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miércoles, 17 de abril de 2013
Harry, el sucio
Hay un compañero policía que dice que a Harry Callahan (Clint Eastwood) le llaman ‘El sucio’ porque no hace distinción de razas, odia a todo el mundo. Otro apunta, con cierta sorna, que quizá lo llaman así porque le gustan ciertas prácticas, consideradas ‘sucias’, como el voyeurismo. No resulta fácil definirle, y quizá no haya sido muy precisa, o certera, la imagen que se ha instituido de él en años posteriores. Él mismo comenta que si padece ese sobrenombre es porque le encasquetan los trabajos sucios, como tener que convencer a un suicida de que no se lance al vacío. La misma sociedad parece estar suicidándose, degradándose paulatinamente. El asesino que asola la ciudad, amenazando con disparar, como francotirador, desde cualquier punto, se autodenomina ‘Scorpio’ (Andy Robinson), una criatura que es capaz de envenenarse a sí misma.
Scorpio está inspirado en el asesino de Zodiac (sobre quien realizaría una magistral obra David Fincher, en el 2005): Zodiac es como una fisura que evidencia una intemperie que no parece poder dominarse. En la película, es también un veterano de Vietnam, un escenario ‘afuera’, en la distancia, una pantalla en el horizonte en la que la derrota se perfilaba como una realidad ya no sólo posible, sino inevitable. Como los atentados contra señeras figuras políticas se habían convertido casi en ritual. Todos eran vulnerables. La realidad no se podía controlar, las amenazas no se podían vencer. Desde la distancia indefinida, alguien sin rostro, podía surgir, y extirpar la vida a cualquiera. El orden ya era el territorio del caos, la ley misma estaba también desquiciada, desorientada, como si hubiera perdido el enfoque.
‘Harry el sucio’ (Dirty Harry, 1971), de Don Siegel, se abre con las imágenes de unas insignias de policía. El cañón del fusil con silenciador de un francotirador apunta hacia cámara, un ojo oscuro. Una chica se baña en otro alto edificio de enfrente, en una piscina, encuadre dentro de un encuadre. El hombre cuyo rostro, por ahora, es el cañón de un fusil, dispara sobre ella. No hay encuadre seguro, no hay realidad inmune. No hay protección (en otra secuencia, Harry y Scorpio se enfrentan, en la noche, bajo una gran cruz). Robinson preguntó a Siegel por qué le eligió a él, cuando no se ajustaba a la descripción física del personaje en el guión; Siegel replicó que por su aire de niño del coro: ‘Scorpio’ es como un niño grande, de rasgos que transpiran inocencia aunque su expresión sea perturbada, un niño travieso que hace las cosas, mata, por placer. Cuando el compañero de Harry, Chico (Reni Santoni), tras haber sido herido, decide que no quiere seguir siendo policía, Harry confiesa a la esposa de Chico que él es viudo; un conductor borracho atropelló a su esposa años atrás. No sabes cuándo puede arrebatarte la vida el caos, la condición accidental de la vida, el capricho o arrebato de alguien.
Harry Callahan se convirtió en todo un icono, el emblema del hombre resolutivo, el hombre que ante las incompetencias de la ley, sabe aún ejecutar la justicia, que corrige una ecuación errónea del sistema al preocuparse más por los derechos del detenido, del criminal, que por los de la víctima. Se convirtió en icono de cierto fascismo, de la siniestra estirpe del ‘vigilante’ (justiciero social), del impositivo representante de la ley. Aunque quizá no fuera todo tan (rígidamente) claro. En la siguiente obra, la estimable, y contundente, ‘Harry el fuerte’ (Magnum force’, 1973), de Ted Post, ante tal ofuscación, el conflicto dramático se vertebró sobre el enfrentamiento contra un grupo de policías (un escuadrón de la muerte que se equipara con el ideario nazi) que realiza la justicia por su mano (inspirada en una idea de Terrence Malick en uno de los borradores de ‘Harry el sucio’, cuando el francotirador era un policía que asesinaba criminales pudientes que habían logrado no ser condenados). Una frase deletreaba con claridad el planteamiento: ‘Cada hombre debe conocer cuáles son sus límites’.
Pese a todo Harry se convirtió en todo un modelo para venideras estrellas del cine de acción (Stallone, Schwazenegger) o inspiración de ‘Arma letal’ y ‘La jungla de cristal’, obras más burdas, en su maniqueísmo, que sí me parecen carentes de las ambivalencias o matices, en suma, de la complejidad escurridiza, y turbadora, de ‘Harry el sucio’. En la obra de Siegel, Harry no sabe por qué realiza su trabajo, como tampoco es algo que se lo recomiende realizar a nadie. El trayecto de la película es el de una decepción, el de un hartazgo. El caos se propaga afuera, y el propio sistema se pudre, no sabe proteger, enmarañado en absurdos tecnicismos. Es una competición en un campo de juego de brutalidades, un espacio desolado, como una fábrica de cemento en un espacio desguarnecido.
En la secuencia en la que Harry captura a Scorpio en el estadio deportivo, pisa su muslo herido por la bala que ha disparado, para que le revele donde tiene enterrada a la chica que secuestró, y que tiene las horas contadas; la cámara retrocede vertiginosamente, convirtiéndoles en dos figuras diminutas, mientras se escuchan los gritos de Scorpio, como los gritos que nadie escucha en el infinito firmamento. Desamparo. En la secuencia final, tras que Harry haya matado a Scorpio, y lance al agua su placa de policía, la cámara retrocede de nuevo, con sólo ahora una figura minimizada en ese árido paisaje, Harry. El partido ha terminado. Como Calder en ‘La jauría humana’, Harry también abandona. Enfrentarse a Scorpio, abatir a Scorpio, es también abatir el último resquicio de algo que recompusiera cierta ilusión de orden. El mineral paisaje evidencia un nihilismo, la disolución de la humanidad en la indiferente e inanimada materia de la que está hecha la sociedad, la urbe que nos representa, el rígido e impasible cemento.
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