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lunes, 29 de abril de 2013
La mirada de Ulises
‘¿Cuántas fronteras hemos de cruzar para llegar al hogar?’ ‘Dios en principio creó el viaje, después la duda, y luego la nostalgia’. ‘A’(Harvey Keitel), exiliado desde hace décadas, retorna a Grecia en busca de la primera mirada, representada en tres bobinas de la, quizás, primera película realizada en Grecia y los Balcanes, en 1905, dirigida por los hermanos Manakis, quienes no sabían de facciones ni de identidades, sólo anhelaban retratar la diversidad y multiplicidad en los hombres, en cada hombre. Su mirada no proyectaba ni enfocaba realidades divididas, mutiladas por los que establecen oposiciones en la diferencia, como en la fracturada realidad de los Balcanes que surca A en su odisea.
A, cual Ulises, busca la mirada que zarpa, como uno de los hermanos, para enseñar el oficio a un aprendiz, quiso fotografiar un velero zarpar del puerto, pero murió mientras lo hacía. En Ulises algo también morirá en su recorrido, desangrándose lentamente, hasta que el grito arranca sus entrañas en la niebla por la desolación ante el reguero de cadáveres que siembra esa mirada ciega, esa mirada que se convierte en muchedumbre sin rostro y ve en los otros una representación, una molesta intrusión, en su rígido encuadre prefijado, que necesita ser extirpada. Ulises busca la primera mirada, la mirada despejada, y colisiona con la niebla de la mirada encostrada, corrompida, infectada.
El recorrido de ‘La mirada de Ulises’ (To vlemma tou Odyssea, 1995), de Theo Angelopulos, es el de la ensoñación, pero turbada, la que se agita entre los temblores mientras siente que sus pasos se hunden entre ruinas, y se enredan entre las alambradas de las diversas fronteras, de las miradas que separan, que se enfrentan. A despierta varias veces, a la largo de la narración, como si quedarse dormido fuera la amenaza de perder la consciencia. Viaja entre los tiempos; las mujeres con las que se cruza en el camino, con las que crea un provisional lazo de hogar afectivo en el itinerario, tienen el mismo rostro, el de la actriz rumana Maia Morgernstern.
De entre las ruinas, como el guardián de esa mirada pristina, de esas bobinas de películas que parecían extraviadas, y que A ha buscado entre unos paisajes en descomposición, surge el rostro de Erland Josephson, la brecha de la luz, el emblema de cierta sensibilidad, la de la mirada que crea y construye puentes en la intemperie y faros en las oscuridad, que parece abocada al pretérito, aquella que representaban sus personajes con Tarkovski, en ‘Nostalgia’ (1983) y ‘Sacrificio’ (1986). En su cueva, entre las ruinas, guarda unos tesoros, imágenes de películas de Lang, Welles o Bergman. También A menciona a Murnau o Dreyer, cineastas que parecían con su celuloide mirar por primera vez. Eran miradas que zarpaban.
A se reencuentra con su niñez, cincuenta años atrás, y las elipsis de los años se suceden en un mismo encuadre, una danza al son de la música de un piano hasta que es interrumpido por la violencia que dictaba silencios, amordazamientos, las que se produjeron durante la insurgencia comunista en los últimos años de la guerra civil, entre 1945 y 1950 (causa de que tantos griegos optaran por el exilio). La fracturas tienen sus génesis, un busto gigante de Lenin que se ajusta sobre el resto de su cuerpo, ideas que se agrietaron, y se convirtieron en piedras, que sepultaron la realidad, que aplastaron a los que la habitaron, que fusilaron, en mitad de la noche, como si las vidas fueran polvo que se sopla sin preocuparse de lo que habían vivido ni de lo que aún soñaban por hacer.
La niebla en la mirada sólo sabe de piedras, símbolos que se ahogan en su ceguera. A se desplaza por un paisaje desintegrado, en el que las figuras se mueven sonámbulas en los campos, retirándose de una realidad que se incendia, y desmorona. La cámara se desplaza componiendo música, la de la belleza que transfigura, asciende y zarpa, la música de una odisea que aún pugna por encontrar y sembrar la primera mirada.
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