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domingo, 27 de julio de 2014

El silencio de un hombre

'El silencio de un hombre' (Le samurai, 1967), de Jean Pierre Melville. Un hombre cuyas acciones son rituales. El interior de su casa asemeja un rostro humano. Su compañia, un pájaro en una jaula. Ruedas de reconocimiento, persecuciones en el metro, desplazamientos, gotas de lluvia sobre parabrisas que difuminan el rostro. Un samurai. Un lobo solitario en una realidad de jaulas y rituales. Gestos que buscan un silencio que no responde. Un silencio que alguna vez fue canto. En el primer plano, la cámara se mece levemente, se bambolea como el pájaro en su jaula. En la penumbra, tumbado en la cama, Costello (Alain Delon), fuma. La narración se modulará como Costello coreografía su vida. Como si hiciera cuerpo de su forma de habitarla, de su forma de tomar distancia, de ritualizarla. Porque el ritual, la repetición, propicia el control, o esa ilusión. La narración respirará como Costello. Mira como Costello, un hombre de mirada vigilante, atenta, un hombre de mirada apagada, espesa, como el rumor distante de la pesadumbre, como si en las penumbras de sus entrañas aún aleteará lo que fue, lo que palpitaba antes de convertirse en un engranaje. La jaula está colocada en la mitad del encuadre, lo que posibilita que, por la disposición de ambas ventanas a un lado y otro, asemeje al perfil de un rostro humano. Unas líneas elementales, pero precisas, como la vida de Costello, de gestos medidos, minuciosos, de planificaciones orquestadas como una coreografía.
Los desplazamientos, las acciones, posteriores, cuando se pone en movimiento, son los pasos de baile de la ejecución de un asesinato y de la delimitación de la cobertura de una coartada, la que cumplen tanto Jane (Nathalie Delon), como los participantes en una timba de poker. Sus pasos se delinean como el trazo sin temblores de una cuadrícula. Costello no pierde en las partidas, ni de cartas, ni de la vida, como no lo hacen los engranajes que cumplen con eficiencia su función. Sus pasos son los del proceso de ensamblaje de las piezas que constituyen una máquina en serie. Son gestos que ya ha repetido una y otra vez, agenciarse un coche o un arma, prepararse su coartada. Costello es una máquina en espera. Se enchufa en cuanto llega el momento de realizar el contrato. '¿Qué clase de hombre es usted?', le pregunta Valerie (Cathy Rosier), la pianista del club donde realiza el asesinato que le han encargado. En el primer plano, se escucha el canto del pájaro. El pájaro es la señal de alarma que indica a Costello si alguien se ha introducido en su casa. Su nerviosismo, la abundancia de plumas, indica que algo anómalo ha ocurrido, que se ha alterado el discurrir del hábito.
Valerie también canta, pero no en el sentido connotativo de identificarle como asesino. Valerie también es otro pájaro que cumple su función. Un pájaro que se siente atrapado en una jaula. Por eso, no duda en dar a Costello el nombre que le solicita del hombre que le contrató. El hombre que ahora quiere matarle porque teme que cante de ese modo inconveniente. El hombre al que mata como si fuera un duelo en una polvorienta calle en un pueblo del Oeste, aunque más bien sea en un aséptico apartamento. El hombre que determinó el silencio de Valerie, lo que era innecesario ya que esta siente de inmediato una solidaridad cómplice con quien ha hecho de su vida silencio y ritual, pasos de baile que son fases de una cadena en serie. Reconoce otro canto amordazado, silenciado, en aquella gestualidad envarada, mineralizada, embutida en un traje que parece comprimirle. Costello se desplaza por muchos pasillos, espacios comprimidos. Su espacio parece el laberinto del metro en el que se desplaza con habilidad, como si fuera otro vagón que sabe cómo circular de modo que nadie sepa seguirle la pista.
Costello sabe cómo robar coches, con su infinidad de llaves maestras. Costello es una llave y un resorte. Como si hubiera sepultado su vida, su canto, entre las incógnitas de la penumbra de lo que ha sido su vida, de ese vínculo afectivo creado con Jane, otro pájaro al servicio de otros, que acepta incondicionalmente lo que Costello le pide o necesita. Son pájaros en una jaula, que no pueden escapar en ese laberinto que realmente no lleva a ningún sitio, a no ser a una muerte que se transmuta en sacrificio, porque quizá la máquina ha evocado que en un tiempo pasado sintió un canto que fue extirpado, para que primara el silencio, el gesto que ya no se vuelve, como cuando vacila para hacerlo al despedirse de Jane. No hay mirada atrás, no habrá ya ninguna mirada. La habitación quedará ciega, la jaula se liberará. La cámara encuadra en el plano final, en el bar, a otro pájaro en un jaula, aunque sin aparentes barrotes, sobre un escenario, el escenario que revela a todos los escenarios de pasadizos y laberintos y jaulas. Valerie permanece en medio de un espacio de blancos asépticos y brillos engañosos, de vida extirpada, como la del cadáver de Costello en el suelo de ese espacio de tránsito. La cámara no se bambolea, permanece quieta. Y no se escucha ningún canto.

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