El comienzo de Veredicto final (The verdict, 1982), es toda
una lección de cómo saber definir la circunstancia vital de un personaje, con
rasgos sintéticos y elocuentes. Ya el primer plano nos muestra a Frank Galvin
(Paul Newman) jugando al pinball, lo que nos transmite la soledad del
personaje, y la inacción en la que se desenvuelve su vida, encasquillado en un
bucle, como Sisifo con la roca. Le vemos asistir a funerales, dejando su tarjeta
de abogado (lo que indica a qué debe rebajarse para encontrar clientes), hasta
que en uno de ellos, el hijo del fallecido, indignado, le expulsa de malas
maneras. Cuenta en el bar sus batallitas del pasado, pero su expresión tras
concluir el relato, expresión de extravío, evidencia cómo es alguien que ya no
tiene casi presente. Su vida es un plano general (como el de la secuencia) en
la que solo se siente distancia (incluso de sí mismo). Y bebe, bebe mucho, para ahogar o narcotizar
tanto su soledad como su frustración, expresado en un contundente y largo plano
fijo, sostenido en la gran interpretación de Paul Newman (ninguna tan brillante
como esta, ya lejos su tendencia al histrionismo en los inicios de su carrera),
casi conteniendo los temblores a la hora de llevarse el vaso a su boca,
temblores que delatan que está en un tris de explotar. Y así es, llega a su
despacho, y comienza a destrozarlo todo, rabioso y dolorido, como quien ha
llegado a su límite de resistencia, hiriéndose incluso accidentalmente (en un
plano en ligero contrapicado, que resalta su indefensión y el peso que siente y
le supera). Y así le encuentra su amigo Mickey (Jack Warden), sentado en el
suelo, como si ya se hubiera abandonado a sí mismo. Y le plantea un caso. Su
rescate.
Un caso que le hará recuperar la dignidad y la autoestima, enfrentándose a los intereses públicos y privados, desde la institución eclesiástica hasta la judicial, en la que los caníbales bufetes de abogados o los autoritarios jueces cuales señores feudales constatan cómo su actuación poco tiene que ver con la aplicación de la Justicia, pasando por la médica, a través de las cuales, en ocasiones en comandita, se favorece los intereses de los privilegiados. Un paisaje de corrupción, de falta de escrúpulos y almas en venta, en el que Frank lidiará por recuperar un asomo de dignidad, encarnado en esa mujer ya irreversiblemente en coma por un probable error médico (por la irresponsabilidad de unos prestigiosos cirujanos); un coma en correspondencia con el de una sociedad cuyas instituciones representativas han perdido toda noción de integridad, como si ya fuera esta un lustroso cadáver; un coma en correspondencia con el vital al que parecía abocarse Frank.
La secuencia que refleja su toma de conciencia, que le hará rechazar el trato económico, de daños y perjuicios, con la Diócesis, para olvidar el asunto, es una de las más bellas que ha rodado Lumet: Frank va a hacer unas fotografías de la mujer en coma. A medida que las fotografías, hechas con una polaroid, van desvelándose, apareciendo ante nuestros ojos, lo mismo está ocurriendo con/en la mirada de Frank. Con prodigiosa sencillez, con un afinado uso de ese recurso expresivo tan poco trabajado hoy en día, que es la duración de los planos, nos vamos sumergiendo en lo que se está dirimiendo en la mente de Frank, a través de su mirada, y de lo que supone para él esas imágenes de las polaroids. ¿Cómo va a velar, olvidar, una injusticia? Frank resucitará de su particular coma vital cual ave fénix con su perseverante propósito de no dejarse amilanar por las artimañas que imposibilitan sus diversas opciones, el soborno de testigos para que desistan, la invalidación de pruebas por el mismo juez, la utilización de una espía para estar al tanto de la preparación de su defensa, como es el caso de Laura (Charlotte Rampling), de la que él se enamora, aunque suponga asumir, como conclusión, la decepción (aunque Laura también le corresponda, no logra encajar más que su traición el hecho de que se haya rebajado aún más que Frank en su intento de resucitar su carrera como abogada, ya que se había vendido para realizar una ignominiosa tarea) y su inevitable soledad, pero ya fortalecida. Es lo que puede conllevar, al fin y al cabo, la épica de la honestidad.
