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viernes, 8 de noviembre de 2013

La proyección de los celos: Eyes wide shut, El infierno y Carretera perdida



  Fisura y Proyección: El imaginario masculino. En torno a Eyes Wide Shut, El Infierno y Carretera Perdida. 'Cuando usted lloró, fue sólo por usted y no por la admirable imposibilidad de alcanzarla a través de la diferencia que les separa.' (El mal de la muerte, Marguerite Duras ) En las tres obras citadas de Kubrick (Eyes wide shut), Chabrol (El infierno) y Lynch (Carretera perdida) existe un punto en común: los celos como condición y cualidad cinematográfica. Un proyector de la actuación e interpretación masculina, y generador de un montaje especulador de historias. La historia de tres hombres: William (Tom Cruise), Paul (François Cluzet) y Fred (Bill Pullman), para los cuales la realidad es una pantalla, su pantalla. ¿Qué relación establecen estos hombres con el mundo, con los otros, el exterior? ¿Cuál es su relación con el imaginario de deseos, expectativas y miedos, de límites y convenciones? ¿Existe realmente un entre? ¿O son los fantasmas de su imaginario los que dominan la pantalla, entrando en conflicto cuando ésta no culmina sus necesidades?. 
 Su relación con el mundo es de ensimismamiento, y la mujer está recluída en su proyección. Imagen referencial y funcional, distinguida exclusiva, complacen el instinto de propiedad o posesión. Son una extensión del ego masculino. Son el cuerpo. Y el dominio del cuerpo es el dominio de la representación. No obstante, la mujer se ve minimizada y borrada en ese proceso especular ensimismado y demandante. Los tres protagonistas son incapaces de amar. La mujer es ante todo un fetiche distintivo.La fisura es el rasgón en la pantalla donde proyectan su mundo. La infidelidad, o su posibilidad, adquiere tintes dramáticos cuando la mujer no se adapta al modelo, a la representación inferida. La reacción despechada es la emulsión de la cabeza borradora de un proyector ya desenfocado. El hombre no controla la representación. Ese fuera de campo, el espacio de vida no controlado de sus mujeres, es un agujero negro, problemático, que los protagonistas rellenan con su deformante proyección, con su suspicaz celo posesivo. Historian, se montan una película, tan egocéntrica como victimista. 
 En su historia proyectada, sin embargo, ya no son los protagonistas. El mundo no enfoca la cámara hacia su ego. Perdidos sus atributos (la mujer), pierden su identidad (la masculinidad). Los celos entran en juego, y con ellos otra representación, el del periplo de una disociación mental que podemos advertir, con sus matices, en un orden secuencial. Se inicia con el vía crucis despechado hacia afuera en Eyes Wide Shut, continúa con el proceso de desintegración en El infierno, y acaba en la esquizofrenia y disociación total e irreversible en Carretera perdida. En el film de Kubrick, el tiempo es un continuum. El sujeto se desestabiliza en un proceso en el que cada vez sabe y domina menos. Los espacios son diferentes porque son anómalos (no convencionales). La cadencia del relato es hipnótica pero no incisiva: la desestabilización de William es más visible en su periplo simbólico que en su desarrollo dramático. Los referentes externos (el hogar en el que su mujer permanece y espera, como una madre) son inmutables. Es un espacio real, convencional pero delimitado, definido. En el film de Chabrol, el proceso de fragmentación del individuo se debate entre el referente real y las proyecciones imaginarias y especulativas (proyección en un fuera de campo que no domina), cuya fuerza imperativa determinará el no discernimiento entre lo real y lo imaginado o proyectado. Se ha producido el desenfoque. 

