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miércoles, 30 de julio de 2014
El gato negro
Los hombres despliegan su violencia, y desatan fantasmas, mordiscos que se revuelven como el castigo de un sueño. Unos samurais, figuras cuyas miradas se arrastran como si hubieran sido arrasadas, surgen de un bosque para irrumpir en una cabaña donde dos mujeres, Yone (Nobuko Otowa)y Shige (Kiwako Taichi), los contemplan como el anuncio de que su vida ya no sólo no será la misma, sino que no será. Los hombres, los guerreros, las expresiones embrutecidas de unos cuerpos que ya son mineral de instinto, se abalanzan sobre ellas con la voracidad del depredador, la del depredador humano, la del que viola, la del que mata por gusto. Los guerreros, aquellos cuerpos que avanzan como si acarrearan en sí mismos la carga de ser unas bestias, desaparecen de nuevo en el bosque, y el humo surge de la cabaña. Entre sus rescoldos, surge un gato negro que lame aquellos cuerpos abrasados. Y la fábula, la disidencia de los sueños que hace del despliegue de lo insólito la corrección de la rastrera realidad, irrumpe para transfigurar el escenario, para invertir las posiciones, para introducir en la fantasía la justicia poética. Y las muertas, ahora son fantasmas, que muerden como vampiras, y castigan a los arrogantes samurais. La narración se hace música en 'El gato negro' (Yabu no naka no kuroneko, 1968), de Kaneto Shindo. Parece mecerse al son de la bellísima banda sonora compuesta por Hikaru Hayashi. Se ha cruzado un umbral. Se difuminan las fronteras.
Ambos fantasmas parecen surcar el espacio y el tiempo con sus vestimentas blancas y sus movimientos flotantes. No hay distancias, porque su voluntad no sabe de límites, su acción es la de la transgresión de los mismos, de lo que es imposición. Su casa parece fundirse con el bosque, con la arboleda. Incluso, parece que se desplaza entre los árboles. La narración se modula como si se habitara la realidad desde otro ángulo, desde ese otro desplazamiento, ese en el que lo que aparece y desaparece crea espacios entre medias que son incógnitas. Miras de nuevo y ya no está. O sí, pero no donde esperabas. Ambas esperan al acecho en la puerta de Rajomon, como si fuera el umbral en el que dieran bienvenida a los samurais que cabalgan en la noche con su gesto altanero. Saben que solicitar su ayuda realmente para los samurais implica que hay posibilidad de disfrutar de sus favores. Las mujeres son eso, cuerpos en los que repostar. Se narra el primer encuentro, la primera ejecución, con detalle, y los siguientes se despliegan entre elipsis, como un condensado en el que ya todos son uno, variaciones de un mismo movimiento, fragmentos de un mismo cuerpo.
Hasta que entra en escena aquel que se marchó a la guerra, el hijo y marido, el hombre ausente durante tres años, Hachi (Nakamura Kichiemon II), el único superviviente de una batalla en la que han muerto miles. Y ahora convertido en samurai se convertirá en emisario de una voluntad, el gobernador, Raiko (Kei Sato), que le encarga eliminar la bestia que está matando a los samurais. La repetición e intercambiabilidad de las muertes, de las ejecuciones, ahora se transmutará en singularidad y duda. Ahora es un rostro que fue añorado y amado. Lo que son ahora se enfrenta a lo que fueron. Y en Hachi, lo mismo. El tiene una misión que cumplir, como ellas establecieron un pacto con el inframundo para retornar. Ahora Hachi representa lo que ellas rechazan, lo que les causó dolor. Pero, a la vez, sobre todo en Shige, despierta lo que vivía en ellas. Y el tiempo se hace madeja enmarañada. Entre ambos tiempos, se abre la grieta del amor entre Shige y Hachi, una fisura efímera que intenta recomponer lo imposible, el tiempo que ya dejó de ser.
Hachi se enfrentará en sí mismo, en lo que representa, aquello a lo que aspiraba, a lo que causó dolor a quienes amaban (como uno de los dos protagonistas de 'Cuentos de la luna pálida, 1953,de Kenji Mizoguchi). También tiene que tomar una decisión. Se enfrentará a los fantasmas de lo que abrasaron otros hombres que eran como lo que ahora es él, un samurai, la imagen anhelada (su transfiguración, cuando es convertido en samurai, y su apariencia se modela y caracteriza en varias fases), el poder masculino cuyo principal emblema es el hombre a cuyo servicio ejecuta sus mandatos, el gobernador, siempre rodeado de mujeres, mujeres que complacen su voluntad. Hombres que fundamentan su vida en una ilusión. Ilusiones que despedazan, abrasan, violan y matan. Viven de esos fantasmas, de representaciones en las que afirman su afán de dominio. En cierta medida, son espectros en vida. Shige no duda en elegir lo que representaba vida, en vez de su fantasmal misión, su ceremonia de muerte y retribución, aunque implique su definitiva desaparición. Hachi se enfrentará al incendio de su reflejo.
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