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miércoles, 26 de febrero de 2014

La eternidad y un día

Los versos no son cuerpos suspendidos en alambradas. No son verjas. Los versos abren el mundo, destituyen las fronteras. Los versos no son costras, instituciones, no encierran. Por eso, hay quien compra palabras nuevas, palabras no escuchadas hasta ahora. Descubren hendiduras, umbrales, intersticios, siembras que no saben de remolinos. Evocan las ciudades sumergidas bajos las aguas con las que soñabas cuando eras niño, cuando empezabas a cincelar la realidad con las palabras, cuando aún no sabías que podían tapiarla, no encenderla con una llave de entrada que era luz que hacía crecer el paisaje. El mañana es la eternidad y un día, te dijeron Alexander (Bruno Ganz), y te preguntas por qué. Te lo dijo la mujer que amaste, Anna, la mujer que dejó huella de la inmensidad de su amor en palabras que lees ahora que tu vida se acaba, que ya no hay horizonte, sino sólo un pasado del que quizá lamentarse, porque adviertes que viviste en el exilio, para retornar a un hogar en el que advertiste que las mismas palabras te resultaban extrañas, como si se te escurrieran entre las yemas de tus dedos, los que en tu mente palpan como un ciego la realidad, para intentar perfilar sus rasgos, sus tramos. Viviste en el exilio, y no supiste habitarla, no supiste conjugarte, danzar, con su amor, con la lumbre de su eternidad y el pálpito de sus días, y ahora su escritura te hace sangrar, porque destapa tu silencio, tu habitación interior de aire retenido y tristeza. La realidad, más allá de tu mirada, te responde con tu música, pero no sabes por qué. Quizás seas tu mismo, porque has hecho de la realidad hasta hora un eco de ti mismo.
La eternidad y un día, suma y conjugación. 'La eternidad y un día' (Mia aioniotita kai mia mera, 1998), de Theo Angelopoulos, es una inmensidad que explora el viaje en círculo de un hombre que sabe que va a morir, y encuentra en su camino a un niño que huye de una realidad rota, deteriorada, surcada y herida por alambradas y verjas, rostros y cuerpos suspendidos en fronteras sucias, escombradas por la niebla de las mentes. Limpia, como otros tantos niños, los parabrisas de coches de gestos mudos, silencios en movimientos, indiferentes, niños que correrán cuando se les persiga porque son hendiduras, fisuras, intersticios, que se han colado en una realidad en la que no tienen lugar, exiliados sin hogar, en tránsito, sin retorno, y sin futuro cierto, un presente provisional, un umbral desgajado. Alexander y uno de esos niños surcan las calles, surcan el tiempo. En un autobús viajan un hombre que porta una bandera roja, una pareja que discute porque él no logra comprenderla, porque intenta encajarla en su molde de realidad, un trío que sube con sus instrumentos de cuerda y sus partituras e interpretan una hermosa composición, un autobús del que también es pasajero aquel que hizo residencia de las palabras, aquel que las sembraba con su ingenio, como agua para unas plantas resecas, memoria e invención entre parajes desolados, ruinas y umbrales, intersticios y hendiduras, el gesto firme, la palabra perseverante que no deja de deletrearse en sus infinitas conjugaciones.
En ese autobús en un corto espacio de tiempo que es a la vez dilatado y amplio, confluyen rostros de una multiplicidad, de un hombre que agoniza, de una sociedad confusa, que interpone verjas, que abre canales para que se precipiten los cuerpos, y las palabras que se postran enmudecidas, secas. Esas palabras que llora Alexander porque demasiado tarde ha comprendido que dejó pasar la realidad de largo, ensimismado en sus exilios, en las torpezas de quien no sabía advertir en la orilla en la que había quedado varado, los oleajes, las corrientes, que le invitaban a sumergirse en lo real, en los brazos de aquella mujer que le amaba, y que él no supo amar como un verbo que no sabe conjugarse en presente, atascado en el infinitivo que convierte la errancia en inmovilidad, en mirada suspendida. La eternidad y un día, suma y conjugación, entre la eternidad y el instante, los momentos se expanden, se hacen raíz, lo efímero es umbral, lo permanente es residencia. La mirada crece, y se hace agua, océano, horizonte que tiembla y sueña. Una de las más excelsas y sublimes secuencias que ha deparado el cine

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