En Lynch, el tiempo ya no es una progresión lineal, sino una fragmentación hecha de proyecciones mentales sobre lo externo. Hay una pérdida total de referentes. Habitamos ya en el interior de una mente disociada. Lo imaginario y lo real se confunden. La voz de su conciencia celosa puede corporeizarse en una fiesta y decirle que está en su casa, y que le llame porque él le contestará: los personajes de su cabeza dominan por completo la pantalla de la realidad. Ya no hay diálogo posible, ni siquiera tensión, entre la proyección mental y la realidad. Si en términos hegelianos, lo real es relacional, ¿dónde habitan estos seres ensimismados, qué relación cierta establecen con la realidad y con los otros?Por la profesión de los protagonistas ya podemos tener un indicio de su mundo, de cómo ven a las mujeres, de cómo se presentan éstas según su proyección de deseos y miedos; de la índole de su reacción frente a la fisura que ha provocado el cortocircuito de sus celos; y la especular representación mental que en cada película se articula dramatúrgica y narrativamente según su condición o estado mental (con resultados más discutibles en Eyes Wide Shut por una tensión no resuelta entre el relato simbólico y el conflicto dramático: es un film demostrativo, las ideas no se encarnan ). 

El hombre. William es médico. Tiene una visión clínica, higiénica y convencional. Se desenvuelve en espacios muy delimitados y protegidos por el lujo y el privilegio de la distinción social. Es una máscara adaptada a su carne. Un universo estable, aislado del mundo, de las calles, donde su mujer representa un fetiche de orgullo, y un hogar que es su torre de marfil. Paul es restaurador. Aislado físicamente en la campiña en un hostal heredado de su madre, con la que se intuye ha vivido dependiente. Es su casa. Un mundo de acusado sentido de la propiedad que es estatus. Un aislamiento paradójico, puesto que necesita al mismo tiempo de la presencia física del mundo, de los otros, para sobrevivir. Como signo indicativo y premonitorio del comportamiento celoso de interferencias o injerencias de otros hombres en su vida marital, Paul se muestra quejoso ante el establecimiento de otro negocio semejante como competencia. El mundo debe responder según sus necesidades, no puede haber otros, a los que él considera además como una presencia ilegitima (una presencia hostil, y no comprensiva). Fred es músico. Su música es tortuosa y febril. En su hogar de penumbras y colores apagados, desvitalizados, dispone de una habitación insonorizada y oscura donde ensaya (invisible para el espectador: cuando se dirige a ella es la oscuridad la que domina la pantalla). Es su caverna platónica desde la que proyecta su ceguera autista, su aislamiento de la realidad: hay un momento en el que le vemos tocar en un concierto mientras observa a su mujer con su amigo, que él cree amante, y la banda sonora está dominada por el silencio; en su hogar el sonido adquiere una condición presurizada, como si habitara en una cámara cerrada. La ironía es que en su fuga psicogénica en la que adopta la identidad de Pete (Baltazar Getty), éste es un joven mecánico con un fino oído para detectar anomalías en los motores de los coches ajenos. 
La mujer. Eyes wide shut comienza con un plano de Alice (Nicole Kidman) desnuda y de espaldas. William, simplemente no la conoce, es un fetiche distintivo de índole sexual, un valor de imagen, un prodigio de cuerpo. Pero ¿y si Alice vuelve la mirada desde el espejo y quiebra el reflejo creado en esa pantalla por William, comportándose como una chica mala (véase la mejor secuencia del film en la que William abraza, por la espalda, el cuerpo desnudo de su mujer: ¿hacia dónde mira ella?) y trastorna su vanidad y suficiencia con una confesión en la que desvela que deseó a otro hombre que la conmocionó?. William es incapaz de comprender. Si él asume que otros hombres la deseen porque está buena, no por ello deja de pensar que ella no le va a ser infiel porque es su mujer (no es una cuestión de confianza, sino de cumplimiento natural o convencional de su función). Por otro lado, es incapaz de advertir los motivos de su mujer al hacerle esa despechada e insumisa confesión (una sanción a su arrogancia), y menos cuando remarca que aquel deseo provisional intensificó de un modo más tierno y triste el amor hacia él. Nada importa, ni los sentimientos de su mujer, más complejos y profundos, ni la poderosa declaración implícita de amor en esa confesión de un deseo pasajero por otro hombre, ni lo que tiene de reflejo de la insatisfacción de su mujer (quien confesa al seductor con el que coquetea en la fiesta inicial que el problema no es que su matrimonio vaya mal, sino demasiado bien. William se ha establecido en esa complacencia autosuficiente del lujo y de estabilidad inercial: ella necesita embriagarse, no sólo con el hachís, necesita incentivos, requiebros en su vida ). Ni la libertad de que su mujer desee o viva algo en el que él no es el protagonista, o desconozca, y menos, sobre todo, si es de índole sexual. Sólo importa su ego. Ya no se siente el Hombre. Su torre de marfil se desmorona, el altar del dormitorio se ve perturbado, y debe bajar a los subterráneos del mundo, a la calle, al espacio de los comportamientos desviados. 
