecen. Claro que aunque parezca buscar en el pasado el bullicio de la vida (manifiesto en el contraste entre las llegadas a Roma en ambos tiempos; rezuma más vida la de entonces que la impersonalidad y gelidez del presente), con la algarabía en el restaurante, entregados a la embriaguez de la gastronomía, la degradación también está bien presente con la preponderancia del trazo grotesco. O lo ordinario es grotesco.
En las representaciones escénicas, el espacio de la ilusión, la sordidez de lo real descascarilla toda posible veta de aliento sublime, como ejemplifica la secuencia de la representación teatral, con el comportamiento de los tres brutos que interfieren en las actuaciones como si fueran señores del castillo. Las mismas secuencias en los burdeles están planteadas como otro escenario, otra representación, próxima al de cualquier vociferante mercado, en el que también prima, como en el teatro, lo chabacano y lo estridente. Es una pasarela en la que los cuerpos desfilan como carne en grado cero, la sensualidad desterrada, como no menos patética, pero aún más tétrica, es la pasarela de los modelos eclesiásticos en la que el cuerpo ya está ausente, extraviado, extirpado en los signos y símbolos de un vestuario (hasta con neón) que ha predicado su desaparición. El catolicismo es el tétrico epítome de la desvitalización, una turbia noción de lo transcendente que anula y niega nuestra condición de cuerpo. Roma es la representación de una degradación y un atasco. El presente sólo parece circular sobre la nada, como manifiesta la secuencia final de los motoristas recorriendo Roma, con el ruido y la estridencia como única respiración.
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