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jueves, 10 de julio de 2014

Velvet goldmine

'Queríamos cambiar el mundo, pero cambiamos nosotros, dice Curt Wild (Ewan McGregor), inspirado tanto en Iggy Pop como en Lou Reed. en una de las secuencias finales de 'Velvet goldmine' (1998), de Todd Haynes. '¿Y eso está mal?', pregunta el periodista, Arthur (Christian Bale). 'Nada, si no miras el mundo', replica Weil. Esta es una historia de fantasmas. Por un lado, el de quien desapareció de escena, Brian Slade (Jonathan Rhys Myers), inspirado en David Bowie, con aspectos de Marc Bolan, que desapareció tanto de la musical, tras simular, precisamente, su muerte en el escenario, maniobra publicitaria frustrada porque le hizo perder adeptos (inspirada en la metafórica muerte de Ziggy Stardust, anunciada por Bowie el escenario, el 3 de julio de 1973, apuntalada con el tema 'Rock 'n' rollo suicide', porque se sentía un Dr Frankenstein a quien se le había desmandado la criatura creada, dada la irreal transcendencia mediática que había adquirido) como de la vida, porque no se sabe de su paradero una década después, qué fue de él, como si, tras desaparecer su personaje, él mismo se hubiera volatilizado, o quizá mutado en otra de las figuras icónicas (intercambiables)de los escenarios. Intercambiables porque, como expresó Roger Waters cuando explicó la razón de por qué había compuesto 'The wall', el músico ante todo parece que se convierte para el fan o adepto en un icono escénico, en una representación o símbolo, más allá de la música que compone o de lo que expresa, lo que puede propiciar ciertos conflictos en el propio artista, escisiones en sí mismo, distancias con la realidad, el peligro de cierto extravío, la amenaza de ciertos abismos, los que también propicia la poltrona de su privilegio, el aislamiento propiciado por su circunstancia excepcional que le separa del hombre corriente, y esa embriaguez se puede convertir en canto de sirenas, vampirizado por un metafórico cuadro de Dorian Gray.
Por otro lado, es también la historia del fantasma que realiza la investigación, el periodista que entrevista a los que le conocieron, en una estructura narrativa de encuesta según el molde de 'Ciudadano Kane' (1941), de Orson Welles. No es una mirada neutra, que observa desde la distancia, que meramente se documenta, sino que está implicado en buena medida, porque la investigación implica enfrentarse con lo que fue, con lo que pudo ser, con lo que es, o ha dejado de ser. Es a la vez la perspectiva del adepto, ya que en su adolescencia el cantante se convirtió en un modelo revulsivo en su propia vida, propulsó la sublevación, propició que encontrara, y por tanto modificara, su apariencia, su modo de presentarse ante los demás, afirmándose en su propia identidad, y por añadidura, en su sexualidad, en su tendencia homosexual, lo que supondría su enfrentamiento con sus padres, con las figuras que representaban la autoridad. Ahora, una década después, Arthur parece haber desaparecido, aunque sea aún una presencia física. Su apariencia es la de cualquiera, la de cualquiera calificado como normal, nada hay distintivo en su personalidad, y parece aislado, como lo parece en su mismo ambiente de trabajo. Ahora la separación es la del integrado que mantiene las distancias, que no se siente identificado, y permanece camuflado, en estado hibernado, un superviviente oculto en la maleza de la normalidad. De alguna manera, devorado, anulado, por la normalidad contra la que se sublevó en la adolescencia, a través de aquella figura que parecía enfrentarse al mundo, a la sociedad, a la representación de la realidad, propiciando alternativas, otras opciones de relacionarse y representarse. Una combinación de Oscar Wilde y extraterrestre, como irónicamente se plantea en el prólogo.
