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sábado, 6 de abril de 2013
La ciudadela
Todo aquel que se esfuerza por modificar y mejorar el estado de cosas, al revolucionario, al que quiere transformar una realidad insuficiente, injusta, al que se preocupa de eso llamado bien común, hay un momento en que pierde fuelle, en el que le supera la decepción, la contrariedad de luchar contra fuerzas que no son receptivas a sus esfuerzos, contra las graníticas mentes obtusas, contra los irredentos adictos al inmovilismos, contra los que se enquistan en sus miedos porque el cambio pone en estado de alarma su sismógrafo vital. Quizá por eso las revoluciones, en un grado u otro, fracasan, o no se consiguen de modo radical, porque hay tendencias que predominan en el ser humano, el que conforma una colectividad, como la codicia, vulnerable a los cantos de sirena de la opulencia, o como la mera comodidad, el mantenimiento de su pequeño reducto, no arriesgándose a cambios que pudieran ponerlo en peligro aunque sean posible, y hasta probable, horizonte de mejores globales.
En 'La ciudadela' (The citadel, 1938), de King Vidor, el escocés doctor Mason (Robert Donat) es una de esas figuras que siguen el ejemplo de figuras como Ehrlich o Pasteur, que ni siquiera eran médicos, pero los resultados de sus perseverantes investigaciones fueron cruciales para la mejora de la medicina. Mason es alguien que enfoca su realización a través de una tarea al servicio de los demás. Alguien que quiere suministrar vida. Es bellísima la secuencia en la que atiende por primera vez un parto: Su gesto desconsolado, impotente, al ver que el bebé, varón, ha nacido muerto, se enciende con la antorcha de la determinación tras que la matrona señale que la madre anhelaba tener un varón.
Del mismo modo Mason logra reanimar al bebé, lucha contra las contrariedades y adversidades, como, en compañía de su amigo, el doctor Denny (Ralph Richardson), hará explosionar las alcantarillas del pueblo para que de ese modo se decidan a financiar la construcción de un nuevo alcantarillado que sea salubre, y no foco de infecciones. O se internará en una mina galesa para, en un pasadizo en el que el techo amenaza con derrumbarse, lograr amputar el brazo de un minero que ha quedado atrapado bajo una piedra.Pero hay adversidades contra las que no se puede luchar, como ciertas mentalidades, aquellas que no entenderán, por su ignorancia, como por su conformista comodidad (los certificados de baja aunque estén en condiciones), caso de los mineros que no entenderán el alcance de sus desvelos para lograr curar la tuberculosis que les azota debido al polvo de la mina. No tienen visión amplia, se conforman con su posición y circunstancia, con la mirada del que mira a sus pies sino nunca alzar la mirada al horizonte. No hay en su talante ansia de transformar, sino sólo de mantener su trabajo, aunque sea en míseras o insatisfactorias condiciones.
Esa decepción, y un giro benéfico del azar (el canto de sirenas de la opulencia), cuando atiende a una mujer de clase alta en la ciudad, a la que se ha trasladado, derivará en que se apoltrone, que olvide a aquel que luchaba por mejorar el escenario de la realidad. El mundo alrededor se restringe al de su bolsillo ahora bien alimentado, al de un hogar en el que no sufre carencias. Para qué seguir luchando si sólo procura penalidades, incomprensión. Hasta que la voz de la conciencia resurja del pasado, y haga tambalear el confortable ámbar en el que se ha olvidado de sí mismo. Como aquel bebé que él logró reanimar, a él reanimará su conciencia precisamente la muerte del que despierta su entumecida conciencia.
Hay narraciones que transpiran firmeza, como es el caso de ‘La ciudadela’, producción británica que adapta la novela de A.J Cronin, convertida en guión por Ian Dalrymple y Frank Wead, el guionista encarnado por John Wayne en la también espléndida ‘Escrito en el sol’ (1957), de John Ford. Hay una secuencia que pareciera extraída de una obra de Ford, esa singular secuencia en la que Mason propone matrimonio a Christine (Rosalind Russell), como si fuera una apostilla tras finalizar la conversación, como la pregunta que realizaba siempre el inolvidable teniente Colombo cuando ya parecía que se iba. Como el marido de Marie Curie se convertía en colaborador entregado de las investigaciones de su esposa, narrado en la reivindicable ‘Madame Curie’ (1943), de Mervyn LeRoy, Christine se convertirá en la leal y entregada copiloto en sus incursiones investigadoras, y en la mirada que intenta indicarle que por apoltronarse corre el riesgo de estrellarse.
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