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lunes, 17 de febrero de 2014

Philomena

Hay películas que parecen divididas en dos, como si dos películas se desarrollaran a un mismo tiempo, fusionándose y colisionando a un mismo tiempo, como si fuera la paradoja hecha película. Como si la contradicción no acabara de anular su desarrollo pero no acabara de propulsarlo, como si fuera uno de esos actantes en las ferias cuyo apariencia estuviera dividida en una parte femenina y una parte masculina. 'Philomena' (2013), de Stephen Frears es una película entre el arte y la confección, entre Judi Dench y Steve Coogan, entre la emoción verdadera, la que sacude, la que respira, y la formula, la programación de resortes dramatúrgicos, como quien hubiera aplicado una tabla de laboratorio de construcción narrativa (a unos hechos reales, además). Judi aporta, rezuma, arte y emoción, carne que duele, emoción que tiembla, arrugas que son lamentos mordidos durante décadas, las que constituyen esos cincuenta años en los que su personaje, Philomena, ha mantenido en secreto que tuvo un hijo ilegitimo que las monjas que la cuidaban dieron en adopción. Y no sabe a quién, y un día, cuando sea el cincuenta cumpleaños que no ha celebrado con su hijo, decide buscarle. E implica en la exploración, a Martin (Steve Coogan), o busca su experta asistencia.
Martin es alguien en crisis, alguien que acaba de perder su empleo como portavoz del partido laborista, y que decide reciclarse laboralmente como periodista, aunque sea rebajarse a escribir un artículo de eso que él despectivamente califica como de interés humano, porque es para gente vulgar, acerca de gente vulgar. Martin es alguien arrogante, descreído, cínico. Alguien que se siente por encima de los demás, como si trabajar en las altas esferas hubiera implicado vivir fuera de la atmósfera terrestre, relacionándose sólo con entidades. Steve Coogan aporta, rezuma, confección y artificio. Si Judi Dench actúa desde las entrañas, dejando sentir las pesadumbres e ingenuidades del personaje, Coogan parece que actuara para el espectador. Hay instantes en que pareciera en otra película, como si estuviera presente un locutor deportivo en el mismo lance de juego, creando en numerosas ocasiones una sensación de extrañeza, como si el personaje no participara de la acción, sino la comentara o aportar los gestos y las frases que cual tilde buscaran un efecto cómico o dramático (casi ejemplarizante, aunque sea por defecto).
Por eso transmite una sensación de narración programada, en la que se ha aplicado con habilidad los factores de una ecuación, la de la dos personajes contrapuestos, en la variante viajera. Como, recientemente, en la mucho más estimulante 'Nebraska', de Alexander Payne, más entonado que en el trayecto de estereotipos que era, en cambio, la previa 'Entre copas'. 'Philomena', por tanto, es una obra que no acaba de calar, pero que funciona. Una probeta narrativa en la que sí brotan destellos de emoción es gracias a las aportaciones de Judi Dench, pero en la que desluce esa distancia no intencional, que tiene algo de paternalismo, el del cínico snob que se ha rebajado a hacer una película de interés humano que sabe que tiene más éxito que una obra de ínfulas heterodoxas en la que pudiera dar rienda suelta a su corrosividad de cínico snob.
Como si se diera cuenta de que nadie le hace caso en esos selectos márgenes y decidiera mancharse las manos, a la par que forrarse (Coogan es coguionista), con un producto hábilmente confeccionado para suscitar las lágrimas en el espectador, aliñadas con ciertas cargas críticas (a la institución religiosa católica y sus mercaderías con niños), cuyas aristas están más bien amortiguadas por una narración que se asemeja al confortable regazo en el que te cantan una nana. Un regazo con pocas arrugas, o las del producto de buen rollo y talante liberal que nos deja la conciencia como reseteada con una dosis de suavizante 'Mimosin', aunque animada o sacudida por las elocuentes y conmovederas arrugas de Judi Dench, quien, por momentos, logra rasgar la pantalla del aplicado programa de laboratorio narrativo.

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