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miércoles, 8 de agosto de 2012
El repartidor de hielo (The iceman cometh)
He visto hombres que no querían ser salvados de sí mismos, porque eso significaría que tendrían que renunciar a la codicia, y nunca pagarán ese precio por conseguir la libertad. Así que dije al mundo, ¡Dios bendiga a todos, y puede el mejor hombre ganar y morir de glotonería!. Y tomé asiento en el gran refugio de la filosófica indiferencia para dormitar observando a los caníbales realizar su danza de la muerte. Son las palabras de Larry (inmenso Robert Ryan), el corazón (dolorido, exhausto, escéptico) de esta magnífica adaptación de la extraordinaria obra de Eugene O’Neill, El repartidor del hielo (The iceman cometh, 1973), que su director, John Frankenheimer, consideraba como la más satisfactoria experiencia creativa de su vida. Desde luego, superó un delicado reto, desasirse de los peligros de una adaptación teatral, cuya acción transcurre en un único escenario, sin quedar subordinado al magno y lacerante poderío de los diálogos y monólogos de O’Neill, transcendiéndolo mediante un sentido de la planificación dinámico, sus característicos encuadres con figuras en varios términos del mismo ( sobrecogedor especialmente en la secuencia final, con un impecable añadido uso del fuera de campo), una iluminación desvaída que dota a la narración de una atmósfera opresiva, sofocante, y hasta extrae gran fuerza dramática de los movimientos de cámara. Fue una de las catorce adaptaciones al cine de obras del teatro que produjo Ely Landau, a través de American Film Theatre, en dos temporadas (1973-74 y 1974-75). Casi tres horas, con uno de los más portentosos recitales interpretativos visto en una pantalla por un reparto encabezado por Robert Ryan, Fredric March (fueron las últimas intervenciones de ambos, ya que murieron poco después del rodaje; Ryan murió incluso antes del estreno), Lee Marvin o Jeff Bridges. Frankenheimer había realizado, en los años previos, una serie de admirables y descarnadas obras tramadas sobre la decepción, la desilusión, el fracaso o la frustración, caso de El hombre de Kiev (1968), Los temerarios del aire (1969), Yo vigilo el camino (1970) u Orgullo de estirpe (1971). De modo explícito (el absurdo vía crucis penitenciario en la primera) o de modo implicito (en cómo refleja los modos, modelos y costumbres de vida), vertebran sus obras las ideas de cautiverio y confinamiento, de sentimiento de desperdicio de vida y enajenación.
Los personajes de El repartidor de hielo viven una vida retenida, a la espera de la muerte (el lúcido Larry, al que, excepto, significativamente, en la última secuencia, nunca le vemos levantarse de la silla, siempre sentado, como si estuviera atornillado en su falta de ilusión) o aún en el autoengaño, como el resto de inadaptados, despojos, personajes al margen de la sociedad (alcohólicos, prostitutas, revolucionarios fracasados…). Son cautivos en ese escenario herrumbroso, deslucido. Hay quien lleva incluso años sin salir, caso del dueño del local, Harry Hopes (prodigioso Fredric March). Hay una figura que representa la pervivencia de ese autoengaño, Wikes (Lee Marvin). Sus dos visitas anuales son como la navidad, fechas ritualizadas que nos hacen sentir la ilusión de que hay boyas en el trayecto, y por ello un horizonte, y no nos estamos ahogando realmente, flotando mientras tanto en el vacío. Pero Wikes ha modificado su actitud. Ya no es el mismo. Este prototipo del vendedor (de sueños) ahora los desinfla y destripa. Este hombre que les hacía sentir bien con su relato o anécdota de que su esposa le había engañado con un repartidor de hielo (qué mejor estrategia manera de engaño que hacer sentir que ‘el ídolo’ también tiene sus fisuras, y que el hombre de éxito es como el fracasado) ahora les revela que no existía ese repartidor, que era falsa esa versión ( la real, en gran hallazgo dramatúrgico, se realizará dosificadamente). Ahora, el que antes era ebrio, y ahora sobrio, ya no les sugestiona con ideas embriagadoras que nutran sus justificaciones y autoengaños vitales, para que sigan esperando a Godot o a que algún día se realicen esas ilusiones que yacen ya postradas pero se niegan a ver y aceptar (porque prefieren vivir con los ojos cerrados en su vida suspendida).
Prefieren la embriaguez de las falsas ilusiones que hagan su tránsito vital plácido en su entumecido estancamiento. ¿Para qué quieren despertar¿ ¿Por qué deberían desear salir al mundo, ahí afuera? ¿No es más satisfactorio seguir viviendo de castillos en el aire ya que la realidad es sólo decepción? ¿Por qué el oficiante de ese escenario de autoengaños e imposturas de vida ahora quiere rasgar el telón y enfrentarles a la desesperanza, a la sordidez y carencias de su vida presente que es pura ausencia de vida?. Hay otra llegada paralela, la del joven Don (Jeff Bridges), el hijo de un antigua novia (revolucionaria) de Larry, la cual, aún activista, ha sido encarcelada. Esta figura juvenil desnuda el lado miserable que tala los impulsos revolucionarios o idealistas, ya que es capaz de traicionar a su madre por no sentirse lo suficientemente atendido. Es el apuntalamiento de la decepción, del arrumbamiento de cualquier ansia o posibilidad de transformación. Quizá rara vez se ha expuesto de un modo tan desnudo el siniestro reverso de la demolición de castillos en el aire y la impotencia de los anhelos revolucionarios (idealistas) sobre los que trama y construye su vida ( o sus auto/engaños) el ser humano. Duele mirar tan de frente.
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