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miércoles, 23 de julio de 2014

Un toque de violencia

A Dahai (Wu Jiang) le cuestionan que se preocupe tanto de los demás, en vez de sólo de lo propio, sea de meramente sobrevivir con las migajas que le tocan o enriqueciéndose a costa de los demás. Dahai protesta porque el propietario de la mina no ha cumplido su promesa de repartir los beneficios con los trabajadores. Dahai cuestiona a los que aún son peores que el propietario, los esbirros que aceptan un abuso de poder por acceder a alguna porción del beneficio en forma de soborno, y a los que, siendo explotados, no claman porque el propietario se haya incluso comprado un avión particular, y además, para remate, se ríen de él llamándole 'Pelota de golf' porque le han golpeado la cabeza por protestar en público. Nadie se preocupa, todos aceptan un estado de cosas abusivo. Y unos pocos lo imponen. Cada uno tiene su toque de pecado, título original de 'Un toque de violencia' (Tian Zhu ding, 2013), de Jia Zhang Ke, quien juega con la ironía de un contraste entre el título en inglés 'A touch of sin' con el de una obra de 1971, 'A touch of zen'. No hay mucha armonía en el corrupto, sórdido y desolador panorama que Zhang Ke refleja del país a través de las cuatro historias, en distintas y variadas zonas geográficas, que componen el mapa del relato. La narración se abre con un enfrentamiento violento, con el intento de un robo. Se cierra con una interrogante, la que lanza una representación teatral a unos lugareños, ¿cuál es tu pecado?, que no deja de ser una pregunta que la misma obra lanza al espectador. El arte interroga, o intenta sacudir con las interrogantes, como quien zarandea a alguien narcotizado. El pecado siempre estará relacionado con el dinero.
La violencia que se resalta en el título español es la que explota, de un modo u otro, contra otros o contra uno mismo, por desesperación, por circunstancias terminales, por no soportar una injusticia a la que los demás se resignan, por no aceptar la desolación de una vida que sajará toda ilusión porque no hay lugar para la armonía sino para la mera supervivencia, que implica prostitución. La violencia de un abuso de poder, de una explotación. Sean unas minas, una sauna o un hotel, los espacios representan una anulación, un cautiverio. Seas un minero, una recepcionista o una azafata, siempre hay quien avasalla o abusa de ti. Puedes optar por enfrentarte, usando las mismas armas de quienes atracan con la protección legal, como un banco, un disparo en la cabeza y coges tu particular porción, como si fueras el forajido enmascarado. Tampoco, al fin y cabo, se ve los rostros de quienes ejercen su violencia desde las alturas de sus edificios de cristal. Hay que sobrevivir. Eres tú o ellos, los que intentan robarte el dinero portando un cuchillo o no dejándote ver su rostro. La violencia en algunos casos es la del que se revuelve, la del que no acepta más resignación, y su impotencia y desesperación la convierte en balas. O la de quien no acepta que golpeen más su cabeza con un fajo de billetes porque no se doblega a aceptar los caprichos de quienes está acostumbrados a que complazca cualquier de sus apetencias, a que traguen cualquier humillación que imponga.
En una secuencia del tercer relato, Xiao (Thazo Zao), la mujer que trabaja como recepcionista en la sauna, escucha en un programa televisivo, que se refleja sobre el cristal tras el que ella se encuentra, que no es cierto que el hombre sea el animal más inteligente sobre la tierra, o no el único. Desde luego, sí el más bestia, como bien escupe Dahai antes de disparar, en su recorrido justiciero, sobre el hombre que maltrata a su caballo a base de latigazos. En el segundo relato Zhou (Baoquiang Wang), conduce con su moto tras un camión que lleva unas reses al matadero. El no tiene intención de que pase lo mismo con su vida. No quieres ser como ese pato que desangran lentamente, tras cortarle el cuello, para que así sea más sabroso cuando se coma. Por eso, no duda en disparar en alguna cabeza ajena para sustraer un trozo de cielo con oxigeno. Al fin y al cabo, es el único de los tres hermanos que se preocupa de su madre, de darle su parte, cuando reparten un dinero. Serpientes se arrastran en la cabina de una atracción de feria en el pueblo en el que vive Xiao. Reptiles hay muchos alrededor con forma humana, por lo menos humanos que parece priorizar en su cerebro su parte reptiliana, esa que humilla, golpea y se enriquece a costa de otros sin escrúpulo alguno o realiza promesas que no cumplirá, como separarse de una esposa que dice no querer. Los que desangran lentamente, mientras se aletea desesperado.
Xiao (Lanshan Suo) y Vivien (Li Meng), que trabajan de camarero y de azafata en un hotel de lujo liberan unos peces de colores en el agua, porque Vivien está convencida de que ese gesto propicia un buen karma. Si haces el bien, la vida te corresponderá. Aunque ella relegue cualquier opción de relación sentimental con Zhou y en cambio, acepte lo que sea, prostituirse, porque tiene un hijo pequeño. Se sobrevive, se acepta ser parte un grotesco escenario en el que se satisface las miseras fantasías de quienes disfrutan de la prosperidad, desfilando con otras chicas vestidas de uniforme. No hay espacio para las ilusiones. Sólo queda caer, lentamente, como el pato que desangran, o anticiparse, y hacerlo desde lo alto de un edificio. La narración se va ralentizando, los planos dilatándose, las acciones desplazándose en el vacío, como tránsitos en la carencia, en la vida sustraída. El impulso de una sonrisa que se convirtió en bala de protesta amortigua su eco, porque aquel gesto, como el del que dispara en otra cabeza antes de desangrarse lentamente, se diluye entre cristales y maquinas en serie, entre la impotencia de quien da sus primeros pasos y advierte que habita un mundo en el que los peces de colores nacerán ya ahogados y el gesto derrumbado de quien ya ha dado muchos y aún intenta resistir entre tantos rostros que malviven pero siguen sin responder a la pregunta de cuál es su pecado. Esta extraordinaria obra se estrena este 25 de julio

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