En las primeras escenas de El infierno se dibuja con sutiles trazos lo que Nelly (Emmanuelle Béart) representa para Paul. Nelly y una amiga visitan a Paul, que está montando el hotel con el dinero heredado de su madre. La amiga deja sola a Nelly con Paul en el dormitorio de éste. Nelly está tumbada en la cama, y Paul la mira entre lúbrico y divertido, como un niño al que se le ofrece un regalo. Elipsis: bajan del autobús después de la boda, se han casado. Los motivos son diáfanos: Nelly en ese plano emblemático tumbada en la cama representa el objeto de deseo y posesión en la intimidad del hogar, en la exclusividad y restricción del propio dormitorio, prolongación o espacialización de su propio ego. Ella es la niña mujer, exuberancia vital, ingenua, desprendida, cuyo reverso de preocupación es la coquetería. Es un regalo, pero deberá comportarse como una madre (se supone, como su madre, de la que ya no depende: figura sin mácula, socialmente ejemplar, y recluida en su función y conducta natural, que no es sino convencional ), claro que bien expuesto aquí, en conjunción con el cuerpo juvenil del regalo del sexo y para su restringido gozo: ingenuidad básica del adulto sin madurar.  
En Carretera perdida, tras la inmersión en el estado mental del protagonista, la pulsión del deseo de la muerte del amenazante otro (alguien llama al contestador y dice que alguien, Dick Laurent ha muerto, ese otro que después descubriremos quién es), nos presenta a la pareja en el dormitorio. Fred sentado en la cama conversando con Renee (Patricia Arquette). El sacrosanto altar se encuentra en penumbras, las de la mente recelosa de Fred, enturbiado el deseo, o lo que es lo mismo, el ego, por la sospecha de que hay otro hombre en la mente de su mujer. Ella no quiere ir al concierto, prefiere quedarse en casa. Desde el concierto Fred llama a su casa, y nadie contesta. Esa voz ausente que no contesta a su demanda se convierte en un ominoso fuera de campo, fuera del alcance de su control presente. A lo que se añade un pasado para él desconocido, intranquilizador por lo que no sabe, e imagina, siempre abyecto y escabroso en su sexualidad porque, sencillamente, estuvo con otros. Secuencias después se repite la escena, pero con una variante: Fred la observa desnudarse. La mirada de Renee no se dirige hacia él. Renee es el cuerpo, al que Fred observa con delectación y fascinación religiosa (es su cáliz sagrado) y con inquieta suspicacia (¿quién posee su cuerpo?, ¿Qué es lo que pasa por su mente, y no entiende ni ve, y lo que hace y lo que siente y piensa, y con quién folla, y con cuántos ha follado?). Las tres mujeres, en ese descendente proceso patológico hacia la fractura última, se transfiguran en extraños, es la experiencia de lo desconocido, la percepción alterada de un enigma incomprensible. Los hombres no pueden tenerlas porque no pueden dominarlas. Y necesitan recluirlas en su proyección. Ese trastorno modifica la condición de su representación. Es su reacción neurótica y pulsional frente a la fisura. El cortocircuito, el desenfoque, a la vez revelación de cómo no sabían verlas, borradas por el modelo o réplica de su proyección. El trayecto de la fisura 