¿Qué hubiera querido ser Oscar Wilde sino una estrella del rock, o en concreto del glam rock, como lo fue David Bowie, en un momento, a finales de los sesenta e inicios de los setenta, en el que lo decible y lo visible en la faceta sexual parecían ampliarse, o al menos tambalearse, quebrarse los rígidos planteamientos de lo que es legitimo, de lo que es normal, de lo que es mostrable o deseable?. La compostura, la trama de las apariencias, se encontraba con hendiduras a través de los escenarios, tanto en conducta (las pautas restrictivas de la verguenza) como en los modos estéticos que difuminaban las fronteras entre lo femenino y lo másculino. El actor escénico sacudía los límites de la caracterización genérica. La supresión de fronteras posibilita la sublevación cuando la forma de nombrar de la realidad se suspende, y deja espacio a lo posible, a lo diverso, a la mutación. Los cuerpos, además, son otros, el mismo pudor ve destronado su tiranía. La realidad instituida se ve colapsada al verse desvelada como prisión (agudamente enunciado en la visionaria 'Privilege', 1967, de Peter Watkins, en la que la potencialidad subversiva del artista, de la figura escénica, es anulada y domesticada, vehiculizada y manipulada, según conveniencias del poder instituido: cuando el personaje modelado quiere dejar oír su voz se le relega a los mudos márgenes)
Pero el artista, como le ocurre a Slade, se ve devorado por su propia ficción, por el personaje que crea. Sus intentos de demoler o subvertir una realidad derivan en la inocua predominancia de una condición escénica (el ornamento devora a la significación). Se extravía en la propia escenificación o representación, como si la sociedad la domesticara al integrarlo como peculiaridad o anomalía extravagante, parte de un espectáculo, en la distancia de un escenario. Y mientras la realidad permanece en sus pautas dominantes, en su corrupción solapada, el artista se desenfoca en su interior, en su espacio propio, en una intimidad que deriva en espacio esquizoide, desajustado, desbocado y atropellado por la permisividad y supresión de límites que le propicia su posición de privilegio, como si fuera relegado a una vitrina de lujo en la que puede gozar de lujos vedados al hombre corriente, pero figura taxidérmica, la de su propio personaje, la de su condición de estrella o figura escénica. El peaje de su privilegio es su condena. Se aísla del mundo exterior, se convierte en figura de museo, de algún modo se suicida, porque permite que su condición revulsiva sea limada, y convertida en condición evasiva. Ya sólo es peculiaridad, fuga de fantasía, y él mismo se ahoga en las inmensidades de las fantasías realizables que le posibilita su posición privilegiada. Y quizás se ofusque porque su voz parece difuminarse en los aspavientos del escenario.
Y el adepto, el espectador que logró modificar su realidad gracias a su reflejo escénico (una fisura en la pantalla de la instituida normalidad, de la presunta realidad) también se difumina porque el modelo alternativo no cuaja, y la realidad permanece indemne, asimila el cuerpo extraño, lo anula, lo convierte en figura mercantil, en figura de fantasía, y el adepto permanece en la realidad, como una sombra, un espectro, el gesto extraído, como si la vida ya no le habitara, entre la maleza impersonal, uno más. Una voz muda. Y contempla a otra figura escénica que puede ser Slade con otro rostro porque todos son Slade, con otros rostro. Esa es su condena. Ser una representación, un icono, ante todo. Oscar Wilde acabó en prisión. Las estrellas del rock tienen sus modos de adaptación, de mutarse en figuras de una atracción de feria. Bowie logró liberarse a tiempo de ese nudo corredizo en el que se había convertido su propio personaje. Y supo mantener su voz jugando con su persona escénica. O pueden suicidarse. Ian Curtis, cuyo modelo inspirador, fue Ziggy Stardust, no logró lidiar con una realidad que siempre sintió que le superaba, sin encontrarse, o poder afirmarse, en un personaje, y se suicidó. Como otro icono, Kurt Kobain, alejado de una realidad de la que se se sentía lejano, e incluso de sí mismo, extraviado en cierto autocomplaciente lamento del ensimismado. Y el malestar le convirtió en fantasma que no supo ser cuerpo, ni presencia ni personaje. Bob Dylan, la figura que Haynes destripó en su multiplicidad de máscaras y personajes, en 'I'm not there' (2008), logró sobrevivir entre las mutaciones, mientras su influencia, su afán revulsivo, se fue convirtiendo en condición museística. Pero ¿Quién está ahí y quién está aquí?.
Todd Haynes con Christian Bale, que encarnó una de las múltiples personalidades de Bob Dylan en 'I'm not there

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