En The exiles (1961), de Kent McKenzie, los exiliados son los nativos americanos que dejaron las reservas en las que confinaron a sus tribus para vivir integrados en esa civilización edificada sobre los territorios que siglos atrás eran sus dominios. Viven en los márgenes (en un confinamiento menos aparente), dando vueltas, entumecidos por el alcohol, añorando un pasado que les impida tomar consciencia de su presente fantasmal, recreando unos rituales que no son sino la danza o cantos de una disgregación. Aunque hay quien se alegra de habitar un diferente escenario, una nueva vida, de haber roto con aquel pasado que comprimía la mirada. Significativamente, la primera actitud viene representada por hombres, en concreto Homer (Homer Nish) y la segunda por mujeres, en concreto, su esposa, Yvonne (Yvonne Williams). The exiles es una singular y estimulante combinación de ficción y documental. Se centra en las doce horas de unos nativos americanos que viven en el barrio de Bunker hill, en Los Ángeles. Pedazos de vida, el discurrir cotidiano, un día como tantos otros, la trama de la continuidad, de la repetición, de la inercia. El guion se elaboró a partir de las entrevistas con aquellos que intervienen en la película. Los personajes son ellos mismos, como su condición racial les determina a un confinamiento como personajes de una función en la que intentan no perder su voz, sea mirando al pasado, o hacia el futuro. La película se rodó en 1958, tuvo un testimonial estreno en 1961, y se presentó en el festival de Venecia, pero no encontró distribución. En el 2008 fue restaurada por Milestone (que había hecho lo propio un año antes con otra obra centrada en la vida a ras de suelo de otra comunidad, la de los negros o afroamericanos, la magistral Killer of sheep, 1979, de Charles Burnett), y presentada en el festival de Berlín. De este modo, fue liberada de las catacumbas del olvido esta espléndida obra de un cineasta inglés que se fascinó con los nativos norteamericanos, y que sólo rodaría posteriormente cuatro documentales, entre otros trabajos en una industria del cine que le sumió también en cierto exilio.
La narración se ve puntuada por la voz interior de los personajes, en especial de Homer e Yvonne. La intimidad, en abismo, como veces extraviadas en una distancia, contrasta con la superficie de reflejos, rituales, sonrisas como filtros que escurren los silencios de los que huyen y rostros con miradas que asemejan a escombros en el decorado de la noche. Homer vaga por la noche con sus amigos, de botella de cerveza en botella de cerveza, su voz refleja su insatisfacción, el hartazgo ante una serie de rutinas, de mismas conversaciones, o mismos lamentos, sobre los problemas con las mujeres o los trabajos, anhelando una pelea, como si fuera la espita que le liberara provisionalmente de esa quemazón o congestión acumulada. Yvonne se desplaza solitaria por la noche, se distrae con la pantalla de un cine, como en su mente busca una ilusión en un presente de proyector atascado, en el que no quiere quedar atrapada. Yvone se desplaza como una voluntad insurgente, aunque esa voz no se manifieste, y siga cumpliendo el rol adjudicado, mientras su voz interior se pregunta por qué su marido sigue sin buscar trabajo, como parece que hacen tantos de sus amigos, que siguen mirando hacia su pasado, hacia atrás, mientras permanecen varados en un presente sobre el que no dejan de dar vueltas mientras se aturden con un alcohol, o esperan esa espita efímera con la piel de una mujer o un puño en otro rostro.
Hay otra voz que en cierto momento adquiere protagonismo, y refleja la escisión de vida que parece definir a unos hombres desubicados, entre lo que sienten y aparentan, entre su pasado y su presente (en el que el futuro parece talado), entre su cultura y aquella en la que intentan sobrevivir (como residuos; el mismo espacio que ocupan fue en el pasado el del esplendor de una clase boyante). Es la voz de Tommy (Tom Reynolds), aquel que parece que siempre lleva una sonrisa desenfundada, que todo parece tomárselo con despreocupación y desapego, como quien se desplazara por las superficies con un encogimiento de hombros, sin dar importancia a casi nada. Pero las sombras que vibran en su voz interior desvelan que las apariencias son muy equívocas, que hay una desazón que se propaga, pero se intenta contener, contrarrestar, para no precipitarse definitivamente en el vacío. Como se sostienen en ciertos rituales que les hace sentir que su tribu, su mundo, tiene aún un lugar, una relevancia, que no es un tejido muerto, fosilizado, como ese encuentro que realizan en la madrugada de los fines de semana en la colina X, en la que se entregan a los cantos y bailes de la tribu, y alguna que otra ocasional pelea para descargar las amarguras acumuladas. La cuestión es desafiar al círculo, ese círculo de vida en el que parecen confinados como evidencian los planos repetidos, en la secuencia inicial y final, de la calle donde viven. O donde esperan a la vida.
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