El trayecto de la fisura. En Eyes wide shut, William sufre una necesidad, más inconsciente por no asumida, de venganza y de despecho. Una búsqueda sexual no racionalizada en actitud intencional, que entra en conflicto con su condición convencional como sujeto, y por el recuerdo afectivo, pero ante todo significante (lo que representa como estabilidad de su mundo, el mundo creado y proyectado con un sentido de estructura definida y funcional) de su mujer. Reacción pulsional hacia afuera. No ejerce la violencia sobre el objeto perturbador, la voluntad de su mujer, que ya se ha revelado como voluntad no extensa de la suya. El mundo que recorre William tras la confesión de Alice es un mundo anómalo, y enfermo, desde su concepción convencional y clínica. Pero la enfermedad está en la mirada del sujeto, en su trastorno. Esa imagen obscena, pornográfica y prostitutiva, de comportamientos desviados, que define ese otro mundo (como el del imaginario de los protagonistas de El infierno y Carretera perdida) es la proyección de un abyecto instinto: el de sentirse ellos cualquiera. Sus mujeres ya no son únicas, ya no son fetiches sagrados, exclusivos para el altar que celebra sólo su ego y distinción viril. Ellos tampoco son los protagonistas, sino uno más en la masa anónima de hombres pululando en el mundo de sus mujeres. Se sienten degradados, degradados de rango.  La proyección del espacio que recorre William es estrictamente convencional. Refleja los estereotipos femeninos de la agraviada representación mental del protagonista, y definen un proceso especular de destrucción de su ego (y de su mujer, como veremos más adelante). El inicio de esta odisea patética es la muerte del sentido: ha muerto el padre de una amiga. Ésta es una mujer a punto de casarse, pero ofrece a William su sexo doliente. Un reflejo adúltero, sin sentido para él, de su mujer. Más tarde, este Ulises ciego rechaza a una prostituta por el recuerdo de su mujer en el hogar, y porque aún no quiere asumir que en su inconsciente es así como proyecta a su mujer en su mente: una prostituta, una cualquiera. No da rienda suelta a su despecho, porque aún no domina ni racionaliza su desconcierto. Unos marinos, muy machos, cuestionan despectivamente su virilidad, empujándole y llamándole marica: es la proyección de su sentimiento de minusvalorización como hombre. La ninfomanía representada en la hija del dueño de la tienda de disfraces, padre permisivo que prostituye a su hija, simboliza la pérdida de la inmaculada pureza de su estable mundo cristalino, de su idealización del lujo, y viceversa. Y la orgía, el lugar del sexo impersonal e indiscriminado, cualquiera con cualquiera, nos muestra la pulsión tentadora del despecho, y el reflejo de ese fuera de campo desestabilizador de la vida sexual de su mujer que él infiere con esos sórdidos atributos.  
