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viernes, 4 de julio de 2014

Die wand (El muro)

La irrupción de lo extraño (I). Se crean muros en la relación con la realidad. Los pueden generar los miedos. Hay una distancia entre tu mano y el cuerpo de un perro, una distancia establecida en tu mente ante un cuerpo que sientes extraño, ajeno, incógnita, posible amenaza. Y por ello, tu gesto, se ralentiza porque tu aproximación es insegura, sin confianza. Quizá por eso no resulte extraño que en uno de tus paseos te encuentres con que hay varios muros invisibles. El contacto con esa superficie invisible resuena como un eco magnético, como el perro se sobresaltó cuando posaste tu temerosa mano en su cuerpo. No sabes en qué zona del bosque te encontrarás con uno de esos muros invisibles, incluso quizá colisiones con tu coche con uno de ellos. Más allá, el mundo parece detenido, las personas paralizadas en un gesto, refrescándose en una fuente, o sentadas en el porche de su cabaña, como si la actividad humana se hubiera interrumpido súbitamente, atrapada en un ámbar. La mujer (Martina Gedeck) que protagoniza 'Die wand (El muro, 2012)', del director austríaco Julian Roman Polsler, se encuentra ante una circunstancia insólita al despertar el primer día en la cabaña en los Alpes austríacos, y percatarse de que la pareja con la que vino no han dormido en su cama. Se encuentra con ese muro invisible, con esa realidad convertida en incógnita. Una realidad en la que se encuentra aislada. El único rastro humano dentro de esa especie de campana en la que se ha convertido su realidad son unas prendas que cuelgan de las ramas de un árbol. De vez en cuando, aparece algún animal, como una vaca, y un par de gatas.
La distancia y el aislamiento se va haciendo proximidad con la convivencia con los animales. Aún más concretamente, con el lazo afectivo que se consolida con el perro, Linx. El temor se transforma dependencia afectiva, en unión, como si fuera su lazo con la misma vida. La narración se acompasa a su voz, al texto que escribe en su diario, con el que evoca los avatares de su ya largo aislamiento. En uno de esos pasajes apunta que quizá la megalomanía del ser humano se deba a la existencia de criaturas como un perro, a una criatura que profesa un afecto adictivo. Su entrega es plena. Pero el ser humano la aprecia como un servilismo que le complace, y le hace sentir arrogantemente poderoso, centro del universo. En los primeros pasajes las pesadillas y la realidad parece que se confunden, hay límites que se resquebrajan, del mismo modo que la incertidumbre se aposenta como un turbadora extrañeza, esa que propicia que sientas que el encuadre puede ser vulnerado por cualquier presencia imprevista, como lo es la ubicación de ese muro invisible, o que la misma cámara se desplace y revele una amenaza. Pero lo que aparecen en el encuadre vital de la mujer protagonista son animales que crean lazo y comunidad.
Hay un malestar que se va también aposentando. La mujer tendrá que matar alguna criatura animal para alimentarse. Y ese proceso de ir consolidando lazo con los animales, con el entorno, se enturbiará con ese sordo dolor, como con la agonía que contempla del cervatillo que dispara. No puede ya mantener la distancia con lo que mata. No hay en ella esa insensibilidad de quien considera al animal un mero alimento, aunque tenga que matarlo. Por eso, no disparará contra el zorro que sabe que mató a una de sus gatas. Como también esa campana que se ha ido haciendo lumbre, refugio, se resentirá con las pérdidas. No es posible el refugio permanente. La vulnerabilidad es inevitable. La creación de vínculos, como si los animales fueran parte integrante de sus entrañas, generan un insondable dolor cuando alguno de ellos muere.
Y por otro lado, hay momentos, en que logra una conciliación que es apaciguamento. El tiempo se hace serenidad. Siente la luz en su cuerpo, sentada en una colina, con el perro a su lado, mientras se escucha el zumbido de los insectos. La armonía es factible, la proximidad se hace cuerpo, pero siempre será pasajera. No aislarse, no tener miedo de lo otro, es un logro, pero nunca dejará de habitar en la incertidumbre, no dejará de enfrentarse con la vulnerabilidad y la perdida. Cuando logramos ser un perro, nos enfrentamos a nuestra insignificancia, y a la vez nos confrontamos con las inmensidades de la proximidad, allí donde se alumbra el sereno esplendor de la vida. Allí donde las incógnitas se disipan en un abrazo o una caricia.

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