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jueves, 27 de febrero de 2014

Joven y bonita

A Francois Ozon le interesaba comenzar cada una de las cuatro estaciones que jalonan la narración de 'Joven y bonita' (Jeune et jolie, 2012), con miradas de distintos personajes, aunque prontamente, en cada estación de este viaje de miradas difusas y cuerpos que se buscan, la narración se centre en la perspectiva de la adolescente Isabelle (Marina Vacth). También ella se mira a sí misma, desdoblada, cuando mantiene su primera relación sexual. Es su primer pestañeo, el primer eslabón de una perplejidad. Hay distancias, entre lo que sueña e imagina, y lo real. No es lo mismo soñar en la distancia con aquel chico alemán que el acto sexual en sí mientras te aplasta su cuerpo y sientes la fricción de la arena en tu espalda. La realidad pesa y puede resultar incómoda. Lo que representan los otros quizá no tenga que ver con lo que son. No sólo resulta difícil comprender al otro, portamos el equipaje de nuestras proyecciones, de nuestras muletas y lastres, sombras y desenfoques, los que nos ha encostrado la experiencia, o el cristal aún empañado por la falta de experiencia. Los otros son pantallas que a su vez tienen sus propias pantallas: Isabelle, que probablemente pensará en el chico alemán mientras se masturba, es contemplada a su vez, por su hermano pequeño, quien antes le ha observado con sus prismáticos tumbada en la playa en la primera secuencia.
Lo que representa el acto soñado puede que no se corresponda con la experiencia concreta. También una amiga de Isabelle, llora porque tras la experiencia largamente soñada, el primer acto sexual, arrasa la decepción. Ni el acto en si fue memorable, ni después hay música, sino indiferencia, distancia. Los demás personajes, su padre, su madre, su hermano, un cliente con el que establece una especial relación, Georges (Johan Leysen), intentan comprender a Isabelle. Parece un cerrojo, el de la incógnita, aunque quizás sea por su incapacidad de comprenderla, también por lo que proyectan sobre ella, como un reflejo. Es 'la joven y bonita', antes que Isabelle, juventud, piel suave, unos labios, o una hija, o la hermana que a la vez es el misterio de lo femenino. Ella misma se observa, porque no se entiende, porque no entiende cómo funciona, cómo se realizan las conexiones fuera de la pantalla de la imaginación, en la materia de las relaciones, esa realidad que es fricción, donde colisionan los deseos y los sentimientos, y a veces parecen ir en direcciones contrarias. Y prueba, y juega, como una pantalla en blanco, en la que proyectar escenarios posibles. Y al mismo tiempo se convierte en pantalla de especulaciones para los demás, como el joven protagonista de la obra previa de Ozon, 'En la casa' (2012).
Una elipsis nos hurta el proceso que acontece entre la desilusión de una primera experiencia, que no se corresponde con lo soñado, a la vivencia en la que el cuerpo soñado deriva en muchos cuerpos, los de clientes que la ven como la materialización de un sueño, la pantalla hecha cuerpo desnudo. En el último tramo de 'En la casa' se contrastaba el substrato real del adolescente, su inscripción en la realidad (la condición de su hogar), con la superficie dominante hasta entonces, su condición de pantalla y enigma desde la perspectiva del profesor. En 'Joven y bonita' será ante la cámara, y las preguntas, de la ley, la que cosifica, y encasilla, y busca respuestas sin matices ni interrogantes ni puntos suspensivos ni conjunciones adversativas, cuando Isabelle deja asomar esquirlas del porqué, o el cómo, de sus elecciones. Otras miradas manosean demasiado el cerrojo de su incógnita. Isabelle está en proceso de formación, de tanteo, está aún sin perfilar. Contempla al chico con el que ha comenzado una relación desayunando con su familia,y acto seguido le dice que deben romper porque no está enamorada de él.
Isabelle se mueve por golpes de viento, esos que sacuden las hormonas, y la mirada se arrastra ciega tras su incierta e imprevisible estela. Aún son muchos reflejos en los que tiene que contemplarse, antes de definirse, de tomar elecciones firmes, cuando ya la mirada enfoca. Hasta llegar a ser esa mujer, con nombre de espejo, Alice (Charlotte Rampling) con la que se encuentra en las últimas escenas, las que densifican el relato y lo fracturan y dan cuerpo, esa mujer que la contempla como la última mujer que vio a su marido vivo, la última mujer que vio su marido antes de morir. Junto a ella contempla el último escenario de aquel con quien compartió tantos escenarios, escenarios ajenos para esta adolescente que piensa, en primera instancia, que aquella mujer quiere el usual servicio, porque cree que representa para ella lo mismo que para otros clientes. Pero aquella mujer con nombre de espejo, aquella mirada, es una brecha hacia el mundo adulto, hacia sus sombras. Hacia ese tipo de relatos que quisiéramos escuchar, y vivir. Y que Isabelle necesitará explorar para así crecer.

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