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viernes, 10 de abril de 2020

Las esposas perfectas

La idea de la sustitución o suplantación (o el miedo a la misma) vertebra una de las vertientes del cine fantástico. Refleja el miedo a la pérdida de identidad, a no ser uno mismo, el extrañamiento ante una normalidad, un escenario codificado de costumbre, que se siente como opresión y falsificación, los fantasmas de la enajenación, de la disolución del yo (en la impersonalidad imperante e intercambiable). Es el caso de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, y las posteriores adaptaciones de la novela de Jack Finney, o de Las esposas perfectas (The stepford wives, 1975), de Bryan Forbes, y su variación, más inclinada a la comedia, dirigida por Frank Oz en el 2004. Las esposas perfectas, de 1975, es una obra de ciencia ficción que, como Almas de metal (1973), de Michael Crichton, opta por un estilo visual luminoso, nada tenebroso. Aún más acentuado, de modo pertinente, los brillos en Las esposas perfectas; se da cuerpo o presencia a las sombras en las secuencias finales, cuando el escenario desvela su mascarada, su engaño o falsedad. Las sombras evidencian que los brillos realmente eran el signo de lo terrible. Si en la de Crichton nos encontramos con un parque temático en el que los robots corporeizan las fantasías de los clientes, en Las esposas perfectas, son los relevos ideales que suplen a las esposas, para cumplir el complaciente papel adjudicado, de hacendosas amas de casa, en este entorno social tan idílico que pareciera otro parque temático. En ambos casos se incide, como reflejo, en la realidad establecida como normalidad, como una ficción o un decorado escénico con un guión al que ajustarse.
La novela, publicada en 1972, de Ira Levin, que había transitado en estos senderos de incertidumbres, enajenaciones y extrañamientos en la previa Rosemary’s baby, adaptada al cine en la discreta, y sobrevalorada, La semilla del diablo, (Rosemary’s baby, 1968), de Roman Polanski, fue adaptada por William Goldman, quien planteó que el 'diseño' de las mujeres estuviera definido por su físico de modelos (y un vestuario más provocativo que acentuara esa condición de objeto sexual aparte de eficiente ama de casa). Pero cómo Forbes eligió a su esposa, Nanette Newman, para uno de los papeles principales de mujeres robot, y su físico no es el de una modelo, optó por plantear un vestuario más discreto, comedido y recatado (esa faceta complaciente sexual es expresada en off, por la voz de una de las esposas, ratificadora de la destreza y potencia de su marido durante el acto sexual). El robot corporeiza, paradójicamente, lo ideal que suple a lo insuficiente, por no suficientemente complaciente en su rol extensivo (ama de casa), de lo real. Satisface la fantasía masculina. Es la sustracción de la mirada propia para reconvertirlas en seres sin mirada, o miradas en serie que cumplen dóciles las funciones demandas y requeridas: satisfacer el ego masculino y gestionar de modo eficiente el mantenimiento doméstico. Ese es el miedo, o sospecha, que atenaza a Joanna (Katharine Ross) durante buena parte del relato, intrigada por esa serie de sumisas y sonrientes mujeres de impecable aspecto a las que sólo les importa o interesa las cuestiones domésticas de su hogar. No deja de ser el reflejo de un cautiverio socio cultural (el de las mujeres en una función o rol social).
En la obra previa de Forbes, no suficientemente reconocida, se podían apreciar otro tipo de cautiverios. En King rat (1965) es manifiesto, ya que transcurre en un campo de prisioneros de Singapur, durante la segunda guerra mundial. Tres hombres se singularizan por su aspecto, representan diferentes actitudes ante el confinamiento mientras esperan que finalice la guerra, aunque se sienten suspendidos en el tiempo, como apartados en el espacio, y esa sensación les hace ya habitar la realidad como si no pudiera ya haber otra posibilidad que el cautiverio. Otras dos de sus mejores obras, La habitación en forma de L (1962) o The whisperers (1967), están centradas en mujeres, de muy diferentes edades. En la primera Jane (Leslie Caron) es una joven de 27 años que aún está aprendiendo a habitar la vida. Extranjera aún en la vida, como lo es como francesa en Inglaterra, da sus primeros pasos buscando una habitación donde vivir. Entre las primeras señalizaciones que aprende en el código de circulación de la sociedad es el hecho de que como mujer se enfrenta a la descalificación de furcia si mantiene relaciones sexuales sin estar casada, y como mujer embarazada sólo puede, o debe, optar por casarse o por abortar. La opción de tener al niño como madre soltera no parece entrar en la ecuación, o se ve relegada a la sección de estigmas sociales. En la segunda, la señora Ross (Edith Evans) tiene 76 años, vive