Hay películas que parecen impregnadas de una atmósfera
nublada, un aliento encapotado que emana de la pesadumbre. Las hay que vibran
con el aleteo del ave fénix, pugnando, con una febrilidad en suspenso que no
estalla pero no deja respiro, por desprenderse de las cenizas que pretenden
abocarla de nuevo a las simas de un agujero negro, el del descreimiento, el
estéril cinismo. Ambas películas habitan en Diez segundos al infierno (Ten
seconds to hell, 1959), de Robert Aldrich, una producción de la Hammer. Puede
parecer una paradoja, y quizás lo sea, pero es ante todo un proceso alquímico
(la novela que se adapta, de Lawrence Bachmann, adapta se titula El fénix).
La apuesta por la vida tras enfrentarse cara a cara con la muerte, a lo que se
enfrentan seis desactivadores de bombas, seis alemanes que fueron relegados,
como castigo, a tal tarea por no amoldarse al ideario nazi predominante (pero
no sólo por cuestiones políticas, sino también por dedicarse a ciertas
actividades ilícitas), y que ahora, ya finalizada la guerra, realizan su labor
a las órdenes de los británicos (tras que estos hayan perdido a sus
especialistas) entre las ruinas de Berlín. Esa pesadumbre que menciono es la
que parece dominar al que la mayor parte de los otros compañeros consideran su
líder, Koertner (Jack Palance), al que, aquel que le gustaría ser líder del
grupo, Wirtz (Jeff Chandler), califica como poeta
del dolor (su semblante parece en muchas ocasiones preso de una convulsión,
la de sentir demasiado), alguien noble, que siempre busca el juego limpio,
empático y compasivo. Wirtz, en cambio, es alguien más bien cínico, al que le
preocupa su propia supervivencia, su propio beneficio.
Con las mujeres también ambos son opuestos. Wirtz sólo parece funcionar por sus necesidades biológicas. Avasalla a Margot (Martine Carol), la viuda que les ha alquilado las habitaciones a ambos, la primera noche que ha salido con ella, haciendo oídos sordos de sus protestas. Koertner, en cambio, llega hasta a dudar de entregarse a ella considerando las precarias circunstancias en las que viven, un tiempo (de tránsito) de dolores y heridas demasiados recientes, de luto, y de necesidad de esfuerzo y entrega para una reconstrucción. No deja de ser sintomático el espacio en el que ambos forcejean con sus planteamiento vitales, con su desubicación, para dar una oportunidad a su amor, unas ruinas a la que ha llevado Koertner a Margot por un motivo especial, que no es capaz de revelarle, y que Aldrich destacará con un travelling de acercamiento en el último plano de la secuencia cuando ambos se marchan: es un edificio que diseñó Koertner, quien era arquitecto antes de la guerra (detalle que también había ocultado a sus compañeros). Koertner es alguien con pulsión de construir, pero tan dolido, por la desolación y la brutalidad de la que ha sido testigo, que no es capaz de desprenderse de la atracción de desafiar a la muerte, aunque ponga en riesgo su vida. Pero la aparición en su vida de Margot, es la recuperación del aliento de vida, de reconstrucción, de volver a crear una relación con la vida, con los demás, como en hermoso detalle de correspondencias, otro de los integrantes del grupo, Loeffler (Robert Cornthwaite), acoge en su hogar a una gran variedad de animales. Junto a él intentarán convencer a Wirtz de anular la apuesta que acordaron antes de iniciar su tarea: Wirtz propuso al inicio que todos pusieran la mitad de su sueldo, y quien sobreviviera al de tres meses lo ganaría. Por eso, la narración se convertirá en su último tramo en un duelo entre dos mentalidades o actitudes vitales opuestas, la del cínico Wirtz contra el espíritu revitalizado de fénix que ha recuperado Koertner.
Aldrich narra con tensa fisicidad las esplendidas secuencias en las que tienen que desactivar las bombas. Incluso, en algunos casos con ingeniosas soluciones de puesta en escena jugando con la elipsis o lo que no se visibiliza en campo. Su narrativa es precisa, sintética, y no carente de un desesperado lirismo, aunque contenido. Después de un año de inactividad, durante el cual temió por su futuro profesional, tras ser despedido durante el rodaje de Bestias de la ciudad (1957), de Vincent Sherman y Robert Aldrich, parecía moderar su tendencia a un histrionismo que se extendía a los mismos encuadres. La contención predomina en esta narración, como si contuviera una explosión, como ejemplifica la misma interpretación de Palance. No es de sus obras más populares, ni más valoradas, pero la considero, dentro del género, bastante superior a otra mucho más renombrada como Doce del patíbulo (The dirty dozen, 1967), a la que no cuestiono su eficiente músculo narrativo, aunque derive más en lo mecánico, sino el insuficiente relieve en el trazo de su personajes, y su contradictorio desarrollo con respecto al (supuesto) planteamiento (una obra que pone en cuestión al estamento militar pero deriva en la más rudimentaria hazañas bélicas). Aunque se sostenga sobre la contrastada, y enfrentada, dualidad de puntos de vista opuestos, Diez segundos al infierno no desmerece al lado de la más corrosiva y compleja (o menos complaciente) Comando en el mar de la china (Too late he hero, 1970), en la que los personajes (los dos protagonistas en especial) están dotados de más matices, y contradicciones, y hasta pueden resultar imprevisibles. Diez segundos al infierno es una estimulante obra que hace cuerpo de la reconstrucción de una ilusión tras tensar la espoleta narrativa con la inmersión en los cenicientos socavones de unas ruinas donde unos hombres, como Wirz, hacen del infierno una morada en la que ser los más fuertes y otros, como Koertner, se esfuerzan en conseguir desactivar las huellas de unos horrores pasados, que amenazan con derrumbar el presente, para lograr erigir de nuevo un futuro con firmes cimientos, los de la nobleza, el juego limpio, la colaboración y la entrega. Para que luego digan que Aldrich era un cineasta cínico.
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