La sonrisa cortada de Madeleine la judía (Alice Barnole) no es la de la mirada que ríe, es la mueca permanente de un cautiverio, de un dolor, del filo de una humillación, a manos de un cliente que dejó la huella de su poder desgarrando con un cuchillo su mejilla, ampliando su sonrisa para negarla. La casa de la tolerancia (L’Apollonide, 2010), de Bertrand Bonello, está surcada por esa mueca, por esa herida que no cicatrizará nunca del todo, aunque su superficie sea un deslizamiento entre los diversos flecos que constituyen la vida en este burdel de lujo, entre noviembre de 1899, la noche en que es cortada Madeleine, y marzo del 1900, flecos que son las vidas de estas prostitutas, pues su vida es un permanente fleco irresuelto, o así parece, algunas resignadas a ser cautivas ya de ese enclaustramiento de vida, como quien ya lleva doce años atrapada cual mariposa con un alfiler clavado, como una mercancía que no debe dejar de sonreír y dar placer, o simplemente temer que no las degraden, que las vendan a un burdel de más baja categoría.
Vidas partidas, arrumbadas en ese escenario, e n esa pantalla de vida. Bonello también realiza montajes con la pantalla partida. Hay un plano que lo fragmenta en cuatro planos: Una de las chicas , Samira la argelina (Hafsia Herzi), llora tras leer un pasaje, de una obra escrita por una mujer en 1889, en la que se establece una equivalencia entre las prostitutas y los criminales (las prostitutas son las criminales femeninas), y afirma que son seres de más limitada capacidad intelectual (menor tamaño de cráneo, menos materia gris, menos inteligencia, y más tendencia a la anormalidad y a la idiotez); en otro ‘cuadro’ Clotilde Muslos finos (Celine Sallette) yace, al otro de la puerta, en el interior del baño, abandonada a sí misma, refugiándose en el opio como la única solución de poner distancia con su cautiverio de vida, con su condición de labor servil, de mercancía, de subordinada, reflejada en los otros dos cuadros, Lea ‘la muñeca’ (Adele Haenel) haciendo a un cliente el numerito de la muñeca, y otra chica siendo enculada por otro cliente.
La cautivadora y compleja narrativa de Bonello tiende a la deriva, descentrada, en un ‘entre’ que fluctúa entre realidades, estilos y perspectivas; entre un impresionismo que contrasta el escenario y las mascaradas con los espacios entre líneas de los rostros desmaquillados y las apariencias desgarbadas, de las ilusiones, de las complicidades, de los aprendizajes, de la naturalidad, las excursiones en el campo y los chapuzones en el agua, cuando se estiran y abrazan, cuando dejan de ser reflejos o muñecas, cuando son cuerpos que se afirman en su anhelo de vivir, fuera del escenario de la degradación, donde sus cuerpos pueden descomponerse por el contagio de la sífilis. En el siglo XIX se gestó la sociedad que hoy vivimos, esa mentalidad que hizo prevalecer la maquina sobre el cuerpo, la eficiencia sobre el placer. Pero debía haber los espacios al margen donde poder liberarse de la hipocresía, de las máscaras, de la hipocresía, o jugar con ellas de modo explicito, ya no incrustadas en la carne. Un escenario liberador, epicúreo, en el que liberarse de los corsés de otros escenarios, los de la luz quemada del día, los de las funciones y los gestos envarados de la imagen digna. En Le pornographe (2001), el cuerpo cansado, a punto de descomponerse, de Jean Pierre Leaud, era el cuerpo de las ilusiones desvitalizadas, como cuando te han desprovisto del nervio. Por ello, su mirada ya no sabía mirar a los cuerpos en su retorno al rodaje de películas porno, sólo eran autómatas, porque su mirada se había automatizado, ya no sabía construir. En De la guerre (2008) el cuerpo de Matthieu Amalric buscaba el modo de dejar de sentirse en su vida confinado en ataúd, en la que siente que le han arrancado los ojos. Su cuerpo se entregaba a la convulsión, junto a otros cuerpos, adherido a una música que le rescataba de su entumecimiento y extravío, o forcejeaba con el corazón de las tinieblas, como quien desesperado busca una razón en la que encontrar un camino para seguir entre tanto ruido, ese que arrasa las ciudades en la que ya no siente habitar.
En el burdel, que no es casa de putas sino casa de tolerancia, queda más fino, menos orgánico, más escénico, como una sonrisa cautiva en una máscara, es el escenario en el que no hay huida posible, es aquel en el que seguimos encerrando desde aquella revolución industrial que supuso involución en otros sentidos ( desde luego, en los sentidos; si es que fue involución, quizá aún sea necesaria esa revolución). A Bonello no le hace falta lanzar interrogantes, como filos sangrantes, las deja escurrirse entre sus danzas narrativas que parecen deslizarse ingrávidas hacia ninguna parte o muchas. Quizá sea esa su grandeza, la condición excepcional de su cine, que deja tantos resquicios en los que seguir rastros que alienten preguntas, y más preguntas, que nos hagan sentir cómo sollozamos, sin darnos cuenta, con lágrimas blancas, mientras nuestro rostro está surcado por la cicatriz, que es mueca, el rastro de un filo que nos ha marcado. Esa herida que aún sigue sangrando mientras permanecemos cautivos, años y años, en la maquinaria de una empresa, o nos degradan a labores de condiciones más penosas (o directamente a los márgenes de los márgenes). Mientras, podemos seguir sonriendo.
Excelente y perturbadora película. Esperemos que su limitado estreno en España no pase desapercibido entre la triste cartelera veraniega.
ResponderEliminarOjalá fuera así, e incluso, ya por soñar, que propiciara que se estrenaran sus películas anteriores ( pero bueno, no pasó con Desplechin así que...)
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