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miércoles, 15 de agosto de 2012
La banda de las cuatro
Escenarios, laberintos, juegos, enigmas, orden, azar. La vida quizá sea un laberinto entre escenarios, una trama enigmática en la que cuesta dilucidar si hay un orden o rige la aleatoriedad. El arte, o la comedia del arte, es el juego que se interroga sobre tales cuestiones, como de nuevo Jacques Rivette en la exultante y fascinante 'La banda de las cuatro' (La bande des quatre, 1988). De nuevo no hay separación entre realidad y escenario, vivencia y representación. Anna (Fejria Deliba), camina por las calles, entra en un edificio, y ya dentro, en un escenario, da la réplica a la compañera que ya estaba en el mismo. No hay dos, como en 'El amor por tierra' (1984), sino cuatro actrices, que viven en el mismo piso, Anna, Claude (Laurence Côte), Joyce (Bernadette Giraud) y Lucia (Ines d'Almeida), alumnas de un curso de teatro dirigido por Constance (Bulle Ogier), en el que, años atrás, en sus inicios, hubo algún alumno masculino, pero en el que, por algún desconocido motivo, desde hace años sólo hay alumnas femeninas, como si fuera instructora en las sinuosidades de las experiencias sentimentales, en ese desconcertante teatro donde la luz de la razón siempre va por detrás del trasiego de las emociones, de la temperatura de la fiebre dramática. Si en 'El amor por tierra' el autor y director parecía marcar la pauta, que se revelaba más intrincada si se consideraba la implicación en la misma trama representada, aunque fuera en el pasado, Constance, ahora, es el aparente orden, la pauta, la 'autora' (su apellido Dumas; las cuatro alumnas, D'Artagnan y las tres mosqueteras), de intrigantes vericuetos, que también, en cierto momento, se implicará en la 'trama' ( no hay, por lo tanto, control; ahora serán personajes sin autora ni guía, sino ellas mismas autoras de la representación de incierto desarrollo y resultado).
El azar, el arlequín, la arlequinada, la comedia del arte y el vaudeville. Si en 'El amor por tierra', el personaje del mago, encarnado por el gran Andre Dusollier, era la fisura en la representación, la habitación oscura, ahora lo es el hombre de los mil nombres, encarnado por Benoit Regent, pícaro embustero, de inciertas intenciones, que alude a todas las chicas, presentándose a cada con una distinta identidad. Con una, Claude, cruza cierto movedizo umbral, cuando establecen una relación afectivosexual. Lo que deriva en las dudas de cuál es su real implicación, ¿qué siente, o es ella un mero instrumento? La particularidad añadida es que Claude es la que tiende más a 'dramatizar' las relaciones, la que no logra aplicar la razón a sus oleajes sentimentales por los que se deja llevar o raptar aunque cuestione sus dinámicas, aunque esté debatida entre sentimientos encontrados. ¿Dónde queda el orden? ¿Y lo real? En la casa hay quien piensa que puede haber fantasmas, y hay quien piensa que los ruidos los realizan las ratas.
Incógnitas. Más, cuando imprevistamente caigan unas llaves de una chimenea, objetos que se convertirán, en la estela hitchcockiana, en el objeto que representa la punta del iceberg del McGuffin de una intriga policíaca, sostenida sobre incógnitas ¿Qué le ocurre a la amiga, Cecile (Nathalie Richard), que dejó el piso, que parece sufrir ciertos conflictos con su novio, el cual parece estar implicado en negocios ilegales un tanto turbios? Las amigas intentan resolver el enigma, como ayudarla, pero se desenvuelven en un mar de incertidumbres en el que las cuerdas que sostienen los telones no dejan de enmarañarse, mientras entre bambalinas y cambios de escenarios el arlequín de distintos nombres las confunde mientras intenta encontrar las citadas llaves, que guarda celosamente la que sustituyó a Cecile en su habitación, Lucía, la D'Artagnan que en su habitación tiene un cuadro de San Jorge matando al dragón. Es lo que ella intentará con ese hombre sin identidad cierta, el caos que enmaraña la representación despojando de un autor y orden cierto (aunque parezca haberlo subyacente, pero ese es un enigma aún irresuelto).
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