sola, y sobrevive en su precariedad gracias a la asistencia de los servicios sociales. En su desvencijado hogar escucha voces, quizá susurros. A veces, abre la puerta y pregunta si está ahí. Pero nunca hay nadie. No sólo escucha voces que provienen de dentro sino también de fuera, voces que le llegan del piso de arriba, voces que parecen que discuten. Son voces más hostiles que las de su vacío interior. Es una figura de las que nadie se percata, como si habitara la vida tras un cristal esmerilado. Su tránsito por la vida quizá no sea apreciado, quizá porque la realidad rebosa de márgenes en los que se apilan figuras difusas como la suya. En Plan siniestro (Seance of a wet afternoon, 1964), el matrimonio que conforman la medium Myra (Kim Stanley) y su marido Billy (Richard Attenborough) urden un plan que logre liberarles de su atasco vital. Urden secuestrar una niña porque sienten secuestrada su vida, una vida que ya parece un difuso reflejo en un sucio charco. Myra se comunica con entidades sobrenaturales, pero el mundo natural, alrededor, se muestra esquivo, insuficiente, una prisión en la que su reducto, en el que están confinados, es su casa rural
En la primera secuencia de Las esposas perfectas, en dos planos, ya condensa Forbes la circunstancia vital de Joanna, su insatisfacción vital, con un primer plano de ella mirándose en el espejo, y en otro, general, encuadrada a través del umbral de la puerta que la comprime entre dos vanos. Joanna no se siente a sí misma en su vida marital (con dos hijas), se siente oprimida, cautiva (como una autómata, ausente de sí misma). Es significativo, de modo anticipatorio, pero también como reflejo, que en la calle, antes de marchar hacia Stepford, fotografíe a un chico que porta un maniquí porque le resulta una imagen singular. Joanna vive entre reflejos. Vive la vida de otros, y más concretamente la de su marido, la que este organiza y diseña. Como después le reprochará, él siempre toma las decisiones sin consultarle a ella, como cambiarse de casa a esa idílica zona. Se han mudado, pero Joanna ansía mudar de vida. En ese plano de Joanna, en la cocina, tras que su marido se haya marchado al trabajo, se refleja esa insatisfacción, esa sensación de no habitar su vida. Aunque la relación parezca desarrollarse sin manifiestos conflictos o roces, su superficie es engañosa, como la de ese entorno luminoso e idílico de Stepford, que estalla, como una sombría erupción purulenta, en la secuencias finales tras que él le reproche que descuide el hogar y que dedique su tiempo a lo que la entusiasma, la fotografía, instándola a que vaya a dormir (como en la obra de Finney que inspira la película de Siegel (y las tres siguientes adaptaciones), dormirse es la acción fatal; tras el despertar ya no eres el mismo; reflejo de una vida de durmientes, de ajenidad, de ausencia en vida).
Al fin y al cabo, Joanna ansía recobrar su propia mirada, aplicarla, realizarla, no quiere ser mero intérprete de un escenario escrito y diseñado por otros; de ahí, que recuperar su actividad como fotógrafa sea paralela a su actitud cada más combativa y sublevada: desea abandonar ese lugar, e irse a vivir a otro sitio (escenario de vida), y esta vez es ella quien se lo plantea al marido. Su intento de crear una asociación de mujeres, como aquella de hombres a la que se ha unido su marido, resulta frustrado porque a casi todas las mujeres sólo les gusta hablar de cuestiones domésticas. Su espita o cómplice es Bobbie (Paula Prentiss). Por eso, es tan turbador el momento en el que advierte en ella signos de que ya no es la misma, ya que, de un día a otro, viste como las otras, y se comporta como las demás, como una sonrisa higienizada. Sobrecoge la secuencia en la que tras clavarla un cuchillo, Bobbie se conduce como un mecanismo que tiene una disfunción, repitiendo frases o acciones, o haciendo otras incorrectamente como tirar tazas al suelo. En la actividad que intenta afianzar como fotógrafa se condensa su esfuerzo en mantener, como resistencia, su propia mirada, sin plegarse a la que requiere su entorno. Por eso resulta, aparte de terrorífica, elocuente la ausencia de mirada de su doble robótico (a la que Joanna encuentra ante un espejo por triplicado). Sin mirada pero con pechos más grandes. No hace falta mostrar lo que la replica hace con Joanna, es como si ese vacío agujero negro de su mirada la engullera, la hubiera hecho desaparecer, convirtiéndola en una más, como aparece, ya suplantándola, en la siguiente secuencia en el supermercado, de compras junto a las otras mujeres, emanaciones, ya representativas, de ese sintético y aséptico espacio, ya eficientes entidades robóticas que cumplen adecuadamente el demandado rol de hacendosas, sumisas y complacientes esposas. Miradas propias borradas, sustraídas.

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