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domingo, 13 de julio de 2014

El amanecer del planeta de los simios

Un monstruo extraterrestre, una vampira, unos simios. Lo otro, lo extraño, lo diferente. La amenaza de los otros, del exterior, de lo ajeno. Esa atribución, de amenaza, de monstruosidad, quizá sea, de un modo u otro, un reflejo. Es la sombra en el espejo, una consecuencia en forma de distorsión o refracción. Una correspondencia, una contrarréplica. La proyección de una supuración interna, de una frustración o de un miedo. La evidencia de lo negado o enmascarado o justificado o nunca asumido en lo propio, y que se proyecta en lo otro. La dinámica del espejo, la afirmación en lo otro de lo que se niega en uno mismo: hay cierta tendencia en nuestras relaciones, sea a nivel colectivo o individual, de atribuir esa condición de amenaza, de infección, a los otros. Y los conflictos se enquistan y agudizan cuando ambas partes se convencen de la condición monstruosa, agresora, del otro, y las diferencia, se constituye en rivalidad, en enfrentamiento. En las tres obras de Matt Reeves, 'Cloverfield' (2008), 'Déjame entrar' (2010) y 'El amanecer del planeta de los simios' (2014), la reflexión sobre la alteridad se edifica sugerentemente tanto sobre lo concreto, como reflejo de la propia sociedad estadounidense, específicamente de las convulsiones internas desde los atentados del 11/S, como sobre lo abstracto, como tres exploraciones de las creaciones o proyecciones fantasmales sobre las que se afirma tanto el yo como el nosotros, tanto el individuo como un colectivo social, frente a un otro. Indagan en lo que representa ese otro, en la función que adquiere, en la que se le instituye, o en lo que revela como contrapunto, o aparición (escénica: en el escenario de una circunstancia enquistada; la aparición, en su concepción fantástica, como irrupción que altera, desestabiliza, un orden, un escenario que desmonta). Uno de sus aspectos básicos que explora es la negación del espejo, del reflejo. El otro no puede ser uno (el otro no puede sentirse víctima, el otro no puede sentirse herido o dolido; es una presencia o entidad que nos vulnera o quiere imponer su voluntad sobre la nuestra), mordaz e incisivo substrato sobre el que se tejen las alegorías de sus tres notables obras, en especial la última.
El otro se puede constituir en un movimiento sísmico que amenaza nuestra estabilidad. Eso parece en principio el monstruo que irrumpe súbitamente en Nueva York, en 'Cloverfield' (2008), por cuanto la primera manifestación de su presencia, antes de evidenciarse su 'aparición', se asemeja a un movimiento sísmico. Y lo hace en el preciso instante en que el joven protagonista Rob se siente abrumado por sus movimientos sísmicos interiores, ya que dirime sus sentimientos y qué decisión tomar con respecto a la mujer que ama, Beth, con la que acaba de discutir, o enmarañar un distanciamiento con una relación que parecía en gestación pero ahora parece haber abortado por una cuestión tanto de orgullo como de despecho. El trayecto narrativo es el desplazamiento por una ciudad amenazada por las criaturas extraterrestres, un espacio en mutación y derrumbe, para rescatar a la mujer, significativamente atrapada en un edificio, que había rechazado aunque la amara. No es casual en el desarrollo visual, planteado a través de la cámara digital que portan los protagonistas, la interferencia de imágenes grabadas de ambos cuando todo fluía armónicamente, la huella que 'borra' con el monstruo de su orgullo el protagonista. Los ecos del súbito ataque a las torres gémelas se replantean desde la perspectiva a ras de suelo, de la figura individual intercambiable que representa el protagonista. Los monstruos pueden ser la correspondencia de los que hay en nosotros, de los que creamos con nuestros actos, con los retorcidos conflictos que propiciamos.
El otro no sólo no es una amenaza, sino incluso una influencia benigna. El otro, el extraño, se convierte, incluso, en la figura que rescata. La vampira que irrumpe en la vida del niño protagonista de 'Déjame entrar' es como el fuera de campo que aparece para resolver el conflicto que padece con otro fuera de campo, el abuso constante de unos compañeros en la escuela. Aunque bastantes de sus aciertos los deba a las elecciones expresivas de la precedente producción sueca dirigida por Tomas Alfredson en el 2007, Reeves realiza una afinada adaptación a los escenarios estadounidenses que no carece de afiladas resonancias alegóricas. La presentación, con la presencia mediática de Ronald Reagan, nos ubica en los ochenta, en los gérmenes de la falaz sociedad del bienestar de hoy que estigmatiza al diferente mientras se construye, enquistadamente, sobre el abuso. La población donde acaece la acción, Los Alamos, fue una de las principales ubicaciones donde se desarrolló el proyecto Manhattan para elaborar la primera bomba atómica. El espacio interior es un espacio corrompido, eficazmente reflejado en la atmósfera enturbiada, sórdida, retenida, que exuda la narración (frente a la más marcadamente gélida de la extraordinaria obra de Alfredson). Ambos protagonistas crean su propio universo, su propio espacio aparte, afirman su alianza, su afinidad, en un indefinido afuera, porque la infección, como en la obra anterior (que finalizaba con la extinción de los protagonistas; como su pantalla se apaga) está generada en el interior, en los representantes de la denominada normalidad.
