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sábado, 6 de abril de 2013
La tierna enemiga
Amores que no zarpan, amores que vuelan en la distancia. Vida concertada, como los matrimonios, entre los barrotes de la conveniencia, de la resignación. ‘La tierna enemiga’ (Le tendre ennemie, 1936), de Max Ophuls, es una comedia fantasmal. Los fantasmas del amor no realizado, los fantasmas de la pesadumbre, de las heridas y de los despechos, de la decepción y la frustración. En los títulos de crédito se presentan a tres víctimas, los tres fantasmas que nos darán la versión de su relación con la que es presentada como la ‘tierna enemiga’, Annette (Simone Berriau), aunque ya en el cierre de los créditos se apunte que la enemiga es la existencia. Los dos primeros fantasmas sí se sienten víctimas, sí sienten que ella fue la responsable del dolor en su vida, e incluso de que su muerte fuera prematura.
Dupont (Georges Vitray) fue el marido, y Rodrigo (Marc Valbel), el amante, un domador de fieras en el circo que puso en peligro su vida, pese a las recomendaciones del doctor, por no poder separarse de la mujer que amaba, aunque eso fuera fatal para el debilitamiento de su salud ( por lo que carece de los suficientes reflejos para evitar ser devorado por los tigres en plena actuación).Pero hace acto de aparición un tercer fantasma (Lucien Nat), un tercer muerto en el pasado amoroso de Annette, un marino, su amor de juventud, el de los sueños que no zarparon, quien apunta que no deben reprocharle a ella nada, porque quizá sea ella la que más ha sufrido. Annette se convirtió en su propia víctima, cautiva en su red de remordimientos, como también la protagonista de ‘Suprema decisión’ (1940), en cuyo guion también colaborará Curt Alexander, como lo hizo en otras obras de Ophuls, como es el caso de otra centrada en una mujer sobre la que pesa una imagen/proyección imprecisa, desenfocada, ‘La mujer de todos’ (1934).
Quizá Annette, con sus sucesivas relaciones, ha intentado, infructuosamente, domar a la fiera de sus remordimientos, de su frustración, aquel amor que ella no posibilitó por miedo, por indeterminación, aquel amor que se convirtió en una bala en la sien, para ella en sentido figurado, aunque para él en sentido estricto. Él se dispara en las sombras, ella vivirá entre sombras, aunque las disimule. Pero las sombras ahora resurgen con afiladas garras, ante el acontecimiento que propicia que se reúnan los vivos y los fantasmas, la boda de su hija, Lina (Jacqueline Daix), que sueña con un amor en la distancia, un piloto al que se ve sobrevolar en las cercanías, como al acecho de un resquicio en el que aún el sueño pudiera realizarse. Lina, como su madre, parece aceptar el reclinar su cabeza, encoger los hombros, y guardar los sentimientos que la hacen sentir viva en la caja de los fantasmas venideros.
Un hermoso travelling las asocia como si fuera el circuito de la herencia de una pesadumbre: Tras que hayamos asistido a la secuencia en que Rodrigo es atacado por las fieras, la cámara vuelve al presente ( un presente de escombros, de fantasmas en vida) para encuadrar a Annette; asciende para encuadrar a la mujer que canta, y desciende para encuadrar a la hija con expresión tan pesarosa como la de la madre, la cámara retrocede para encuadrar a todos los invitados sentados la mesa, ese ritual colectivo en el que sus sentimientos desaparecen, esos sentimientos que nadie advierte (mientras un invitado realiza un canto a las apariencias, un homenaje los que no están, a esos fantasmas que hacen un gesto de escepticismo). Hasta que la madre despierte de su vida en suspenso, para evitar que su hija se convierta en su réplica futura (con la inestimable colaboración de los fantasmas que colaborarán en la fuga de la hija apagando los fusibles, ahora que la luz se ha hecho en la consciencia de Annette). De la misma forma que, tras que las sombras se hayan hecho pesadas y nos hayan trasladado al negro corazón oculto (donde las ilusiones se dispararon en la sien), la comedia de nuevo vuelve a alzarse como una danza que celebra la vida y la hace despegar.
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