Cualquier experiencia o deseo sexual de su mujer con otros hombres posee esa obscena condición. Así, la mujer desnuda de la máscara que pretende ayudarle y se sacrifica por él, representa a su mujer. Es el sacrificio irreversible del amor por su tortuosidad hecha de desconfianza e incomprensión que ha resquebrajado la unión íntima de la pareja, evidenciada como ilusoria, especular. Su muerte es la muerte del último resquicio de crear un amor adulto y cómplice. Antes matar en su mente a la representación de la infidelidad o prostitución de su mujer, como negación y como despecho, que aceptar la propia desnudez, cuya incapacidad de asumirla, se vive y representa como vergonzosa exposición, como insignificancia y humillación. La desnudez, que es sinónimo de conocimiento e intimidad con el otro, se descubre como incapacidad, pero no de índole sexual, sino de carácter emocional. Una máscara yace en la almohada de su dormitorio, símbolo de la convención, del autoengaño, de una vida de simulacro en la que William proyectaba en el mundo que le rodeaba y en su mujer sus anhelos egocéntricos de distinción y de posesión de lujos. La máscara de ese falaz y realmente prostituyente altar en el que su mujer, Alice, no era ella, borrada o no advertida su voluntad íntima y singularidad diferente, sino recluida en lo que representaba para él, una mera extensión asertiva de su virilidad excepcional. La secuencia final está ubicada significativamente en una juguetería de unos grandes almacenes. Reflejo de su inmadurez, de cómo consideraba al mundo y a su mujer. Él es el niño, y sigue sin entender nada, cayendo en manos de su mujer. Ella es quien domina la representación, insumisa (de ahí ese follar que ella le espeta al final, aludiendo más a una vindicación autoafirmativa de su condición de voluntad independiente, le da donde más le duele, que a una efectiva resolución a su conflicto). Pero William, con su inmadurez ignorante, la ha destruido emocionalmente. El sostén del vínculo ya es frágil, evidenciado. El espacio íntimo es insuficiente, y está roto.  
En El infierno, el sentimiento de propiedad esclaviza a Paul en una compulsiva necesidad de verificación de sus sospechas y celo posesivo, y somete a su mujer a un proceso cada vez más opresivo de intensa tortura. Inicialmente, el diálogo se desarrolla en su cabeza. Un primer indicio es una conversación ante un espejo. En la pantalla sólo está él: el mundo gira alrededor de él, y el mundo debe devolverle una imagen en la que él se reconozca. Luego se sucederán las situaciones, en el pueblo y en el lago, en que persigue a su mujer de modo febril porque sospecha que fuera de su vista ella se cita con otros, con los que le es infiel. Las imágenes de lo que ve, y las imágenes de lo que se imagina del fuera de campo del que no es testigo (flash-forwards en los que adelanta o especula a su mujer con su amante, reflejo de su miedo) se intercalan en un montaje de dolorosa tensión. En la narración se hace uso expresivo de las proyecciones de diapositivas y de películas caseras, de fotografías (la boda), de ventanas y espejos, de luces y tinieblas, como recurso expresivo que remarca la relación de Paul con el mundo y con su mujer como proyector. Momentos también con implicación en el proceso dramático, como el de la proyección de la película casera, en el que su mente interfiere en las imágenes que los demás ven, creándose un primer cortocircuito en el que ya comienza a ver lo que quiere, o teme, ver. Se produce así la primera reacción violenta contra su mujer, señalizando su caída hacia la enajenación obsesiva. Su mujer no puede hablar ni reír ni coquetear inocentemente con otros hombres. No ama su libertad, su exuberancia y alegría vital, que a otros agrada. El orgullo deviene celo posesivo. Su ego no soporta ni que los demás adviertan que está celoso, pues es un signo de debilidad. 

El apagón mental ya es definitivo con el apagón que sufre el hostal. Su comportamiento patológico se radicaliza. Ya no hay luz en su mente. La luz del proyector se ha degradado en su obsesión. Es Nelly la que miente, él es la víctima, asumiendo completamente su propio papel o condición: él es el que sufre la injusticia de un mundo de comportamiento anormal, desviado. Paul somete a Nelly a un proceso progresivo de reclusión. Primero acota su espacio de movimientos al hostal, luego al dormitorio, que cierra con llave, y, por último, en la cama (origen de su virus patológico), esposada, prisionera. Pero su trastorno paranoico es tal que piensa que ella es la enferma, transfiriendo a ella su incapacidad de comprensión, sus desvaríos, su condición insana. Al final, ya no discierne lo que hace de lo que imagina. No sabe si ha matado a su mujer, o si ha sido un sueño. No hay fin para su trastorno. Mira a través de la ventana, a la noche, a la oscuridad. La imagen se desenfoca. No hay fin, Paul ya no ve, está recluido en su mente, en su psicopatía. Nelly ha desaparecido en su violencia, tanto física como mental. La ha destruido. 