El climax de 'El amanecer del planeta de los simios' (The dawn of the planet of apes, 2014) tiene lugar en una torre en la que dirimen sus diferencias quienes buscan una relación conciliadora con los otros y quienes los ve como amenaza. Una torre cuyos cimientos pueden verse sacudidos por una explosión. En un momento dado, el lider de los simios, Cesar (Andy Serkis) toma consciencia de cuán semejantes son los humanos y los simios. Los unos y los otros no difieren mucho. Por ejemplo, en el resentimiento, la semilla de la violencia. El sentimiento de víctima que convierte en agresor. Entre los humanos, es evidente ese recelo en Carver (Kirk Azevedo), y entre los simios en Koba (Toby Kebbell). Ambos han sufrido pérdidas o dolor, y a diferencia de otros que han asimilado ese dolor o pérdida de seres queridos, no dejarán de ver al otro, como la representación de lo dañino: un fuera de campo que se cierne potencialmente amenazador. Cesar, entre los simios, o Malcom (Jason Clarke), entre los humanos, en cambio, se esfuerzan en lograr una relación conciliadora, una convivencia armónica. En el prólogo queda bien definida la condición violenta de la relación entre las especies a través de una cacería que realizan los simios sobre una manada de ciervos, durante la cual sufren, a su vez, el ataque de un animal que supone amenaza para ellos, un oso. El depredador, el fuerte, también puede ser la presa, el débil. La naturaleza es una cadena alimenticia, una relación fuerzas, de tensión entre el que puede ser apresado y el que que caza, y definida por la territorialidad. El ser humano se considera la criatura más poderosa. Los animales son criaturas inferiores.
En otro momento, el líder de los supervivientes humanos en Nueva York tras la propagación de una epidemia en todo el planeta, Dreyfus (Gary Oldman), ante la noticia de que los simios se han apoderado del arsenal de sus armas, espeta con desprecio que no son humanos, sino animales, minusvalorando su capacidad, y por tanto el alcance de su amenaza (aunque también esa arrogancia la padece el agresivo Koba, que considera a los simios superiores a los humanos). La perspectiva del relato, sugerentemente, se plantea desde la perspectiva de lo que suele ser considerado el otro, los simios. Y la irrupción de lo extraño, de lo que se teme como posible amenaza, la realizan los humanos (irrupción doblemente inesperada porque los simios piensan que se han extinguido hace ya un par de años). En concreto, un pequeño grupo comandado por Malcom, quienes necesitan llegar a un embalse, ya que les puede propiciar la fuente de energía necesaria para subsistir en el reducto, bajo una torre, en el que han establecido su refugio la población superviviente en una San Francisco en ruinas. La narración se trama sobre aproximaciones y distanciamientos. Las aproximaciones, lentas y vacilantes, entre los que tienen actitudes conciliadoras y saben superar sus miedos y reticencias (Malcolm y un Cesar que lidia con su desconfianza, porque prioriza la necesidad de la armonía: un enfrentamiento supondría pérdidas, se gane o no, algo que no aprecia la desbocada furia resentida de Koba).
Los distanciamientos entre quienes son incapaces de superar la amargura de unas cicatrices no cerradas. Unas cicatrices que necesitan convertirse en retribución, en venganza, como una infección que se ha mantenido larvadamente (Carver esconde un arma entre sus pertenencias aunque los simios les hayan exigido como condición para trabajar en el embalse que no lleven ninguna; Koba se acerca a la ciudad porque no se fía, y descubre que los humanos tienen un arsenal). Y para propulsar un conflicto no hay nada mejor que hacer pasar por agresión externa lo que no es sino una conveniencia interina. Del mismo modo que el atentado de las torres gemelas no dejaba de ser un oportuno conflicto para desviar la atención de otros conflictos que desestabilizaban, como un movimiento sísmico, las posición de poder de los poderes fácticos estadounideneses, también entre los simios, como mordaz reflejo, se manipulan las apariencias para hacer creer que el atentado es externo. Al fin y al cabo, como apuntaba Cesar, los simios y los humanos no difieren mucho, se reflejan los unos en los otros. La perspectiva narrativa que se alterna, con lucidez, incidiendo tanto en las diferencias entre los bandos como en el interior de ambas facciones, apuntala que lo uno y lo otro son lo mismo. Son las actitudes las que marcan las diferencias, las que hacen tambalear un edificio, de ahí ese enfrentamiento final en lo alto de la torre. Arriba el enfrentamiento, entre los simios, entre quien quiere invertir la posición del poder con quien sólo busca la convivencia armónica, abajo entre los humanos, entre los que son capaces de sacrificar alguna vida para derrumbar e impedir la toma de poder de los otros, y quien confía en el otro no como figura impositiva.
Más allá de la sugestiva parábola contenida en 'El amanecer del planeta de los simios', que nunca pierde de vista el conflicto entre los personajes, Reeves, como en sus dos anteriores obras, y en este sentido superior a la interesante en planteamiento pero desangelada en su desarrollo 'El origen del planeta de los simios' (2010), de Rupert Wyatt, da muestra de un certero sentido de la modulación narrativa. La tensión, como la que vibra en los dos ojos acechantes y vigilantes de Cesar, en el primer plano de la película se mantiene durante toda la narración, como una explosión contenida. Y su vibración aún se mantiene en el último plano, suspendida como una interrogante dirigida al espectador. El espejo nos mira. Podemos ser ciervo u oso, o simplemente podemos ser como ellos.

1 comentario:

  1. MUCHOS EFECTOS ESPECIALES, PERO TRAMA INFANTIL (O ADOLESCENTE MÁS BIEN)

    EL PLANETA DE LOS SIMIOS Comenzó en 1968 y terminó en 1970, cuando todos DETONARON LA BOMBA-H (EL DIOS DE LOS MUTANTES).

    Lastima que el Cine actual sea seguir pudriendo obras maestras

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