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viernes, 19 de julio de 2013

Somersault

Hay películas que casi no tienen una premisa argumental. Incluso los personajes la buscan, como quien intenta quitar el vaho del cristal empañado del parabrisas, porque aún no sabe qué dirección tiene que tomar, incluso cuál quiere tomar. Porque las emociones aún desbordan, demasiado a flor de piel, como impulsos que se atropellan, y toda sensación y emoción se amplifica como un estruendo que no logra traducirse en algo articulado. Quizá porque aún se es demasiado joven, y aún se es un perfil borroso, una identidad que asemeja a una pulpa que forcejea por definirse, y que a veces se repliega porque da miedo la intemperie. Da miedo saltar. Algo así ocurre a la pareja protagonista de 'Somersault' (2004), opera prima de la directora australiana Cate Shortland.
Somersault, salto mortal. Heidi (Abbie Cornish), da un primer salto mortal cuando, tras acariciar el tatuaje en el pecho del novio de su madre, se siente impulsada a besarle. Dará un segundo salto mortal cuando, abrumada, avergonzada, tras que la madre les sorprenda, sintiéndose rechazada por su madre, decida lanzarse al mundo, a la deriva, buscando su lugar, un lugar donde caer, con los pies en el suelo, sin dislocarse de nuevo las emociones. Heidi tantea el mundo, tantea las miradas, busca alguna que la acoja, que la acepte, que la sonría. Busca un trabajo, un lugar donde dormir, un abrazo que la reconforte. Mientras, sigue intentando quitar el vaho del cristal empañado del parabrisas, pero su aliento es demasiado potente.
Joe (Sam Worthington), tampoco acaba de definirse, del mismo modo que desea a mujeres y hombres. Sobre todo, no le gusta que le presionen, que quieran que se defina. No quiere sentir que una relación es una sesión de interrogatorio. Se repliega cuando le piden que defina sus sentimientos, que diga te quiero, porque se nota que así lo siente, porque así lo muestra sus actos. Ambos personajes se cruzan, sus pieles colisionan, y se funden, pero son extremos. Ella se expone, y necesita demostraciones, él es elusivo, se escurre. Heidi es un torbellino de energía, por lo que hay quienes la miran con desconfianza. Heidi es excesiva, él es contenido. Ella se traga todo un bote de chili, un gesto que es un grito. Cada uno toca de un modo distinto. La forma de tocar de Heidi es la que busca que la otra entraña se enrosque en las yemas de sus dedos. El exceso es fragil, porque el incendio que no es calmado, abrasa en el interior. Y pierde pie.
Hay quien desenfunda pronto el estigma cuando la espontaneidad desbordante de Heidi es contemplada como peligro de infección. Hay quien la acoge porque ve en ella a una hija que puede suplir al hijo que ha sido recluido en prisión, pero cuando ella expone su desgarro desnudo, literalmente desnuda en la desangelada noche, se abre la herida de la vergüenza, la que también siente por su hijo, la que quiere negar, y la expulsa. Aunque sabrá rectificar, porque también Heidi lo sabrá hacer, porque exponerse tanto tiene sus ventajas también, ir con sus entrañas por delante, no tener reparos en compartir su dolor, su intemperie, su desconcierto, sus dudas. No hay lastres de orgullo en Heidi. Es materia que se expande, que busca definirse, perfilarse, forjarse.
También Joe sabrá rectificar, sabrá quebrar ese muro que él había erigido alrededor de sí mismo para no sentirse demasiado vulnerable. Comienza a definirse, a enfocarse, como Heidi. Quizá si haya una premisa en esta estimulante y conmovedora obra impresionista, hecha de instantes, de poros, de miradas que intentan alzarse de puntillas, de gestos, agua en los cristales, piel temblorosa: A veces los saltos mortales no salen bien, pero en otras sí, por eso no hay que dejar de darlos. No sabes con qué te encontrarás al caer. Al menos, contigo mismo mirándote de frente, con la mirada despejada.

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