En Carretera perdida, la mente ya está perdida. Esas imágenes en vídeo (de alguien que graba su fachada, su hogar, como un intruso) que recibe, dosificadas, son la señalización de esa parte de sí que amenaza su hogar, su estabilidad mental, es su violencia reprimida que comienza a abrir un agujero en su mente. Habita la esquizofrenia; ya no domina ni su mente. Su despecho celoso lo desata sobre su mujer, matándola, en un acto de barbarie desenfrenada. Ella debe refrendar como imagen especular su orgullo exclusivo y su potencia excepcional. Si no puede recluirla en vida, la recluye en la muerte, o en su propia mente. Una mente prisionera en su celda insonorizada y oscura, que efectúa una fuga mental en la que adquiere otros rasgos físicos, los de Pete, un joven mecánico. En ese tránsito, en la celda de la prisión donde espera su ejecución, se produce un frenético temblor, un desenfoque y la entrada en el centro de su organismo, en la causa visceral de su instinto de posesión, de ese instinto animal que necesita de los otros como reflejo complaciente.  Esta fuga tiene dos vías, una huida negadora hacia el refugio inocente de la infancia o adolescencia (el despertar en el jardín con cubos de niños). Incluso, los padres tienen un aire juvenil, como si el mundo no hubiera crecido. Baila con su novia en un abrazo armónico, reconciliador. La segunda vía es la fuga hacia el pasado, que es de otro, pero también el que su mente está creando. El pasado que desconoce de la vida de Renee, y que ahora inventa en su proyección mental. Una invención en el que tanto se proyectan los miedos de lo que su mujer hacía, como la posibilidad de intervención en él, eliminando a los enemigos hostiles y peligrosos que son los otros (en el pasado y presente de Renee). Un ajuste de cuentas donde no hay competidores. Así, en este pasado proyectado en su mente, los otros hombres son gángsters peligrosos y violentos con negocios en la pornografía. ¿Y Renee? Ahora es Alice (en el otro lado del espejo). Es la chica del gángster, Dick Laurent. La primera visión de la misma refleja el efecto de la fascinación adolescente que pervive en Fred. Maravilla mágica, un regalo de los dioses que él, y sólo él, debe disfrutar. Es el origen de esa pasión inmadura y adolescente de Fred que entroniza a la mujer como fetiche u objeto mágico y sagrado. Pero su vida, la de Alice, es una prolongación de ese mundo abyecto en el que ella es una imagen pornográfica (las imágenes que contempla en la casa del hombre que va a asesinar, imágenes de comportamientos desviados). 

 No hay posible huida a un refugio inocente (cuando le llama Dick Laurent, y habla también con su demonio de los celos, en el contraplano siguiente ya no están sus padres: su huida era una condena anunciada en el que le habían enviado a un lugar en donde no sabe cuándo le van a matar, esto es, cuándo va a volver a explotar, porque la mujer que desea, ahora encarnada en Alice, no puede ser sólo suya). Sólo queda la violencia como respuesta, el asesinato, la eliminación física en su mente de esos fantasmas hostiles. No era suficiente matar a su mujer, a Renee. Necesitaba matar también a sus fantasmas. Pero tampoco esto basta, pues persiste aún la interferencia de que nunca podrá tener a su mujer, ni siquiera en su mente (en esa huida de su propia explosión explicitada en esa cabaña que revierte su explosión, donde se descubre habita el demonio de los celos, el proyector, el creador de las cintas de videos que invadían su hogar). Ya se ha perdido en su trastorno, prisionero en la fractura de su mente. El círculo parece que se cierra cuando se comunica a sí mismo que Dick Laurent ha muerto, desde el otro lado. Sólo resta la carretera desenfrenada hacia la oscuridad en precipitación. Este artículo, que escribí en colaboración con Joan Busquets, fue publicado en la Revista de El Ateneo, en diciembre del 2006.

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