El trayecto para logar materializar el proyecto pasó por varios puertos, o diversidad de directores y guionistas implicados. David Brown y Richard D Zanuck compraron los derechos de la novela de Barry Read. Eligieron como director a Arthur Hiller, quien abandonó el proyecto porque no le convencía el guion de David Mamet. Zanuck y Brown contrataron a Jay Presson Allen para que escribiera otra versión del guion, y ofrecieron el papel protagonista a Robert Redford, a quien no convenció el guion de Allen, por lo que propuso como director y guionista James Bridges, pero tampoco le satisfizo sus nuevas versiones del guion. Redford no parecía sentirse cómodo con el hecho de interpretar a un alcohólico. Contactó, sin informar a los productores, con Sidney Pollack, por lo que Zanuck y Brown decidieron prescindir de Redford. Contrataron, entonces, a Sidney Lumet, quien propuso de entrada a Paul Newman (fue el actor quien sugirió que su personaje usara colirio para hidratar sus ojos castigados por el exceso de consumo de alcohol). Lumet contrastó todas las versiones escritas y se decantó por la primera, por la de Mamet. Le gustó su enfoque descarnado. Lumet reconocíó cuánto admiraba la capacidad de David Mamet para convertir una, según él, mala novela en un magnifico guion. Si hubiera leído la novela primero hubiera pensado que era imposible convertirla en guion. El guion concluía sin que se supiera la resolución del juicio, cuál era el veredicto. Lumet planteó que si lo hubiera, aunque el hecho de que supusiera la victoria contra los poderosos (y la recuperación de Frank) no lima la aspereza de la conclusión, añadida por Lumet: Laura, en su dormitorio, con una botella de alcohol en su regazo, llama por teléfono a Frank, quien, mientras toma café, no responde (aunque dude, bien reflejado en un corte de plano intermedio, de plano medio distante a plano medio cercano). Una recurre, como él antes, a la boya del alcohol para contrarrestar su desesperación, mientras que él ya no necesita de esa muleta. La roca de Sisifo se puede superar.
Sidney Lumet realizó con Veredicto final una de sus más densas y poderosas obras, a la altura de La ofensa (1972), Llamada para el muerto (1966), Distrito 34: corrupción total (1990), Tarde de perros (1975), El príncipe de la ciudad (1981), La colina (1965), Daniel (1983), El prestamista (1964) o Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007). Los colores gélidos, pero a la vez tenuemente vívidos, como una respiración que quiere recuperar el aliento, de la excepcional dirección de fotografía de Andrezj Bartkowiak, hacen cuerpo del clima emocional del propio protagonista. Un ejemplo más de cómo Lumet sabía trabajar eso llamado puesta en escena, a través de la cuál extraer la emoción o la reflexión, sin caer en el énfasis: el uso de los travellings, en plano general, que recogen dos conversaciones, la del obispo Brophy (Edward Binns) con el abogado de la diócesis, y luego la de Galvin con el médico dispuesto a declarar. Ambas sucesiones de travellings recogen la bajada, por largas escaleras, y salida de ambas instituciones, la eclesiástica y la sanitaria, hasta que uno de ellos sube a un coche (en cada caso la cámara encuadra desde el lado opuesto); figuras empequeñecidas por la inclemente institución, y que además asocia a ambos representantes, dado que posteriormente los abogados untarán al médico para que no declare, y sí desaparezca del escenario. La primera intervención de Frank en el juicio está recogida por un movimiento de cámara que se aleja de él, mientras que la última se realiza mediante un movimiento a la inversa, de aproximación. Un círculo se cierra, que ya no será un bucle. Eso se llama sutilidad.
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